Caminaron hasta la playa pública sin apenas hablar. Michael arrojó una piedra sobre el reflejo de la luna en el agua, lo distorsionó y esperó a que recuperara su forma original. Oyeron las suaves lengüetadas de las olas en la playa, olieron el sabor a madera mojada del muelle cercano y notaron cómo la arena se cerraba alrededor de sus zapatos y los hacía arraigar.

Se detuvieron y quedaron parados a considerable distancia uno del otro. Se miraron con indecisión, anhelo y temor. Una vez más contemplaron el lago y, al cabo de un rato, emprendieron el regreso. Entraron en el edificio y subieron al segundo piso en el ascensor sin cruzar palabra. Ya en el apartamento, Michael fue al baño en tanto que Bess se dirigía a la salita de estar y se tendía de espaldas en el sofá, con la vista clavada en el techo.

Puedo quedarme o irme, arriesgarme o ser cauta, pensó.

Michael entró en la sala, la atravesó y se detuvo a unos pasos de ella, con las manos en los bolsillos traseros del pantalón. Permaneció inmóvil unos instantes, mirándola con actitud reflexiva.

Bess se incorporó. Michael sacó las manos de los bolsillos y caminó hacia ella con expresión muy seria.

– Me gustabas más acostada.

La cogió de los hombros y la empujó contra la suave piel. A continuación se tendió a su lado y la besó con dulzura.

– No estoy seguro de que esto sea lo correcto -dijo él con voz ronca.

– Yo tampoco.

– Lo he deseado durante toda la noche.

– ¿Sólo esta noche? Yo lo he deseado durante semanas.

Michael volvió a besarla como si quisiera convencer a ambos de que era lo correcto. Cuando sus labios se separaron, se abrazaron como dos viejos amigos que necesitan tiempo antes de dar un paso más.

– ¿En qué piensas? -preguntó él.

– Me siento muy bien contigo.

– Oh, yo también.

Se besaron de nuevo, esta vez con pasión y premura. Entregados a las caricias, el beso se llenó de lujuria y por fin dieron rienda suelta a su deseo y rechazaron toda moderación. Suspiraban de placer mientras el pasado y el presente se fundían, y pronto quedaron atrapados en un torbellino de concupiscencia, esperanza, recuerdo de los errores pasados y miedo a repetirlos.

Esta claudicación mutua marcó el final de una larga abstinencia para los dos. Él le acarició los senos por encima del jersey antes de quitárselo para deslizar los labios por el escote del sujetador. Bess se arqueó al tiempo que dejaba escapar un gemido de deleite.

Michael la incorporó y la despojó de su ropa con rapidez antes de desnudarse. Volvió a acostarla, posó la boca en sus pechos, en su vientre, y continuó descendiendo hacia la carne tibia que tan bien conocía.

– ¿Recuerdas?

Bess recordaba… ¡Ah, sí recordaba! La timidez de la primera vez que se había atrevido. Cerró los ojos cuando los labios de Michael rozaron sus partes íntimas y evocó otras noches, otros tiempos, cuando sus corazones palpitaban como ahora mientras exploraban esos instintos primitivos. En tres años de relaciones íntimas con otro hombre, nunca había permitido semejante licencia. Sin embargo ahora estaba con Michael, ella había sido su novia, su esposa, había parido a sus hijos, y con él había aprendido a gozar del sexo.

Al cabo de un rato él se tendió de espaldas en el sofá y ella se arrodilló en el suelo para devolver sus favores.

– ¡Oh, Michael, es tan fácil contigo! -murmuró.

– ¿Recuerdas la primera vez que lo hicimos?

– Llevábamos dos años casados cuando por fin nos atrevimos.

– Incluso entonces temí que me dieras una bofetada y te fueras a dormir a la habitación de los invitados.

– Pero no lo hice.

Él sonrió cuando ella reanudó sus ardientes atenciones. Instantes después Michael tendió una mano para tocarle la cabeza.

– Espera.

Buscó a tientas sus pantalones blancos, que yacían en el suelo, y sacó del bolsillo un pequeño sobre de papel de estaño.

– ¿Necesitamos esto? -preguntó.

Bess esbozó una sonrisa de complicidad y lo acarició.

– Conque lo habías planeado -comentó ella.

– Digamos que esperaba que sucediera.

– Sí, lo necesitamos, a menos que queramos correr el riesgo de tener un hijo que sea más joven que nuestro nieto.

Lo observó mientras se ponía el preservativo, como lo había hecho innumerables veces en el pasado, con la esperanza de que hubiera mil veces más en el futuro.

