De pronto la echó de menos y decidió telefonearla. Se esforzó por adoptar un tono natural.

– Hola, Bess. Soy Michael.

– ¡Michael! ¿Te gustan las ventanas?

– Me encantan.

– ¿Y los muebles?

– Son magníficos.

– ¿En serio?

– Me gustan.

– A mí también. Escucha, el resto empezará a llegar muy pronto. Hoy he recibido algunas facturas más. Ya están de camino las mesas del salón. ¿Quieres que las retenga y te entregue todo junto, o que te envíe las cosas a medida que las reciba?

A medida que las recibas, porque así tendré más oportunidades de toparme contigo, pensó Michael.

– Lo que sea más conveniente para ti.

– No, como tú prefieras; al fin y al cabo eres el cliente.

– A mí me es indiferente. Puedo indicar al portero que te deje entrar cuantas veces quieras.

– De hecho dispongo de un espacio de almacenamiento muy pequeño, y en esta época del año, después de la Navidad todos parecen llegar al mismo tiempo.

– Tráelos aquí, entonces. Estoy deseando ver mi apartamento amueblado. ¿Sabes algo del sofá de piel?

– Lo siento, no. Calculo que tardaremos un mes en recibirlo, quizá más.

– Bueno… mantenme informado.

– Por supuesto. Por cierto, Michael, si quieres puedo empezar a comprar los accesorios pequeños. Sólo necesito saber si prefieres que los elija yo o deseas echarme una mano. A algunos clientes les gusta participar en esas elecciones; otros, en cambio, prefieren que no les moleste.

– Bueno… no lo sé.

– ¿Por qué no los escojo yo? Si descubro alguna cosa que creo que puede encajar, la llevaré a tu apartamento. Si luego no te gusta, me lo dices y probaré con otra. ¿Qué te parece?

– Magnífico.

Después de esta conversación, Michael solía encontrar un par de objetos decorativos nuevos al llegar a casa: la consola del vestíbulo, las mesas del salón, un pez enorme de cerámica junto a la chimenea, un par de grabados enmarcados encima de ella (le encantó el modo en que los gansos blancos del cuadro de la derecha se convertían en una continuación de la bandada de la izquierda); una lámpara de pie, tres plantas de interior en tiestos en forma de concha marina.

A finales de mayo su divorcio de Darla se hizo efectivo, y recibió los papeles con una sensación muy parecida a la que experimentaba cuando concluía un trato comercial. Los guardó en un cajón del archivo, pensó:

¡Dios mío, por fin!, y extendió el último cheque para su abogado.

Se inscribió en un tercer curso de cocina y aprendió a elaborar menús y preparar pasteles de chocolate con crema de miel. En las clases conoció a una mujer llamada Jennifer Ayles, una cuarentona divorciada bastante atractiva, que buscaba aliviar su soledad y se había incorporado a las clases para entretener sus noches. La invitó a un concierto de Barry Manilow y ella lo convenció de que usara los palos de golf de su hijo y Michael practicó este deporte por primera vez en su vida. Después, en la casa de Jennifer, trató de besarla. La mujer se echó a llorar y dijo que todavía amaba a su esposo, que la había dejado por otra. Terminaron hablando de sus respectivos ex, y él admitió que todavía quería a Bess, pero que ella no le correspondía y que le había advertido que no intentara volver a su lado.

Compró una mesa de jardín y comenzó a cenar en la terraza con vistas al lago.

Un día, al regresar de la oficina, encontró en el centro de la galería un falso pedestal con una nota: «¿Estás seguro de que quieres que elija una escultura para colocarla aquí? Creo que deberías ser tú quien la escogiera. Dime algo.»

Tras leerla, dejó un mensaje a Heather en Lirio Azul.

– Di a Bess que me encargaré de buscar la escultura.

En otra oportunidad, Bess le dejó un recado en el contestador: «Compra sábanas nuevas, Michael. ¡La cama ya ha llegado! Te la entregaremos mañana.» Adquirió unas sábanas de primera calidad. Y por primera vez desde que se había separado de Darla durmió en un dormitorio completamente decorado.

Por fin, hacia finales de junio, recibió el mensaje que había estado esperando.

«Michael, soy Bess. Es lunes, son las nueve menos cuarto de la mañana. Sólo quería anunciarte que la mesa de comedor ya está aquí y el sofá de piel ya está en camino.»

