Al cabo de cinco minutos cogió la copa de vino vacía, se dirigió a la cocina y se recostó contra el marco de la puerta. Michael había puesto un disco de música New age y en esos momentos vertía queso parmesano en un tazón, con un paño azul y blanco sobre el hombro izquierdo. La imagen que ofrecía era tan inesperada que Bess se estremeció, como si acabara de descubrir un atractivo desconocido en él.

– ¿Puedo ayudarte en algo?

Michael miró en derredor y sonrió.

– No, nada. Todo está bajo control… -respondió con una risa nerviosa-. Al menos eso creo…

Batió un huevo y a continuación abrió la nevera, de la que sacó una ensaladera llena de lechuga.

– ¿Ensalada César?

– Aprendí a prepararla en la segunda lección -explicó él con una sonrisa de satisfacción. Bess arqueó una ceja.

– ¿Os pasáis recetas? -preguntó Bess en son de broma.

– Oye, me pone nervioso que estés ahí, mirándome. Si quieres hacer algo, enciende las velas.

– ¿Dónde tienes los fósforos? -inquirió ella apartándose de la puerta.

– ¡Demonios!

Buscó en cuatro cajones de la cocina sin encontrarlos, escarbó en otro y destapó una olla antes de dirigirse a grandes zancadas a su estudio. Como tampoco los halló allí, regresó a la cocina.

– ¿Te importaría mirar en los bolsillos de mis trajes? -pidió-. A veces me guardo las cerillas que dan en los restaurantes. Debo sacar la verdura de la olla.

– ¿Dónde los guardas?

– En el armario del dormitorio principal.

Bess entró en la habitación y la encontró limpia y ordenada. La lámpara de la mesita arrojaba una luz tenue, la cama estaba bien hecha. Los elementos decorativos que ella había elegido combinaban de manera armoniosa: el papel pintado, las persianas, el edredón, el juego de sillas, los grabados, el jarrón. Los muebles eran de un negro brillante, lustroso. A ella le gustaba en particular el galán de noche, que tenía la forma de una marquesina de teatro de los años treinta. Junto a la cama, la portada de la revista Hunting mostraba un venado con las astas envueltas en terciopelo. Encima de la cómoda vio la billetera de Michael, monedas, una tarjeta de visita, un bolígrafo. Aunque había decorado la estancia y la había visitado innumerables veces, ahora al ver los objetos personales de Michael se sintió como una intrusa.

Abrió el ropero y encendió la luz interior. Olía a colonia inglesa y a él, una mezcla que le hizo sentir nostalgia. Las camisas colgaban de una barra, los vaqueros de otra, y los trajes de una tercera. En la parte inferior descansaba una hilera de zapatos, junto con unas zapatillas Reebok con unos calcetines blancos de algodón, ya usados, dentro. De la puerta colgaba una percha para las corbatas; una se había deslizado y estaba en el suelo. Bess la cogió y la colgó con las otras; una reacción propia de una esposa que se reprochó de inmediato. Se volvió para asegurarse de que Michael no la miraba. No estaba, por supuesto, y se sintió tonta.

Buscar en los bolsillos de sus chaquetas parecía una indiscreción. En uno encontró la mitad de una entrada de cine; en otro, un mondadientes usado; en un tercero, un anuncio recortado de un diario en el que se ofrecía en venta un terreno.

Por fin halló una caja de fósforos y se alejó del armario como si acabara de ver una película pornográfica dentro de él.

Cuando volvió al comedor, las copas de vino ya estaban llenas, y las ensaladeras individuales sobre la mesa. Encendió las velas azules cuando él entraba con dos platos.

– Siéntate… Ahí -indicó.

Una vez que estuvo sentada, Michael puso delante de ella un plato de jamón asado, patatas con perejil y espárragos en salsa de queso. Bess se quedó sin habla al verlo, y él tomó asiento en el extremo opuesto de la mesa.

– ¡Parece mentira! -exclamó ella sin apartar la vista de la obra de arte que él había preparado.

Michael se echó a reír.

Bess alzó la mirada y ladeó la cabeza para ver a Michael, cuya cara le tapaban las velas y un lirio.

– ¿Quién ha cocinado todo esto?

– Sabía que lo preguntarías.

– Es lógico, Michael. Cuando vivíamos juntos, tu idea sobre una comida de tres platos consistía en patatas fritas, alguna salsa y una coca-cola. ¡Esto es increíble!

– Adelante, pruébalo.

Bess desató su servilleta del pie de la copa de vino, la extendió sobre su regazo y cató los espárragos, en tanto que él la observaba con el tenedor y el cuchillo en la mano, a la espera de su reacción.

