Tras estas palabras empezó a ascender por la escalera.

– ¡Espere señora! -Subió por los peldaños de dos en dos y la atrapó a mitad de camino-. No vas a ninguna parte hasta que…

– ¡Quítame las manos de encima!

– No me pediste eso la otra noche en mi apartamento. Entonces te gustó que te tocara, ¿no es así?

– Conque has venido para echármelo en cara.

– No. He venido para decir que desde entonces todo es una mierda. Estoy siempre de mal humor, me enfado con gente que no lo merece, y ni siquiera puedo conseguir que mi hijo conteste el teléfono para que lo felicite.

– Y yo soy la responsable de todo eso, ¿verdad?

– ¡Sí!

– ¿Qué he hecho?

– ¡Me acusaste de fornicar por ahí y no es cierto! -Le cogió la mano y puso en ella la caja de preservativos-. ¡Ten, cuéntalos!

Bess miró la caja boquiabierta.

– Falta uno, sólo uno. ¡Los compré ese día! ¡Te he dicho que los cuentes!

Ella trató de devolverle la caja.

– ¡No seas estúpido! No pienso hacerlo.

– Entoncés ¿cómo sabrás que digo la verdad?

– No tiene importancia, Michael, porque no volverá a suceder.

– ¡Eso ya lo veremos! Si no los cuentas tú, lo haré yo. -Le arrancó la caja de la mano, se sentó en un escalón, la abrió y empezó a sacar los preservativos-. Uno… dos… tres…

Los arrojaba al suelo a medida que los extraía, hasta que los once que quedaban estuvieron esparcidos como pétalos a los pies de ella. Miró a Bess, que estaba un peldaño más arriba.

– Ahí tienes, ¿lo ves? Falta uno. ¿Me crees ahora?

Ella estaba apoyada contra la pared, se tapaba la boca con una mano y reía.

– Deberías verte. Estás ridículo, sentado ahí, contando condones.

– Eso es lo que hacéis las mujeres. Jugáis con nosotros y nos obligáis a comportarnos como imbéciles. ¿Me crees ahora, Bess?

– Sí, te creo, pero, por el amor de Dios, recoge todo eso. ¿Qué ocurrirá si Randy regresa?

– Ayúdame -pidió Michael al tiempo que la agarraba del tobillo.

– Suéltame -ordenó ella.

Michael no obedeció y con la mano libre le levantó el borde del albornoz.

– ¿Qué llevas debajo? -inquirió.

Bess trató de adherir la tela a sus muslos.

– ¡Michael basta!

– ¡Caramba Bess, no llevas nada debajo!

– ¡Suéltame el tobillo!

– Tú también tienes ganas, Bess, estoy seguro. ¿Por qué no me invitas a subir a nuestro antiguo dormitorio y utilizamos uno de estos adminículos?

– Michael, no…

Él se puso en pie, con un preservativo en la mano, se acercó a Bess y la recostó contra la baranda.

– Bess, los dos nos deseamos. Lo descubrimos aquella noche en mi apartamento.

Bess se esforzaba por mantenerse firme en su resolución. Michael estaba tan seductor, y su actitud era tan provocativa.

– Quiero que te vayas. Estás loco de remate.

Michael la besó en el cuello y se apretó contra ella.

– Está bien, estoy loco; loco por ti, preciosa. Vamos, ¿qué dices?

– Y después ¿qué? ¿Una repetición de las dos últimas semanas? Porque yo tampoco lo he pasado muy bien.

Michael la besó en la boca y luego le susurró algo al oído.

Bess soltó una risita.

– ¡Qué vergüenza! ¡Eres un viejo verde!

– Vamos, sé que te gustará.

Michael no dejaba de frotarse contra ella, a quien cada vez le resultaba más difícil resistirse.

– Me vas a quebrar la pelvis contra esta baranda.

– Pero vas a gemir tan fuerte que ni siquiera vas a oír el ruido de la fractura.

– Michael Curran, eres un vanidoso.

Él le levantó la falda y colocó las manos sobre sus nalgas al tiempo que la besaba. Bess le abrazó, y pronto su respiración se hizo agitada.

– De acuerdo, tú ganas -musitó ella.

Mientras los sobres de estaño quedaban diseminados sobre los escalones, subieron por las escaleras, recorrieron el pasillo y entraron en el dormitorio al tiempo que caían al suelo la camisa de él, el cinto de ella, los zapatos de Michael, el albornoz de Bess. Se tendieron desnudos en la cama riendo a carcajadas. De pronto la risa fue reemplazada por una mirada de intensa pasión.