Al día siguiente regresó a casa a las cuatro de la tarde y encontró a Bess en el comedor, ocupada en quitar de las sillas tapizadas la envoltura de plástico. Una mesa nueva con superficie de vidrio ahumado descansaba debajo de la araña, que estaba encendida a pesar de la brillante luz que entraba por las ventanas.

Se detuvo en el umbral con cierta turbación.

– Hola…

Era la primera vez que la veía desde la boda de Lisa. Bess, que estaba de rodillas junto a una silla quitando unos ganchos de las cuatro patas con un destornillador, levantó la cabeza y se echó hacia atrás el pelo que le tapaba los ojos.

– ¡Michael! -exclamó con sorpresa-. No sabía que vendrías tan temprano.

Él entró con paso lento y arrojó las llaves sobre la mesa lateral del sofá, en la que reposaba un arreglo de flores de seda color crema metidas en un jarrón lleno de bolitas de mármol que no estaban allí por la mañana.

– Por lo general llego más tarde, pero estaba cerca, en Marine, y decidí no volver a la oficina. ¿Qué tal quedan las sillas? -preguntó.

– Bastante bien. -Bess ya había retirado la envoltura de dos de ellas.

Michael se quitó la chaqueta, la dejó sobre el sofá y se dirigió a una de las puertas correderas de vidrio.

– Hace mucho calor aquí. ¿Por qué no has abierto las puertas?

– No se me ha ocurrido.

Michael subió las persianas y abrió las dos puertas que daban al salón. Entró una ráfaga de aire estival que hizo oscilar las hojas de las plantas.

Michael se acercó a Bess.

– Oh, no. Es mi trabajo. Además, llevas puesta la ropa de calle.

– Tú también.

Bess lucía un elegante vestido amarillo de verano. La chaqueta del conjunto estaba doblada sobre el respaldo del sofá, junto a la americana de Michael.

– Dame -indicó Michael al tiempo que le quitaba las herramientas. Se arrodilló y empezó a retirar los ganchos restantes.

Bess se miró las manos y las frotó.

– Gracias.

Michael señaló con la cabeza hacia el ramo de flores de seda.

– Hay algo nuevo ahí.

Bess se puso en pie, y Michael reparó en sus zapatos de piel negra y aspiró la familiar fragancia de rosas.

– Quería un arreglo sencillo -explicó ella-, de flores muy pequeñas, pues resulta un poco más masculino.

– Es muy bonito. Si alguna vez estoy aburrido, me entretendré lanzando bolitas de mármol.

Bess rió mientras examinaba una de las sillas desenvueltas, que tenía un sólido respaldo tapizado con un estampado en tonos malva y gris.

– ¡Son muy elegantes! ¡Michael, el apartamento está quedando precioso! ¿Estás satisfecho o hay algo que no te gusta?

– Me gusta todo. No hay duda de que conoces bien tu oficio.

Michael arrancó todos los ganchos de la silla y la puso derecha. Bess colocó patas arriba otra que había de desenvolver mientras él se aflojaba el nudo de la corbata y se desabotonaba el cuello de la camisa.

– Estás bronceada -comentó al tiempo que se disponía a reanudar su tarea.

Ella extendió un brazo y se lo miró.

– Hum… un poco.

– ¿Cómo lo has conseguido?

Michael le lanzó una mirada fugaz; en todos sus años de casados, ella nunca había tomado el sol.

– Heather me regañó por trabajar demasiado, de modo que un par de veces a la semana me tiendo durante unas dos horas en el patio posterior. Tengo que admitir que es un verdadero placer. Ahora me arrepiento de no haber aprovechado ese espacio durante los años que estuvimos…, que he vivido en esa casa. La vista desde allí es magnífica.

– Últimamente yo también utilizo más mi terraza -explicó Michael mientras señalaba con la cabeza las puertas correderas-. He comprado una mesa de jardín y por las noches me siento fuera y disfruto de la vista de los veleros, cuando no estoy en uno.

– ¿Sales a navegar?

– Un poco, y en ocasiones también voy a pescar.

– Nos hemos vuelto más tranquilos, ¿eh, Michael?

Él la miró y advirtió que lo observaba con una expresión dulce en los ojos.

– A nuestra edad nos lo merecemos.

Se miraron fijamente durante unos segundos. Se oyó el zumbido de un cortacésped procedente del exterior y entró la fragancia de la hierba recién cortada, junto con una brisa suave que agitó las páginas de un diario sobre el sofá. En el parque de la casa vecina unos niños jugaban.