– Mmmm… ¡Fantástico!

Michael se sintió como si acabara de conseguir un empleo de cocinero jefe en un gran hotel.

– No sé cómo has preparado el jamón, pero está delicioso -comentó ella.

Michael la miraba por encima del centro de mesa. De pronto dejó los cubiertos sobre el plato.

– ¡Caramba, Bess! Me siento como si estuviera en una cena de la serie Dallas. Voy a sentarme a tu lado.

Tomó la copa de vino con una mano y con la otra arrastró el mantel individual con el plato hasta el extremo opuesto de la mesa, donde tomó asiento en ángulo recto con ella.

– Así está mejor. Ahora empecemos la cena como corresponde.

Levantó la copa, y ella lo imitó.

– Por… -Pensó un instante-. Por el pasado… y para olvidar lo pasado.

– Por el pasado -repitió ella.

Brindaron mientras se miraban fijamente. Después, con los labios todavía húmedos, siguieron absortos el uno en el otro hasta que, en una actitud sensata, Michael rompió el hechizo.

– Bueno, prueba la ensalada -sugirió. Ella prodigaba los elogios, y él rebosaba de orgullo.

Hablaron de diversos temas. Él le contó lo ocurrido en la reunión con la Asociación de Ciudadanos y sus proyectos para la esquina de Victoria y Grand. Ella le habló de la Sociedad Americana de Diseñadores de Interiores y de su esperanza de que aprobaran la legislación que exigía licencia para ejercer y prohibía a los intrusos sin titulación trabajar en ese ámbito.

– ¡Espera! -interrumpió Michael-. Me has convertido en un firme defensor de los diseñadores de interiores.

– Entonces ¿estás satisfecho?

– Por completo.

– Yo también -afirmó Bess, que acto seguido propuso un brindis-. Por nuestra amistosa asociación comercial y por sus más que exitosos resultados.

– Y por el apartamento… que has transformado en un verdadero hogar -agregó Michael.

Bebieron y siguieron charlando después de haber acabado de cenar. Había anochecido, y sólo les alumbraba la llama de las velas. La fragancia de las rosas parecía intensificarse en el aire húmedo de la noche. Fuera, los chillidos de las gaviotas se apagaban a medida que se imponía el canto de los grillos. Bess se quitó los zapatos mientras ambos jugueteaban con sus copas de vino.

– Desde que nos divorciamos he ansiado volver a vivir en nuestra casa de Stillwater -reconoció Michael-. Ahora, por primera vez, ya no es así y me parece magnífico. Este lugar me satisface plenamente. No siento ningún deseo de salir. Te diré algo más.

Bess se enderezó y apoyó el mentón en un puño.

– ¿Qué?

– Cuando compré este piso, logré alejar de mí la sensación de que me habían arrebatado algo al quedarte tú con la casa.

– ¿De verdad pensabas eso?

– Sí… algo parecido. ¿Tú no hubieras sentido lo mismo?

– Supongo que sí -respondió Bess después de pensarlo un instante.

– Con Darla fue diferente. Me mudé a su apartamento, de manera que nunca lo sentí como «nuestro». Todo lo que había en él era suyo y, cuando me fui, consideré que le dejaba lo que le pertenecía por legítimo derecho. Yo sólo… -titubeó y se encogió de hombros-. Me marché y en cierto modo me sentí aliviado.

– ¿En serio fue tan sencillo?

– Sí.

– ¿A ella le ocurrió lo mismo?

– Creo que sí.

– Hummm…

Reflexionaron sobre esa situación y la compararon con su divorcio, con toda la amargura y el resentimiento que había provocado.

– Muy diferente de lo que nos sucedió a nosotros -comentó Bess.

Michael hizo girar su copa y alzó la mirada hacia Bess.

– Es mejor no pensar en ello.

– ¿Por qué crees que los dos fuimos tan rencorosos? -preguntó ella al recordar las palabras de su madre.

– No lo sé.

– Sería interesante oír la opinión de un psicólogo al respecto.

– Sólo sé que, cuando esta vez recibí los papeles del divorcio, los guardé en el fondo de un cajón y pensé: Ya está, asunto concluido.

Bess sintió un placentero estremecimiento y abrió los ojos como platos.

– ¿Ya los has recibido? Quiero decir… ¿Es definitivo?

– Sí.

– Ha sido muy rápido.

– Así es cuando se trata de un divorcio de mutuo acuerdo.

Por un minuto se miraron de hito en hito al tiempo que se esforzaban por impedir que la libertad de ambos les nublara el entendimiento.