– ¿Qué opinarían los chicos si se enteraran?

– Lisa se volvería loca de alegría.

Michael esbozó una sonrisa al tiempo que extendía los brazos hacia ella.

– Ven aquí, abuelita. Inauguremos este sofá como corresponde.

Cuando la penetró, Bess lo miró a la cara, acarició las hebras plateadas de sus sienes y lo atrajo hacia sí con pasión.

Michael emitió un profundo gemido, y Bess sonrió de placer. Permanecieron unos minutos entrelazados sin moverse.

– Es maravilloso hacer el amor con alguien a quien se conoce tan bien -susurró ella.

Él se inclinó hacia atrás para verle la cara y sonrió con dulzura.

– Sí, es maravilloso.

– Sabía qué harías ese ruido en ese momento.

– ¿Qué ruido?

– «Ahhh», dijiste, como solías hacer.

– ¿De veras?

Michael la besó en la boca al tiempo que comenzaba a moverse.

Con los ojos cerrados, Bess puso las manos en las caderas de Michael.

A veces se besaban con una suavidad próxima a la veneración.

A veces sonreían sin ninguna razón.

A veces él hacía preguntas con voz ronca.

A veces ella susurraba algo con la mirada fija en sus ojos.

Una vez soltaron una carcajada y les complació pensar que eran capaces de reír en medio del acto sexual.

Cuando alcanzaron el clímax, Bess gritó y Michael gimió. Sus voces resonaron en la habitación. Disfrutaron de la inquietud deslumbrante de esos pocos segundos trémulos mientras perdían contacto con todo y se entregaban sólo a las sensaciones que experimentaban.

Tendidos de lado, parecían sellados uno al otro a la cálida piel. Por las ventanas se colaba la brisa, que les refrescaba la piel. Al otro lado de la arcada, las velas de la mesa bañaban las paredes con una luz ambarina.

Michael acariciaba los pechos de Bess, que exhaló un suspiro de bienestar y cerró los ojos. Él sabía que éstos eran los momentos que ella más disfrutaba. Recordó que solía susurrar: «No salgas… Todavía no.» Ahora seguía dentro de ella mientras observaba las suaves arruguitas alrededor de sus ojos, el contorno de sus labios entreabiertos, que revelaban el brillo de sus dientes.

Bess abrió los párpados y vio que la miraba sin la sonrisa que esperaba encontrar.

– ¿Qué vamos hacer? -preguntó Michael con voz serena.

– No lo sé.

– ¿Tenías alguna idea antes de venir aquí?

Bess negó con la cabeza.

– Podríamos mantener una tórrida relación amorosa -propuso él.

– ¿Relación tórrida? Michael, ¿qué has estado leyendo?

Él deslizó el pulgar por el labio inferior de Bess.

– Es que nos entendemos muy bien, Bess.

– Sí, lo sé, debemos ser serios.

– De acuerdo. ¿Cuánto crees que hemos cambiado desde nuestro divorcio?

– Esa es una pregunta cargada de intención.

– Contéstala.

– Tengo miedo -reconoció Bess con un hilo de voz. Tras una pausa inquirió-: ¿Tú no?

Él la miró a los ojos antes de responder.

– Sí.

– Entonces lo mejor será que me vaya y aparente que esto no ha sucedido.

Bess se puso en pie.

– Buena suerte -deseó él.

La observó recoger la ropa y salir de la habitación. Bess se dirigió al cuarto de baño de los invitados y, mientras se ponía el sujetador y las braguitas de encaje azul, que sin duda habían cumplido muy bien su función, sintió que volvía a la realidad. La realidad eran ellos dos, los errores que habían cometido durante su matrimonio y la posibilidad de iniciar una relación carnal sin pensar en las consecuencias. Una vez vestida, volvió a la sala de estar y vio a Michael de pie ante la puerta corredera de vidrio, descalzo, con los vaqueros y el torso desnudo.

– ¿Me prestas un cepillo? -le preguntó Bess.

Él se dio la vuelta y la observó en silencio.

– En mi cuarto de baño.

Bess se encaminó hacia el territorio privado de Michael, donde ya había espiado antes. Esta vez fue peor… Abrió los cajones del tocador y encontró una venda, hilo dental, algunos medicamentos y una caja entera de preservativos.

¡Una caja entera!

Al verlos se enfureció. De acuerdo, era muy probable que los hombres solteros compraran preservativos por docenas, pero ¡no le gustaba que él quisiera hacerle creer que lo de esa noche había sido algo excepcional!