– Bess…, Bess… -susurró él-. Te he echado tanto de menos…

– Yo también, y deseaba que vinieras a mí, que ocurriera esto. -Respiró hondo y exclamó-: ¡Ah!

Alternaban la entrega con la voracidad, la ternura con el desenfreno.

Con las manos y las bocas recorrieron el cuerpo del otro.

– Hueles tal como lo recordaba -susurró Michael.

– Tú también…

¡Ah!, los olores, los sabores.

– Tus manos… -murmuró, Bess-. ¡Me encantan! Aquí… aquí es donde deben estar…

– Todavía te gusta esto, ¿verdad? -musitó él unos minutos después.

– Ohhh… -Bess suspiró con los ojos cerrados-. Sí.

Lo que compartían era universal. ¿Por qué, entonces, lo sentían como algo único, algo que nadie había experimentado jamás? Michael la penetró y la apretó contra su pecho, mientras hundía la cara en la cavidad de su cuello.

– Creo que he vuelto a enamorarme de ti, Bess -le susurró.

Ella guardó silencio y notó que su corazón latía muy deprisa.

– Creo que yo también me he enamorado de ti.

Durante ese estremecedor instante tuvieron miedo de hablar, de moverse. Michael tenía los ojos cerrados, la mano en la nuca de Bess. Por fin se retiró y le apartó los cabellos de la cara con ternura.

– ¿De veras? -preguntó él con una sonrisa.

– De veras -respondió ella.

Se besaron con dulzura, se tocaron, y cada caricia se convirtió en una reiteración de las palabras que habían pronunciado.

– Estas dos semanas han sido terribles -susurró él-. No volveremos a separarnos nunca más.

– No -convino ella con un hilo de voz.

Lo que había empezado de manera tan obscena terminó en belleza; un hombre y una mujer fundidos en uno solo.

– Quédate -pidió Bess cuando hubieron acabado al tiempo que le cogía de la mano.

Más tarde se tendieron de costado, abrazados. La lámpara de la mesita de noche estaba encendida y un insecto zumbaba junto a la cortina. El pelo de Bess impregnaba de un aroma a flores la almohada. La colcha había quedado enredada entre sus piernas, y Michael la alisó con los pies.

Entonces suspiró. Bess notó los labios de él sobre sus cabellos y cerró los ojos para gozar del maravilloso abandono, de la felicidad que la colmaba.

Pasaron muchos minutos antes de que él, en voz muy baja, volviera a hablar.

– ¿Bess?

– ¿Hmmm? -musitó ella al tiempo que abría los ojos.

– ¿Estás lista para oír esa palabra que empieza por M?

Bess reflexionó antes de contestar.

– No lo sé.

– Creo que deberíamos hablar del asunto, ¿no te parece? -sugirió él.

– Supongo que sí.

Se tendieron de espaldas.

– De acuerdo, vayamos al grano, si volviéramos a casarnos, ¿crees que nos iría mejor que la otra vez? -preguntó Michael.

A pesar de estar prevenida, Bess se estremeció.

– Ultimamente me lo he planteado -reconoció-. Creo que en la cama no tendríamos ningún problema.

– ¿Y fuera de ella?

– ¿Tu qué piensas?

– Considero que la mayor dificultad sería la confianza, porque los dos hemos tenido otras parejas y…

– Otra -interrumpió Bess-. Sólo una, al menos en mi caso.

– Sí, también en el mío. De todas formas la confianza será un factor muy importante.

– Supongo que sí.

– Los dos dirigimos un negocio, de modo que tenemos que citarnos con nuestros clientes, a veces incluso por la noche. Si yo te dijera que debo asistir a una reunión en el ayuntamiento de la ciudad, ¿me creerías?

– No lo sé -contestó ella-. Cuando encontré esa caja de preservativos, pensé… Bien, ya sabes lo que pensé.

Michael cruzó las manos detrás de la cabeza.

– Sí, sé lo que pensaste, pero no podemos pasarnos la vida contando preservativos, Bess.

Ella rió entre dientes y se tendió de costado para mirarlo, con la mejilla apoyada en una mano.

– Lo sé. Sólo pretendo ser sincera contigo, Michael.

– ¿Crees que no podrías volver a confiar en mí?

Ella lo observó mientras reflexionaba al respecto.

– He pensado mucho en nosotros -añadió Michael al ver que ella no respondía-. Soy consciente de que tú también trabajas y estoy dispuesto a compartir las tareas domésticas. Es lógico, pues los dos estamos en la misma situación y debemos colaborar.

Bess sonrió.

– Ahora tengo una asistenta.

– ¿También cocina?

– No.

