– ¿Vendrás en tu coche?
– Claro. Si tú sabes cocinar yo sé conducir.
– Bien. Nos veremos el sábado.
La acompañó hasta la puerta, la abrió, apoyó un hombro contra el marco y la observó mientras pulsaba el botón del ascensor. Cuando llegó, Bess se dispuso a entrar en él, cambió de idea, mantuvo la puerta abierta con una mano y se volvió hacia Michael.
– No me habrás mentido, ¿verdad? ¿Es cierto que sabes cocinar?
Michael soltó una carcajada.
– Espera hasta el sábado y lo verás -respondió.
Sin añadir nada más, entró en el apartamento y cerró la puerta.
Capítulo 14
El sofá de piel llegó el viernes, y Bess movió cielo y tierra para encontrar una empresa de transportes que lo llevara al apartamento de Michael el sábado por la mañana. Deseaba verlo allí cuando fuera por la noche, sentarse en él con Michael. Estaba tan entusiasmada como si le perteneciera.
Decidió que para esa cita no necesitaba acicalarse demasiado, de modo que se puso unos pantalones blancos y un jersey de manga corta de algodón azul tornasolado con una sencilla cadena al cuello y unos pequeños pendientes de oro. Se había cortado el pelo, pero eso había ocurrido antes de que Michael la invitara. Se arregló las uñas, pero eso lo hacía dos veces por semana. Se echó perfume, como de costumbre, y se depiló las piernas, pero sólo porque lo necesitaban.
Sin embargo no pudo resistir la tentación de ponerse un nuevo conjunto de lencería que se había comprado el día anterior cuando, «por pura casualidad», pasó por la boutique Victoria’s Secret. Era de encaje azul, con un escote muy pronunciado en el sujetador y unas braguitas minúsculas.
Se lo puso, se miró en el espejo y pensó: ¡Qué ridículo! Se lo quitó. Lo reemplazó por uno más sencillo de color blanco. Profirió una maldición y volvió a enfundarse el de encaje. Hizo una mueca al ver la imagen reflejada en el espejo. ¿Quieres liarte con un hombre con quien ya has fracasado una vez?, se preguntó. Poner, quitar, poner, quitar… Tres veces, antes de decidirse por el conjunto azul.
Michael había confiado en el buen criterio de Sylvia Radway.
«Quiero impresionar a una mujer -le había explicado-. Voy a cocinar para ella por primera vez y quiero dejarla pasmada. ¿Qué debo hacer?»
La mujer le aconsejó que vistiera la mesa con un par de candelabros con velas azules, un centro de rosas blancas y lirios azules, manteles individuales y servilletas de lino, copas de pie alto y champán Pouilly-Fuissé helado.
A las seis menos diez de la tarde del sábado Michael examinaba con nerviosismo todos los detalles de la mesa.
Tus intenciones son demasiado evidentes, Curran, se dijo. Sin embargo, deseaba dejarla anonadada. ¿Qué había de malo en ello? Los dos eran libres, no mantenían ninguna relación. Había dispuesto las rosas en el centro y atado las servilletas alrededor del pie de las copas tal como le había enseñado Sylvia, quien aseguraba que las mujeres apreciaban detalles como ése. No obstante, mientras contemplaba la mesa, Michael se planteó la posibilidad de que la cena terminara en fracaso y supuso que Bess regresaría a su coche sin brindarle la oportunidad de actuar como un galán.
Consultó el reloj y entró en el cuarto de baño a toda prisa para ducharse y cambiarse de ropa.
Como consideraba que se había excedido en la decoración de la mesa, decidió vestirse con ropa informal; se puso unos tejanos blancos, una camiseta de cuadros grandes y un par de mocasines blancos sin calcetines; una pulsera de oro, un poco de brillantina en el pelo, y un toque de colonia; nada fuera de lo habitual.
Esto se decía mientras se pasaba un peine por las cejas, secaba hasta la última gota de agua del lavabo, guardaba las prendas que se había quitado, alisaba el edredón, limpiaba el polvo de los muebles con las manos, bajaba las persianas y dejaba encendida la lámpara de la mesita de noche antes de abandonar la habitación.
El timbre del interfono sonó a las seis y media.
– ¿Eres tú, Bess?
– Sí.
– Enseguida bajo.
Dejó abierta la puerta del apartamento y bajó en el ascensor. Ella lo esperaba ante la puerta de éste, vestida con la misma informalidad bien estudiada que él.
– No era necesario que bajaras. Conozco el camino.
– Cuestión de buena educación -repuso él sonriente.
Bess entró en la cabina y él la miró por el rabillo del ojo.
