Esa noche The Edge tocaba en un club llamado The Green Light. Randy estuvo más silencioso que de costumbre durante los preparativos. Cuando las luces estuvieron instaladas y los instrumentos listos, los músicos dejaron las guitarras en el escenario y se dirigieron a la barra para pedir bebidas. Todos menos Pike Watson, que se detuvo junto a Randy, que permanecía sentado detrás de la batería.

– Te noto un poco triste esta noche -comentó.

– Estaré bien en cuanto empecemos a tocar.

– ¿Has tenido problemas con alguna de las piezas? Eh, eso lleva tiempo.

– No; no es eso.

– ¿Has discutido con tu chica?

– ¿Qué chica?

– Problemas en casa, supongo.

– Sí; en cierto modo así es.

– Bueno, diablos…

Pike puso los brazos en jarras y meditó unos segundos. Al cabo exclamó:

– ¿Necesitas algo para levantarte el ánimo?

– Tengo algo.

– ¿Hierba? Yo me refiero a algo que te anime de verdad.

Randy se puso en pie y se encaminó hacia la barra.

– Yo no tomo esa mierda, tío.

– Bueno, pensé que tal vez te apetecería. -Pike aspiró por la nariz.

Randy tomó dos cervezas y una dosis de marihuana antes de que empezara la sesión, pero la combinación sólo pareció aletargarlo. El público se mostraba tímido y actuaba como si la pista de baile fuese una zona prohibida. En el descanso Randy fumó otro canuto, pero tampoco consiguió animarlo; ni siquiera la música lo logró. En la tercera pausa fue al baño y encontró a Pike solo, esnifando cocaína de un minúsculo espejo a través de un billete de dólar enrollado. Pike lo miró sonriente.

– Tienes que probarla, en serio. Aleja cualquier preocupación.

– ¿Sí?

Randy observó cómo Pike se humedecía un dedo, lo aplicaba al polvo y se lo frotaba en las encías.

– ¿Cuánto?

– El primer golpe va por cuenta mía -respondió, y le ofreció una pequeña bolsa de plástico con polvo blanco.

Randy la miró, tentado no sólo de quitarse el abatimiento, sino también el rencor que sentía hacia sus padres. Tendía la mano para cogerla cuando la puerta se abrió de golpe y entraron dos hombres charlando y riendo. Pike reaccionó con rapidez y se la guardó junto con el espejito en el bolsillo.


Después de la noche en que Randy los sorprendió en la cama, Michael dejó de llamar a Bess, y aunque lo extrañaba muchísimo, también ella se negó a telefonearlo. Llegó el verano que en Stillwater era una época para los enamorados. Adolescentes de Minneapolis y St. Paul inundaban la ciudad con sus coches deportivos descapotables; los jóvenes del lugar paseaban por los muelles los viernes por la noche; estudiantes de vacaciones bailaban en Steamers; los fines de semana las lanchas dejaban una estela brillante en el agua; los turistas caminaban en la oscuridad por la orilla del río cogidos de la mano.

Por la tarde, la cancha de voleibol frente a la Freight House era una masa de brazos y piernas de jóvenes bronceados. Las terrazas de los restaurantes cercanos al río estaban atestadas. El viejo puente levadizo detenía el tráfico para dejar pasar a los veleros. Las tiendas de antigüedades hacían espléndidos negocios. El carrito de palomitas de maíz despedía un olor irresistible.

Un sábado muy caluroso Bess asistió a la fiesta que Barb y Don organizaron en su casa, junto a la piscina. Se compró un traje de baño nuevo con la esperanza de que Michael acudiera. Sin embargo no fue. Al parecer había declinado la invitación al enterarse de que iría ella.

Un hombre llamado Alan Petrosky, que se presentó como criador de caballos de Lake Elmo, la sometió a una incesante persecución que la irritó hasta el punto de que deseó arrojarlo al agua con las botas de vaquero incluidas.

Don y Barb lo advirtieron y se acercaron para rescatarla. Don le dio un abrazo fraternal.

– ¿Cómo estás? -preguntó con naturalidad.

Bess reprimió las lágrimas.

– Muy confundida y sola.

Barb la tomó de la mano.

– Sube conmigo al dormitorio; allí no nos molestarán.

En cuanto entraron en la habitación, Barb preguntó:

– ¿Cómo están las cosas entre tú y Michael?

Bess rompió a llorar.

A principios de agosto, presa de la desesperación, lo había llamado con el pretexto de que en una galería de Minneapolis se exponían unas piezas escultóricas preciosas. Él se mostró brusco, casi descortés, y se abstuvo de hacerle preguntas personales y agradecerle su interés.

