– Por supuesto que sí.

Michael miró el surtido de frascos y leyó las etiquetas.

– Salsa chutney… ¿Qué diablos es chutney? ¿Y praliné de pacana glaseado a la mostaza?

– Delicioso sobre jamón al horno. Úntelo sobre él y hornéelo. Nada más.

– ¿Ah sí? -preguntó él con incredulidad.

– Acompáñelo con algunos tallos frescos de espárragos cocidos al vapor, un par de patatas nuevas con piel, y tendrá una comida exquisita.

¡Ella lo hacía parecer tan fácil!

– El problema es que no tengo nada para cocinar al vapor.

Sylvia Radway tendió el brazo y señaló todo el establecimiento.

– Elija lo que quiera. Metal o bambú.

Michael recorrió todo el local, repleto de ollas, cacerolas y sartenes, pinceles, cepillos y exprimidores.

– La verdad es que nunca cocino -admitió al fin y por primera vez en su vida se avergonzó al reconocerlo.

– Probablemente porque nadie le ha animado a hacerlo. Asisten muchos hombres a las clases elementales. Cuando empiezan, no saben ni coger una sartén, pero con el tiempo aprenden a preparar tortillas y guisos de pollo y fanfarronean ante sus madres.

Michael la escuchaba con verdadero interés.

– ¿De modo que cualquiera puede aprender a cocinar, hasta un vejestorio que nunca ha freído un huevo?

– El nombre del curso para principiantes es «Cómo hervir agua». Quizá eso conteste su pregunta.

Los dos se echaron a reír.

– Cocinar se ha convertido en una actividad que realizan tanto hombres como mujeres -prosiguió Sylvia-. Los hombres se van de la casa de sus padres para vivir solos y se hartan de comer siempre fuera. Otros se divorcian. Otros tienen esposas que trabajan todo el día y no quieren ocuparse de la cocina. ¿Entonces…? -Levantó las manos y chasqueó los dedos-. ¡Vienen a Cooks of Crocus Hill!

Era una vendedora tan excelente que Michael no se percató de que lo estaba enredando con sus argumentos hasta que Sylvia Radway le preguntó:

– ¿Le gustaría ver nuestra cocina? Está arriba.

Caminaron junto a una estantería repleta de recipientes de plástico transparente que contenían fragantes granos de café y llegaron a una escalera de roble claro, pulido y barnizado. En el segundo piso, había más mercancías almacenadas. La mujer lo condujo a una cocina de acero inoxidable y azulejos blancos, con un largo mostrador y taburetes tapizados en azul. Encima de los fogones colgaba un espejo inclinado de tal manera que cualquier demostración en proceso se viera desde la planta baja. Michael titubeó, y Sylvia le indicó que entrara.

– Venga… échele un vistazo.

Michael avanzó y se encaramó a un taburete.

– Aquí enseñamos todo, desde el material básico hasta cómo surtir de productos la despensa y la manera correcta de medir ingredientes líquidos y sólidos. Los profesores efectúan una demostración y luego es el alumno quien prepara las comidas. Sospecho que está usted soltero, señor Curran…

– Pues… sí.

– Hay muchos solteros inscritos en nuestras clases, además de viudos y divorciados. La mayoría se siente fuera de lugar cuando entra aquí por primera vez. Algunos se muestran muy tristes, sobre todo los viudos, y actúan como si necesitaran… bueno… educación culinaria, supongo. Sin embargo, no he conocido a nadie que se arrepintiera de haberse matriculado en el curso.

Michael miró en derredor y trató de imaginarse lidiando con batidoras y espátulas mientras un montón de gente lo observaba.

– ¿Tiene usted una cocina bien equipada? -preguntó Sylvia Radway.

– No; no tengo nada. Hace pocos meses me mudé a mi apartamento y ni siquiera tengo platos.

– Ya que en cierto modo vamos a ser vecinos, le propongo un trato. Yo le daré su primera clase de cocina gratis, si usted compra en mi negocio la batería de cocina y todos los utensilios que necesite. Si lo desea, y tengo el presentimiento de que así será, podrá matricularse. ¿Qué le parece?

– ¿Cuánto tiempo dura el curso?

– Tres semanas. Una noche por semana, o una tarde, si lo prefiere. Las clases son de tres horas.

Era tentador. No le gustaba ver su cocina vacía, y hacía mucho tiempo que comer en restaurantes había perdido su atractivo.