– Bonita noche, ¿eh? -comentó.
Ella lo miró con recelo.
– Sí, lo es.
En el apartamento, la corriente de aire que penetraba por todas las puertas abiertas convertía el vestíbulo en un túnel de viento, que llevó hasta Michael el olor del perfume de rosas de Bess. Cerró la puerta y el viento cesó de inmediato. Ella lo precedió a través del vestíbulo hasta la galería, donde se detuvo.
– ¿Todavia no has encontrado nada para el pedestal? -preguntó.
– No he tenido tiempo de buscar.
– En Minneapolis, cerca de France Avenue, hay una tienda llamada Estelle’s, donde venden piezas de cristal y bronce repujado. Tal vez haya algo que te guste.
– Lo tendré presente. Ven.
Se adelantó y la guió hacia la cocina y la salita de estar contigua y se detuvo en el vano de la puerta para bloquearle la vista. Volvió la cabeza y la miró por encima del hombro.
– ¿Estas preparada para ver el sofá? -preguntó.
– Sí, por favor -exclamó ella con impaciencia.
Bess le propinó ligeros codazos en la espalda mientras él, con ambas manos en el marco de la puerta, le cerraba el paso.
– ¡Vamos! En realidad te da lo mismo verlo, ¿verdad?
– ¡Michael! -vociferó ella después de asestarle un par de puñetazos-. ¡Me muero de ganas por ver cómo queda! ¡Percibo su olor desde aquí!
– Creía que te desagradaba el olor de la piel.
– Y es así, pero esto es diferente.
Lo empujó otra vez y él se apartó por fin. Ella fue directamente al sofá, cinco secciones de finísima piel que se extendían a lo largo de una pared, con curvas en los rincones, y estaban de cara a la nueva sala de televisión. Se dejó caer en el centro, y los blandos almohadones se alzaron para envolverla como una caricia.
– ¡Qué delicia! ¿Te gusta?
Michael tomó asiento en un extremo.
– ¿Le gusta un Porsche a un hombre? ¿Una entrada en primera fila para un partido importante? ¿Una cerveza helada en un día de calor?
– Humm… -Bess cerró los ojos por un instante-. Te confesaré algo. Nunca había vendido un sofá como éste.
– ¡Eres una farsante! Pensaba que sabías de qué estabas hablando.
– Lo sabía, pero no lo había «experimentado».
Se puso en pie de un salto y observó el sofá.
– No tuve oportunidad de echarle una mirada antes de que lo enviaran. ¿Está todo bien? ¿Ningún rasguño? ¿Ninguna marca? ¿Nada?
– No he visto nada; claro que no he tenido mucho tiempo para fijarme.
Bess examinó cada costura, cada ribete. Cuando terminó la inspección, se detuvo con las manos en las caderas.
– Lo cierto es que apesta.
Arrellanado y con los brazos extendidos sobre el respaldo, Michael soltó una carcajada.
– ¿Cómo puedes decir eso de un sofá que vale ocho mil dólares?
– Soy realista, nada más. Bien, ¿te han gustado los muebles del comedor?
Se dirigió hacia la puerta que conducía al comedor, mientras él permanecía sentado esperando su reacción.
Al ver la mesa Bess se quedó petrificada. La miró con expresión absorta mientras Michael admiraba su trasero:
– ¡Vaya, Michael! ¡Dios mío…!
Él se levantó por fin y se situó detrás de ella.
– Te invité a cenar, ¿lo recuerdas?
– Sí, pero… una mesa tan elegante… -dijo con incredulidad-. ¿Todo esto lo has preparado tú?
– Sí, con un poco de asesoramiento.
– ¿De quién? -preguntó Bess al tiempo que avanzaba un par de pasos hacia la mesa.
– De una dama que dirige una escuela de cocina.
Bess lo miró con la boca abierta.
– ¿Vas a una escuela de cocina?
– Sí, así es.
– Caramba, Michael, me dejas perpleja… Todo esto… Las rosas, los lirios azules…
Michael recordó que Bess asociaba los lirios azules con su abuela. Con los labios cerrados y expresión pensativa, Bess admiró las flores, los manteles individuales, las copas de cristal.
– ¿Te sirvo un poco de vino, Bess?
– Sí, por favor… -balbuceó.
– Enseguida vuelvo.
En la cocina Michael echó un vistazo al jamón que se asaba en el horno, puso a cocer la olla con las patatas coloradas, levantó la tapa del recipiente que contenía los espárragos frescos, introdujo la crema de queso en el microondas y consultó durante cuánto tiempo debía mantenerla en él. Por último descorchó la botella de vino.