Bess se entregó a su trabajo. Anunció a Randy que quería oírlo tocar, y él dijo que no creía que los bares donde actuaba fueran de su estilo. Asistió a una reunión organizada por las hermanas de Mark para Lisa con motivo de su próxima maternidad, lo que sólo sirvió para recordarle que pronto sería una abuela que se enfrentaba sola a la vejez. Keith llamó para decirle que la echaba de menos, que quería volver a verla. Ella se negó.

La vida se hizo monótona para Bess mientras que todos cuantos la rodeaban parecían disfrutrar del verano. Vio una estatuilla que habría quedado magnífica en el comedor de Michael, pero no se atrevió a telefonearlo por miedo a que otra vez la tratase con brusquedad. Peor aún, ¿y si en un momento de debilidad ella le sugería que pasaran juntos otra noche?

El sexo… Bess habría pensado, dada su inminente condición de abuela, que era inmune a él. Tenía fantasías sexuales con Michael. Comprendía que había roto su relación con Keith porque, en comparación con Michael, él era un terreno abandonado. Michael, en cambio, era un huerto exuberante, lo que sin embargo no justificaba que una mujer de cuarenta años se pusiera en ridículo atiborrándose de fruta madura. Como había afirmado la última vez que habían hecho el amor, ya no eran adolescentes. No obstante, no podía alejar de sí la necesidad de estar con él.

El 9 de agosto Bess cumplió cuarenta y un años. Randy, que ese día partía hacia Dakota del Sur para participar en un festival de jazz que duraría tres días, lo olvidó. Lisa telefoneó para felicitarla y le explicó que había encargado un regalo para ella que no había llegado aún, que lo recibiría el fin de semana y se reunirían entonces. Stella, que se había marchado a la isla San Juan, al norte de Seattle, para disfrutar de dos semanas de vacaciones en compañía de tres amigas, le había enviado una postal que llegó el día anterior con el mensaje: «Me gustaría que estuvieras aquí.»

El cumpleaños de Bess cayó en un jueves, y tenía citas durante toda la tarde, pero hizo lo posible por regresar al negocio antes de que Heather se fuera, para preguntarle si había recibido alguna llamada.

– Cuatro -contestó Heather.

Ninguna era de Michael, y Bess subió al desván al tiempo que se decía que no tenía por qué sentirse decepcionada. Ella era responsable de su propia felicidad, y los demás no tenían la obligación de procurársela.

Sin embargo… ¡era su aniversario!

Recordó los que había pasado en compañía de Michael. El primero después de contraer matrimonio él la había llevado a remar al río Apple y había sacado un pastel de una nevera que flotaba entre sus canoas, sujeta a ambas, mientras se bamboleaban corriente abajo. Cuando cumplió los treinta, él organizó una fiesta sorpresa en casa de Barb y Don, y Bess estuvo de mal humor mientras se dirigían allí porque pensaba que la celebración era en honor de la hija de sus amigos, Rainy, que cumplía cuatro años al día siguiente.

Otro más…, no recordaba con precisión cuál. ¿Treinta y dos? ¿Treinta y tres? Michael le regaló una pulsera, que ella había admirado en el escaparate de una joyería, y se la entregó cuando se encaminaban a un restaurante para cenar. Estaba en un estuche de terciopelo negro y era una sencilla cadena de oro, que todavía conservaba.

En cambio ese día no había pulseras, estuches de terciopelo negro ni postales de felicitación en el buzón; nadie con quien navegar o cenar; nadie que la sorprendiera con una fiesta.

Cuando regresaba a casa se detuvo en una tienda y compró dos piezas de pollo, patatas con salsa y una porción de tarta de limón, todos alimentos con muchas calorías. Los comió sola en la terraza mientras contemplaba los veleros que surcaban el río y deseaba estar en uno de ellos.

Cumpleaños… Ah, cumpleaños. Se sentía más sola que nunca, abandonada por todos.

Al caer la tarde salió al jardín y arrancó las malas hierbas de los arriates que había plantado con tanto esmero y que luego había descuidado al regresar a la universidad. Se rompió una uña y se disgustó. Decidió tomar un baño, se puso una mascarilla facial y se examinó el cutis con ojo crítico después de quitársela.

Cuarenta y uno… ¡Oh, Dios! Su piel empezaba a marchitarse como la de una tía solterona.

Cuarenta y un años y ningún regalo, ninguna llamada.

Se le formaban unas pequeñas arrugas en la comisura de los párpados.