Cerró de un golpe el cajón y abrió otro, donde por fin encontró un cepillo. Entre las cerdas había algunos pelos oscuros de Michael. Al verlos se apaciguó su enojo y experimentó una sensación de profundo vacío, un rechazo a volver a su vida solitaria, donde no había cepillos, cuartos de baño, mesas ni camas que compartir.

Después de peinarse buscó enjuague bucal y se pintó los labios y regresó a la sala de estar. Él seguía mirando hacia la oscuridad, sin duda perturbado por las mismas dudas que la asaltaban a ella.

– Bueno, Michael, me voy.

Él se dio la vuelta.

– Sí, claro.

– Gracias por la cena. Ha sido magnífica.

Se produjo un largo silencio.

– Escucha, Michael, quedan muy pocas paredes vacías y todavía puedes colocar algunos adornos sobre las repisas y las mesas, pero creo que será mejor que los elijas tú.

Michael la miró contrariado.

– Bess, ¿me echas la culpa a mí? Tú también querías, no lo niegues. ¡Tú lo planeaste tanto como yo!

– Sí, lo hice, y no te culpo de nada. Lo que ocurre es que creo que… que eso es…

– ¿Qué? ¿Un error?

Ella recordó los preservativos que había visto en el cajón.

– No lo sé. Tal vez.

Él la miró con severidad y enojo.

– ¿Puedo llamarte?

– No lo sé, Michael. Quizá no sea buena idea.

– ¡Mierda! -masculló.

Bess permaneció inmóvil en el otro extremo de la habitación, demasiado asustada para hablar. En efecto, ambos habían cambiado mucho, ¿acaso eso garantizaba que su relación saldría bien? ¿Qué idiota pondría la mano en una rueda de molino después de haberse cortado un dedo?

– Gracias otra vez, Michael.

Él no dijo nada al comprender que Bess rechazaba la idea de empezar de nuevo.

Capítulo 15

Cuando Bess llegó a su casa, vio que estaban encendidas todas las luces, incluso las de su dormitorio. Frunció el entrecejo y estacionó ante la entrada, pues estaba demasiado nerviosa para perder el tiempo aparcando en el garaje. Tan pronto como abrió la puerta Randy bajó a toda prisa por las escaleras.

– Mamá, ¿dónde has estado? ¡Pensaba que nunca llegarías!

– ¿Ha ocurrido algo? -preguntó asustada.

– Nada. ¡He conseguido una audición! El viejo petimetre de la abuela, Gilbert, lo ha arreglado todo para que una banda llamada The Edge me haga una prueba.

Bess exhaló un suspiro de alivio.

– ¡Gracias al cielo! Pensaba que había sucedido alguna desgracia.

– No. Resulta que Gilbert fue una vez el propietario del salón de baile Withrow y conoce a todo el mundo, grupos, agentes, dueños de clubes, y desde la boda de Lisa ha hablado a todos de mí. ¿No te parece estupendo?

– ¡Es maravilloso, Randy! ¿Cuándo es la audición?

– Todavía no lo sé. La banda participa en un festival de jazz en Bismarck, Dakota del Norte, pero regresará mañana. Los llamaré por la tarde. Por cierto, ¿dónde has estado, mamá? He pasado toda la noche esperándote.

– He estado con tu papá.

El entusiasmo de Randy desapareció.

– ¿Con papá? ¿Por cuestiones de negocios?

– No. Me invitó a su apartamento y preparó la cena.

– ¿Papá cocina?

– Sí, y debo reconocer que lo hace muy bien. Ven, sube conmigo y cuéntamelo todo.

Bess se dirigió a su dormitorio. El televisor estaba encendido y dedujo que Randy había estado acostado en su cama. Debía de haberse sentido muy inquieto para invadir su habitación. Buscó una bata y entró en el cuarto de baño. Mientras se cambiaba, exclamó:

– ¿Qué clase de música toca esa banda?

– Básicamente rock.

Siguieron hablando hasta que Bess salió del baño con el cabello recogido por una diadema. Se había lavado la cara y se aplicaba una loción al cutis. Randy estaba sentado sobre el colchón con las piernas cruzadas. Parecía fuera de lugar en el dormitorio de su madre, con el empapelado de rayas y rosas en color pastel y las sillas tapizadas en raso. Bess se sentó en una, apoyó los pies desnudos sobre el lecho y se tiró del albornoz para taparse las rodillas.

– ¿Tú lo sabías, mamá? ¿Te lo contó la abuela?