Al volver al comedor, encontró a Bess de pie ante la puerta corredera, embelesada con el panorama que se extendía enfrente, mientras la brisa hacía ondear su cabello. Al reparar en su presencia volvió la cabeza y él le entregó una copa.
– Gracias.
– ¿Vamos fuera? -sugirió Michael.
– Humm…
Bess tomó un trago mientras él abría la puerta y esperaba a que saliera a la terraza.
Se sentaron a la pequeña mesa blanca, en unas sillas acolchadas dispuestas de cara al lago. El escenario era encantador, el atardecer claro, pero de pronto ambos habían enmudecido. Todo había cambiado después de que Bess hubiera visto la mesa del comedor. No había duda de que ésa era una tentativa de comenzar de nuevo su relación. Se sentían incapaces de entablar conversación después del diálogo fluido que habían mantenido al llegar ella. Contemplaron los veleros que surcaban con lentitud el lago, los árboles de la isla Manitou. Escucharon el sonido de las olas al chocar contra la orilla, el susurro de las hojas de los álamos. Percibieron el calor del verano sobre la piel y aspiraron el olor de una parrillada que alguien preparaba cerca y el de su propia cena.
Eran conscientes de que todo había cambiado, y por ello no sabían cómo actuar.
Por fin Bess rompió el silencio.
– ¿Cuándo te matriculaste en el curso de cocina?
– Empecé en abril y ya he asistido a nueve clases.
– ¿Dónde?
– En Victoria Crossing, en un lugar llamado Cooks of Crocus Hill. Tengo un proyecto en marcha allí y por pura casualidad conocí a la mujer que dirige la escuela.
– Es extraño que Lisa no lo haya mencionado.
– No se lo comenté.
Michael había planeado todos los detalles de esa velada con el fin de impresionar a Bess. Sin embargo, ahora que por fin había llegado, no se sentía tan satisfecho como había supuesto.
– Esa mujer… -murmuró Bess con la vista clavada en su copa-, ¿hay algo entre tú y ella?
– En absoluto.
Su respuesta operó un cambio muy sutil en Bess, que él notó en el débil relajamiento de sus hombros y de sus labios al tomar un trago de vino. Michael apoyó los pies cruzados sobre la barandilla de la terraza.
– Últimamente trato de aprovechar el tiempo y entretenerme -reconoció.
– ¿Cocinando? -preguntó ella.
– Sí, y también leyendo, navegando, yendo al cine. Supongo que he llegado a la conclusión de que no siempre puedes contar con alguien que te ayude a paliar la soledad. Es uno mismo quien tiene que hacer algo al respecto.
– ¿Y te da resultado?
– Sí. Soy más feliz de lo que he sido en años.
Bess lo observó mientras él esbozaba una leve son risa.
– Es probable que no lo creas, Bess, pero… -añadió al tiempo que la miraba a los ojos-, hasta me ocupo de lavar la ropa.
Contra lo que esperaba, ella no se burló.
– Eso es maravilloso, Michael. Has madurado, no cabe duda.
– Sí, bueno… Los tiempos cambian, y es preciso adaptarse a ellos.
– A los hombres les cuesta, sobre todo a aquellos cuyas madres, como la tuya, asumían el papel de ama de casa tradicional. Tú eres de la generación que quedó atrapada en medio del fuego cruzado. A los jóvenes como Mark les resulta más fácil, pues han crecido en hogares de clase media, con madres que trabajan y una línea divisoria más borrosa entre las obligaciones de los sexos.
– Nunca supuse que pudieran gustarme las tareas domésticas, pero he descubierto que no son tan desagradables. Debo admitir que cocinar me entusiasma. -Consultó el reloj y bajó las piernas de la baranda-. Por cierto, tengo que hacer algunas cosas. ¿Por qué no te quedas aquí un rato? ¿Más vino?
– No, gracias. Me he propuesto beber con moderación esta noche. Además, la vista desde aquí basta para levantar el espíritu.
Michael sonrió y se fue.
Bess permaneció inmóvil, atenta a los ruidos que le llegaban desde la cocina (el chasquido de tapas de ollas, el timbre del horno microondas, el agua que corría) preguntándose qué estaría haciendo Michael. El sol descendió sobre el horizonte y el lago pareció más azul. El cielo se tiñó de púrpura en el este. Más allá, en las playas públicas, la gente enrollaba las toallas para encaminarse hacia sus casas. Los veleros empezaron a desaparecer de la superficie del agua. La bucólica llegada de la noche, unida al vino y a la sensación de que disminuía la fricción entre ella y Michael, le provocó una agradable serenidad. Apoyó la cabeza contra la pared como si tomara sol.
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