A las once apagó la televisión y la luz de su dormitorio y se acostó con las ventanas abiertas. Oyó el canto de miles de grillos y el débil aleteo de las mariposas nocturnas; olió la humedad que se colaba desde el jardín; recordó noches como ésa, cuando tenía dieciséis años e iba al cine con un grupo de amigos; siempre tenía compañía en esa época.

Oyó que llegaban a casa los vecinos de enfrente, Elaine y Craig Mason, cuarenta años de matrimonio, quizá más. Cerraron las portezuelas del coche y caminaron hasta la entrada de su hogar hablando en voz baja. Luego se hizo el silencio. Bess apiló las almohadas y se reclinó contra ellas incapaz de conciliar el sueño, con la vista fija en los arabescos de sombras que proyectaban las ramas de los arces.

De pronto sonó el teléfono. A Bess le pareció que su cuerpo recibía una descarga eléctrica y notó que el corazón se le aceleraba. Los números rojos del reloj digital marcaban las 11.07 cuando descolgó el auricular con un único pensamiento. ¡Dios, que sea Michael!

– Hola, Bess.

Al oír la voz familiar advirtió que le picaban los ojos.

– Hola.

Se recostó de nuevo contra las almohadas y acarició el receptor como si se tratara del mentón de Michael.

Fuera, los grillos seguían con su canto vibrante mientras entre Michael y Bess se producía un silencio demasiado prolongado. Ella dedujo que no estaba muy satisfecho consigo mismo por haber claudicado y haberla llamado después de jurar que no volvería a hacerlo.

– Es tu cumpleaños, ¿eh?

– Sí.

Bess se frotó los ojos para contener las lágrimas.

– Felicidades.

– Gracias.

Permanecieron varios segundos en silencio.

– ¿Has hecho algo especial? -preguntó Michael por fin.

– No.

– ¿No lo has celebrado con los chicos?

– No.

– ¿Lisa no te ha visitado?

– No. Me ha dicho que nos reuniremos pronto, tal vez el fin de semana, y Randy está en Dakota del Sur, tocando con su grupo.

– ¡Vaya con los chicos! Tendrían que haber organizado algo.

Bess se secó la nariz con la sábana y se esforzó por adoptar un tono natural.

– ¡Oh, qué más da! Es sólo un cumpleaños. Habrá muchos más.

Por favor, Michael, ven y abrázame, añadió para sus adentros.

– Tienes razón, pero eso no les disculpa.

Se produjo otro silencio. Bess se preguntó si estaría en el dormitorio, qué llevaría puesto, si la luz estaba encendida. Lo imaginó en ropa interior, tendido en la oscuridad encima de las mantas, con una rodilla levantada y las puertas del balcón abiertas.

– Yo… eh… por fin he conseguido solucionar el problema que tenía en Victoria y Grand. Pronto comenzarán las obras.

– ¡Oh, qué bien! -exclamó con falso entusiasmo-. Me alegro mucho por ti -concluyó con tono más dulce.

¿Por qué está cada uno en su dormitorio, Michael?, pensó Bess. Sabía que si no sacaba un tema de conversación interesante, él colgaría. Miró las sombras que proyectaban los árboles al tiempo que se devanaba los sesos.

– Mamá está de vacaciones en Seattle.

– Seattle… -Hizo una pausa-. Entonces ¿tampoco ha estado contigo?

– No, pero me ha mandado una tarjeta. Lo está pasando en grande con sus amigas.

– Siempre consigue divertirse.

Bess se tendió de costado, con el auricular apretado contra la almohada, y se ovilló sobre la cama mientras enroscaba el cable del teléfono alrededor del dedo índice. ¡Oh, lo echaba tanto de menos!

– ¿Sigues ahí, Bess?

– Sí.

– Bueno, escucha, yo… -Se interrumpió para aclararse la garganta-. He considerado que debía llamarte… ya sabes, la fuerza de la costumbre… -Michael rió con tristeza-. Estaba pensado en ti, nada más.

– Yo también pensaba en ti.

Él quedó en silencio, Bess comprendió que esperaba que le pidiese que se reuniera con ella. Sin embargo, se sentía incapaz de articular palabra. Temía que sólo deseara verlo por razones sexuales, porque le abrumaba la soledad, acababa de cumplir cuarenta y un años y le espantaba la posibilidad de pasar el resto de su vida sola. Si él acudía y hacían el amor, ella lo estaría utilizando, y las mujeres decentes no tratan así a los hombres, ni siquiera a los ex maridos. Además, ¿qué diría ella si después Michael le pedía que se casaran?