– Bien, entonces nos turnaremos para preparar la comida.

– Me gusta que me convenzan -afirmó Bess-. Continúa, por favor.

– También he reflexionado sobre mis salidas de caza. Tú solías enfadarte cuando me marchaba, pero ahora tengo la cabaña, de manera que podrás acompañarme, encender la chimenea, llevar un buen libro… ¿Qué te parece?

– Humm…

– Te conviene alejarte del negocio, relajarte un poco más…

– Humm…

– Bess, ¿estás dormida?

Su respiración era regular, sus pestañas reposaban quietas sobre las mejillas. Michael se incorporó y la arropó con la colcha. Luego le puso una mano en la cintura, dobló una rodilla sobre sus piernas y se acurrucó en su costado.

Me quedaré media hora más, pensó. Es tan agradable estar aquí, a su lado. Dejaré la luz encendida y así no me dormiré.

Capítulo 16

Randy llegó a casa a las dos y cuarto de la madrugada, estacionó ante el garaje y miró con asombro el Cadillac Seville. ¿Qué diablos hacía su padre allí? Alzó la vista hacia la ventana del dormitorio de su madre, vio la luz encendida, meneó la cabeza con irritación y cerró de un golpe la portezuela de la camioneta.

Una vez dentro, observó que la araña del vestíbulo estaba encendida, así como también las luces del pasillo de la planta superior. Había algo diseminado sobre los escalones. Subió por ellos para echarle un vistazo y descubrió una caja vacía de preservativos y su contenido disperso sobre dos peldaños. Cogió uno, lo miró con curiosidad y continuó ascendiendo con cautela. Pasó junto a una prenda de ropa y, cuando llegó arriba, espió el corredor desde una esquina. En el suelo yacían unos pantalones, zapatos, el albornoz de su madre. Advirtió que la puerta del dormitorio de Bess estaba abierta de par en par, y la luz, encendida.

– ¿Mamá? -llamó.

No hubo respuesta.

Avanzó, se detuvo en el umbral y preguntó:

– ¿Mamá, estás bien?

Tampoco esta vez obtuvo respuesta. Entonces entró.

Su madre y su padre yacían en el lecho abrazados, desnudos, apenas cubiertos hasta las caderas por la colcha. El brazo de Michael enlazaba la cintura de Bess, con la mano cerca de sus pechos. Por el aspecto de la habitación, habían disfrutado de una noche de pasión. Las almohadas estaban diseminadas alrededor de la cama, que parecía haber sido arrasada por un ciclón. Había un sobre vacío de un preservativo en el suelo, junto con un pañuelo sucio.

Randy notó que se le encendían las mejillas y, cuando se disponía a marcharse, Michael despertó, levantó la cabeza y lo vio bajo el marco de la puerta. De inmediato miró a Bess, que todavía dormía, y le tapó los pechos desnudos con la colcha.

– ¿Randy?

– ¡Qué caradura, viejo! -masculló con desprecio-. Venir aquí de esta manera.

– Eh, Randy, espera un minu…

Sin embargo el muchacho ya se había ido, y sus pisadas resonaban en el pasillo.

Bess despertó y parpadeó.

– ¿Qué hora es? -balbuceó con tono soñoliento.

– Las dos y cuarto. Sigue durmiendo.

Bess se incorporó y empezó a tirar de la colcha.

– Metámonos debajo.

– Bess, Randy está en casa.

– ¿Y qué? Entonces ya se ha enterado. Apaga la lámpara y arrópate.

Michael obedeció.

Por la mañana despertó con la sensación de que alguien lo observaba. En efecto, así era. Cuando abrió los ojos, encontró a Bess con la cabeza apoyada en la única almohada que quedaba en la cama, contemplándolo.

Se la veía feliz.

– Hola -dijo.

– Hola.

– ¿Dónde está tu almohada?

La cabeza de Michael descansaba sobre el colchón.

– Creo recordar que la arrojamos al suelo.

Bess sonrió con satisfacción.

– Así que nos pillaron, ¿eh?

– Así es.

– ¿Entró aquí?

– Sí.

– ¿Dijo algo?

– Dijo: «Eres un caradura, viejo.»

La sonrisa de Bess se tomó maliciosa.

– Tiene razón.

– Escucha, nuestro hijo está hecho una verdadera furia.

– ¿Qué vamos a decirle?

– Diablos, no lo sé. ¿Se te ocurre alguna idea?

– ¿Qué tal «los cuarentones también entran en celo»?

Michael se sentó en el borde de la cama y se desperezó.

Bess se enderezó para revolverle el cabello.

– Es muy probable que no se levante hasta las nueve o más tarde.