– Debo decirle, señor Curran, que a las mujeres de hoy día les encanta que los hombres cocinen para ellas. El viejo estereotipo de que es la mujer quien debe cocinar ha quedado desterrado. Es frecuente que sean los varones quienes conquisten a las mujeres con su destreza gastronómica.

Michael pensó en Bess e imaginó su sorpresa si la hacía sentar a una mesa y le presentaba una cena preparada por él. ¡Sin duda se levantaría y registraría el armario de las escobas para encontrar al cocinero!

– ¿Sólo tengo que comprar un par de ollas?

– Le seré franca. Necesitará más que un par de ollas. Le harán falta una cuchara de madera, o dos, y algunos artículos de la tienda de comestibles. ¿Qué dice?

Ambos sonrieron, y el trato quedó cerrado.


La noche de su primera clase, Michael no sabía qué ponerse para ir a la escuela de cocina. Ni siquiera tenía un delantal de carnicero.

Optó por unos tejanos gastados y una camiseta en azul y blanco con cuello de rayas.

Cuando llegó a Cooks of Crocus Hill, observó que eran ocho alumnos en la clase, cinco de ellos, hombres. Se sintió menos estúpido al ver a los otros cuatro y se tranquilizó cuando uno se acercó y le susurró al oído:

– Yo ni siquiera sé preparar un caldo de sobre.

La maestra no era Sylvia Radway, sino una mujer de unos cuarenta y cinco años, de rasgos escandinavos, llamada Betty McGrath. Era alegre y tenía un don especial para hacer bromas en el momento oportuno, de tal modo que conseguía que los alumnos se rieran de su propia torpeza y gozaran de cada pequeño logro. Después de una breve disertación, recibieron una lista de los materiales de cocina recomendados y a continuación prepararon bollos de manzana y tortillas. Aprendieron a medir la harina y la leche, cascar y batir los huevos; cortar tacos de jamón, rebanar champiñones, desmenuzar el queso, dar la vuelta a la tortilla. Les enseñaron cómo servir los bollos en una cesta forrada con una servilleta de tela.

Cuando se sentó para probar el fruto de su trabajo, Michael Curran se sintió tan orgulloso como el día en que había recibido su título universitario.

Equipó su cocina con una batería de primera calidad y un juego de cucharas y espátulas de madera. Adquirió algunos platos en azul y blanco y una cubertería. Enseguida descubrió que disfrutaba curioseando en la tienda de Sylvia Radway, y compró un exprimidor de limón, un cuchillo francés para picar la cebolla, un pelador de patatas, un batidor de alambre para montar las salsas.

¡Caramba, había aprendido a preparar salsas, incluso la de queso con brécol!

Se la enseñaron en la segunda clase, así como a cocinar pollo asado, puré de patatas y ensalada. Esa noche, cuando la comida estuvo lista, el hombre que le había susurrado que no sabía ni preparar un caldo de sobre, que se llamaba Brad Wilchefski, se sentó sonriente a la mesa y exclamó:

– ¡No puedo creerlo!

Wilchefski tenía pinta de conducir una Harley Davidson y se vestía como tal. Era pelirrojo, tenía el cabello y la barba rizados y usaba gafas estilo John Lennon. Su aspecto era el de un hombre que se habría sentido más cómodo en el campo, comiendo una pata de pavo y limpiándose las manos en las perneras del pantalón.

– Mi mujer se quedaría patidifusa si viera lo que he hecho -manifestó.

– La mía también.

– ¿Divorciado?

– Sí. ¿Y tú?

– No. Se largó y me dejó con los chicos. ¡Qué importa! Era tonta del bote. Si ella podía cocinar, yo también puedo.

– Mi esposa era la que siempre se ocupaba de la cocina durante los primeros años de matrimonio. Después volvió a la universidad y me pidió que la ayudara con las tareas domésticas, pero yo me negué. Pensaba que era un trabajo femenino, pero lo cierto es que ahora lo encuentro divertido.

Michael no se percató de que no había hecho la menor referencia a su segunda esposa. Sólo a la primera.

Wilchefski mordisqueó un trozo de pollo y probó el puré de patatas con salsa.

– ¡Si alguno de mis colegas me toma el pelo, les serviré sus propias pelotas en salsa de queso! -exclamó.