Mientras observaba a Michael, Bess notó el despertar de sensaciones que había experimentado años atrás. Imaginó que eran Lisa y Randy los chiquillos que gritaban fuera, y que ella y Michael pensaban: Vamos, aprovechemos que los chicos están entretenidos con sus juegos. Algunas veces había sucedido así. El intenso calor estival, la urgente pasión, la precipitación para quitarse la ropa, los faldones de la camisa que les molestaban en medio del acto sexual y les provocaban la risa, la prisa por temor a que sus hijos aparecieran en la cocina antes de que hubieran terminado…

Mientras daba rienda suelta a sus fantasías, seguía observando a Michael, tan atractivo con el cuello de la camisa abierto, sus ojos color avellana, que la miraban de hito en hito, y supuso que probablemente albergaba los mismos pensamientos que ella.

Bess fue la primera en bajar la vista.

– Hoy he hablado con Lisa.

Así rompió el hechizo. Continuó hablando mientras los dos se esforzaban por serenarse.

Michael terminó de desembalar las sillas, y Bess se ocupó de doblar los plásticos. Cuando todas las piezas estuvieron en su lugar, cada uno se colocó en un extremo de la mesa y admiraron el comedor. Bess reparó en las marcas de dedos que había en el borde del vidrio.

– ¿Tienes un limpiacristales? -inquirió.

– No.

– Supongo que es inútil preguntar si tienes vinagre.

– De eso sí tengo.

Bess lo miró con sorpresa, y Michael se sintió complacido mientras se dirigía a la cocina para buscarlo. Junto con el vinagre llevó también un paño azul y blanco y un rollo de papel de cocina.

– Tienes que mezclarlo con agua, Michael -indicó Bess cuando regresó.

Salió del comedor una vez más y volvió un minuto más tarde con un tazón azul lleno de vinagre diluido en agua. Ella tendió la mano, y Michael la detuvo.

– Déjame a mí.

Bess observó cómo limpiaba el vidrio de la mesa nueva, cómo se agachaba para frotar una mancha rebelde; los músculos se le tensaban bajo la camisa y la luz de la araña jugueteaba con sus cabellos.

Cuando terminó, volvió a la cocina para dejar el tazón, y Bess depositó en el centro de la mesa larga el jarrón con las flores de seda que había estado junto al sofá. Los dos examinaron el comedor una vez más e intercambiaron miradas de aprobación.

– Sólo falta una estera de rafia -comentó Bess. Al advertir que él la miraba con asombro preguntó-: ¿Te gustan?

– ¿Qué es la rafia?

– Fibra seca de palmeras… Dará un toque oriental.

– Sí, claro.

– Escogeré una y la traeré la próxima vez que venga.

– ¡Fantástico!

No había nada más que hacer y Bess no tenía ninguna excusa para permanecer allí.

– Bueno… -Alzó los hombros y se dirigió hacia donde estaba su chaqueta-. Ya hemos acabado. Debo regresar a casa.

Michael cogió la chaqueta del sofá y la sostuvo. Bess se la puso, se ahuecó la melena, recogió el bolso de piel negro y se lo colgó del hombro. Cuando se dio la vuelta, él estaba muy cerca, con las manos en los bolsillos del pantalón.

– ¿Quieres cenar conmigo el sábado por la noche?

– ¿Yo? -preguntó Bess con los ojos como platos y una mano en el pecho.

– Sí, tú.

– ¿Por qué?

– ¿Por qué no?

– Creo que no deberíamos, Michael. Dudo de que sea sensato.

– ¿En qué pensabas hace un rato?

– ¿Cuándo?

– Tú sabes cuándo.

– No sé a qué te refieres.

– Eres una mentirosa.

– Tengo que irme -repitió Bess.

– ¿O huir?

– No seas ridículo.

– ¿Qué hay del sábado por la noche?

– Te he dicho que no creo que debamos…

Michael sonrió con satisfacción.

– Te perderás la gran oportunidad de tu vida. Cocino yo.

– ¿Tú?

A Michael le complació su expresión de asombro. Se encogió de hombros y levantó las manos.

– He aprendido.

Bess se había quedado sin habla.

– Así estrenaremos la mesa -añadió él-. ¿Qué te parece?

Bess se percató de que tenía la boca abierta y la cerró.

– Debo reconocer que no dejas de sorprenderme, Michael.

– ¿A las seis y media? -preguntó él.

– De acuerdo -contestó con un mohín-. Deseo comprobar si es cierto.