Michael reaccionó y se levantó de la mesa.

– ¡Bien! Me gustaría decir que he preparado un postre magnífico, pero no lo he hecho. Pensé que sería abusar de mi suerte, de modo que compré una tarta de crema de menta y chocolate. -Quitó los platos de la mesa y agregó-: Vuelvo en un minuto. ¿Café?

– Sí, por favor, pero no creo que mi estómago admita el postre.

– ¡Oh, vamos, Bess! -Entró en la cocina y exclamó-: Compláceme. No son más que… ¡diablos!, unas ochocientas calorías en un trozo.

Volvió con dos platos con sendas porciones de la combinación gastronómica más pecaminosa. A Bess se le hacía agua la boca de sólo mirarla mientras Michael iba en busca de la cafetera.

Todavía titubeaba cuando él volvió a sentarse y comió un pedazo de tarta.

– ¡Maldito seas, Michael! -exclamó.

– Oh, vamos, date el gusto.

– ¿Puedo decirte algo? -Bess lo miraba ceñuda.

– ¿Qué?

– ¿Algo que me ha irritado durante seis, casi siete años ahora? ¿Algo que me dijiste poco antes de nuestro divorcio y que me ha quemado desde entonces?

Michael dejó el tenedor sobre el plato, inquieto por su repentino cambio de humor.

– ¿Qué dije?

– Dijiste que había dejado de cuidarme. Sugeriste que estaba gorda y nunca me arreglaba, que sólo usaba vaqueros y cazadoras. Peso cinco kilos de más, pero es como si fuesen diez. Si como un dulce, me reprocho por mi glotonería. Por muy bien que me vista o me peine, sigo siendo muy crítica conmigo misma, y en todos estos años jamás me he atrevido a volver a ponerme un par de vaqueros, por mucho que lo haya deseado. ¡Ya está, ya me he desahogado! ¡A ver si me siento mejor!

Él la miró con los ojos desorbitados de asombro.

– ¿Yo dije eso?

– ¿No te acuerdas?

– No.

– ¡Dios mío! -Se cubrió la cara con las manos y echó hacia atrás la cabeza- ¿Me he pasado seis años obsesionada por mejorar mi apariencia y tú ni siquiera recuerdas el comentario?

– No, Bess; no lo recuerdo, pero si lo hice, te pido perdón.

– ¡Mierda!

Bess miraba el postre con tristeza mientras se golpeaba la barbilla con el puño.

– ¿Y ahora qué hago con esto?

– Comerlo -respondió él-, y mañana te compras un par de vaqueros.

Ella lo miró e hizo un puchero.

– ¡Curran, si supieras todas las calamidades que me has hecho pasar!

– Te repito que lo siento. Además, tienes una bonita figura, Bess, créeme. ¡Come esa maldita tarta!

Ella lo miró con expresión divertida y vio que Michael sonreía. Se echaron a reír y luego dieron cuenta del postre. Bess se sentía tan bien que en cierto momento se estiró para limpiarle la comisura de la boca con la servilleta.

Cuando hubieron terminado, se arrellanaron en la silla, se frotaron el estómago con satisfacción y probaron el café.

Al primer sorbo, Bess observó con asombro el contenido de su taza.

– ¿Qué es esto? Sabe a frambuesa.

– Frambuesa al chocolate. Lo vende Sylvia en su negocio. Asegura que queda muy bien con el postre e impresiona a cualquier mujer.

– Entonces ¿has organizado todo esto para impresionarme, Michael?

– ¿No es evidente?

Recogió los platos del postre y los llevó a la cocina. Bess vació la taza de un trago y lo siguió. Michael enjuagaba los platos y los introducía en el lavavajillas. Bess dejó las tazas junto a él.

– Esta noche hemos ganado mucho terreno.

Michael continuó con su tarea, sin mirarla.

– Como dijiste antes, he madurado.

Bess enjuagó las tazas y se las pasó a Michael. Luego limpió el mostrador mientras él colocaba una fuente en el lavavajillas.

– Creo que nos convendría caminar un rato. ¿Qué te parece si damos un paseo por la orilla del lago? -propuso Michael.

Se secó las manos con un paño que luego entregó a Bess.

– De acuerdo -respondió ella.

Sin embargo ninguno se movió. Permanecieron apoyados contra el mostrador, mirándose, conscientes de que estaban representando la danza del apareamiento. Conocían el desenlace pero, cuando llegó el momento de acercarse y llevar la danza a su conclusión lógica, los dos se echaron atrás. Ya se habían amado una vez y habían fracasado, por lo que les aterrorizaba repetir su error.