Michael estaba asombrado de cómo el hecho de cocinar había cambiado sus hábitos. Por las tardes, al salir de la oficina, compraba carne fresca y verduras y se apresuraba a llegar a casa para prepararlas en su nueva batería de cocina. Una noche, mientras salteaba carne de ternera y champiñones, echó en la sartén un poco de vino y se deleitó con el resultado. Otra noche añadió gajos de naranja a una pechuga de pollo. Descubrió las bondades del ajo, la rapidez de las frituras, el placer de saborear los pasteles de carne y, más importante aún, la creciente satisfacción que le procuraba su forma de vida. La soltería le proporcionaba de pronto más paz que soledad, y empezó a realizar otras actividades, como leer, navegar, incluso hacer la colada en lugar de llevar la ropa sucia a la lavandería.

La primera vez que sacó una carga de ropa de la secadora y la dobló, pensó: ¡Diablos, qué sencillo es!, y se rió de sí mismo por haberse obstinado durante meses en no usar la lavadora con la excusa de que no sabía utilizarla.


No veía a Bess desde la boda de Lisa. A mediados de mayo ella lo llamó para anunciarle que ya habían llegado algunos muebles.

– ¿Exactamente cuáles?

– El sofá y las sillas del salón.

– ¿Los de cuero?

– No, ésos son para la sala de estar. Estos están tapizados en tela.

– Ah…

– También me han telefoneado del taller para informarme de que la carpintería de las ventanas ya está lista para instalar. Si te parece, podemos fijar un día para que vayan a tu apartamento.

– Claro. ¿Cuándo?

– Tendré que confirmarlo con ellos, pero sugiéreme un par de fechas y volveré a llamarte.

– ¿Es preciso que esté yo allí?

– No.

– Entonces cuando ellos decidan. Dejaré las llaves al portero.

– Perfecto…

Se produjo un breve silencio hasta que Bess volvió a hablar, esta vez con un tono más familiar.

– ¿Cómo estás, Michael?

– Muy bien. Bastante ocupado.

– Yo también.

Michael deseaba explicarle que estaba aprendiendo a cocinar, pero ¿de qué serviría? Bess había dejado bien claro que los besos que se habían prodigado tras la boda de Lisa habían sido imprudentes. No quería mantener una relación más personal con él.

Conversaron durante unos minutos sobre sus hijos, comentaron la última vez que habían visitado a Lisa y cómo le iba a Randy. Quedaba muy poco más que añadir.

– Bien, volveré a llamarte para indicarte cuándo debes dejar las llaves -dijo Bess antes de despedirse.

Cuando colgó el auricular del teléfono Michael estaba decepcionado. ¿Qué esperaba de ella? ¿Volver a verla? ¿Su aprobación por los cambios que había introducido en su vida? Comprendió que de manera inconsciente había trazado planes para verla en repetidas ocasiones, coincidir en su apartamento mientras ella supervisaba los trabajos de decoración, pero nunca había sido posible.


El día en que llevaron los primeros muebles, Michael vio al llegar a casa por la noche el sofá y las sillas del salón asentados como rocas en medio de un ancho río y un poco desamparados delante de la chimenea. Además se habían instalado persianas y galerías forradas en el salón, el comedor, la sala de estar y los dormitorios, y unos pequeños detalles sencillos en el baño y en el lavadero que le gustaron de inmediato.

Sobre el mostrador de la cocina había una nota manuscrita de Bess.

Michael:

Espero que te gusten los muebles del salón y las ventanas. He guardado los edredones en el armario de la entrada hasta que lleguen las camas. Creo que quedarán muy elegantes. El tapicero me ha informado que las sillas del dormitorio estarán listas la semana próxima. Una de las tablillas de las persianas del salón (ventana sur) tenía una mancha de hollín, de modo que me la he llevado y traeré otra nueva. Tengo las facturas de los muebles de la habitación de invitados y la salita, lo que significa que llegarán la semana próxima si todo va bien. Así pues, probablemente pronto tendré que molestarte para que me dejes entrar de nuevo. Será emocionante ver llegar todo el mobiliario. Te llamaré pronto.

BESS.

Michael se quedó con el pulgar apoyado sobre la firma, confundido por el vacío que le había provocado ver esa letra tan conocida.

Fue hasta el armario del vestíbulo y vio los edredones doblados sobre dos barras y experimentó una sensación extraña al pensar que Bess había estado allí, que se había tomado la molestia de ordenar sus cosas. Qué agradable era imaginarla en su hogar, como si lo compartieran, y qué desagradable resultaba no ser más que un cliente para ella.