– Oye, lo siento… es tarde…, tengo que dormir.
– Sí, yo también.
Bess se cubrió la cara con la mano, cerró los ojos y se mordió el labio para reprimir los sollozos.
– Adiós, Bess.
– Adiós, Michael… ¡Michael, espera!
Se incorporó en su desesperación mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas. Sin embargo él ya había colgado. Sólo el canto de los grillos le hacía compañía mientras lloraba.
Capítulo 17
Lisa telefoneó al Lirio Azul a las once de la mañana del 16 de agosto para anunciar que habían empezado los dolores de parto. Aún no había roto aguas, pero tenía contracciones y se había puesto en contacto con el médico. No era preciso que Bess acudiera al hospital enseguida. La llamarían cuando lo consideraran oportuno.
Bess canceló dos citas que tenía concertadas para la tarde y se quedó en el negocio, cerca del teléfono.
– Supongo que esto te hace revivir los días en que esperabas el nacimiento de tus hijos -comentó Heather.
– Oh, sí, claro que sí -confirmó Bess-. El parto de Lisa duró trece horas, y el de Randy sólo cinco. ¡Oh! ¡Tengo que llamarlo para darle la noticia!
Consultó el reloj y descolgó el auricular. Su relación con Randy era muy tirante desde el día en que lo había abofeteado. Ella hablaba, él gruñía. Ella se esforzaba por hacer las paces, y él se mostraba distante.
Randy contestó al primer timbrazo.
– ¡Randy, me alegro tanto de que estés ahí! Sólo quería decirte que Lisa ya está de parto. Todavía está en su casa, pero parece que se acerca el gran momento.
– Bien, deséale buena suerte de mi parte.
– ¿Por qué no se la deseas tú?
– Debo salir con la banda hacia Bemidji a la una en punto.
– Bemidji… -La voz de Bess delataba desaliento.
– No es el fin del mundo, mamá.
– No, supongo que no, pero no me gusta que tengas que conducir tanto.
– Son sólo cinco horas.
– Ten mucho cuidado, y duerme un poco antes de emprender el viaje de regreso.
– Sí.
– Y nada de alcohol.
– Ah, vamos, mamá… Por Dios…
– Me preocupo por ti.
– Preocúpate por ti misma. Ya soy mayor.
– ¿Cuándo volverás?
– Mañana. Hemos de tocar en White Bear Lake por la tarde.
– Dejaré una nota en casa si el bebé ya ha nacido para entonces. De no ser así, llámame al negocio.
– Está bien, mamá. Lo siento, tengo que irme.
– De acuerdo, pero escucha. Te quiero mucho.
Randy hizo una pausa muy larga antes de hablar.
– Sí, lo mismo digo -repuso, como si le costase pronunciar las palabras exactas.
Cuando se despidieron, Bess se sintió desolada. Miró por la ventana y pensó que había fracasado como madre. De pronto entendía cómo se había sentido Michael durante los últimos años y se preguntó cómo podría derribar la barrera que existía entre ella y Randy.
Abajo, Heather limpiaba el polvo de las estanterías.
– ¿Ocurre algo?
Bess exhaló un profundo suspiro.
– No lo sé… -Se interrumpió y al cabo de unos minutos se volvió hacia Heather-. ¿Te cuesta querer a alguno de tus hijos más que a los otros? ¿O sólo me sucede a mí? A veces me siento muy culpable, pero te juro que Randy es tan arisco…
– No te pasa sólo a ti. A mí me ocurre lo mismo con mi hija Kim, la mediana. No le gusta que la abracen, y mucho menos que la besen. No participa en las fiestas familiares desde que cumplió los trece años, nunca nos regala nada en el día de la Madre o del Padre, critica mi coche, la emisora de radio que escucho, las películas que me gustan y la ropa que uso. Sólo viene a casa cuando necesita algo. A veces resulta difícil querer a un hijo que se comporta así.
– ¿Piensas que con el tiempo cambiarán?
Heather dejó sobre la repisa una fuente de cristal.
– ¡Espero que sí! ¿Qué te ha pasado con Randy?
Bess la miró.
– ¿La verdad?
Heather siguió quitando el polvo con aparente indiferencia.
– Si quieres contármela…
– Me sorprendió en la cama con su padre.
Heather prorrumpió en carcajadas, suaves al principio. Poco a poco su risa se hizo tan estentórea que resonó en todo el local. Cuando se hubo calmado, agitó en el aire el trapo.
– ¡Hurra!
Bess se enfureció.
– ¡Estás desparramando polvo sobre los artículos que acabas de limpiar!
– ¡Qué más da! ¡Despídeme! -exclamó desafiante antes de reanudar sonriente su tarea-. Ya sospechaba que había algo entre vosotros. Sabía que no pasabas todo tu tiempo en citas de negocios. La verdad es que me alegro.
– Pues no deberías alegrarte, porque sólo nos ha causado problemas. Randy descargó contra su padre toda la rabia que acumulaba desde el divorcio. Intervine, pero las cosas se me fueron de las manos. Propiné un cachete a Randy, que desde entonces se muestra distante y hostil. ¡Ah…! A veces detesto ser madre.
– A todas nos ocurre en alguna ocasión.
– ¿Qué he hecho mal? Siempre le he dicho que le quiero, le he besado y abrazado. Cuando era pequeño asistía a las reuniones de la escuela y seguía los consejos que aparecen en los libros. Sin embargo en algún lugar del camino lo perdí. Cada día se aleja más de mí. Sé que bebe y creo que también fuma marihuana, pero no puedo conseguir que lo deje.
Heather dejó el trapo sobre el estante y subió al desván para abrazar a Bess con ternura.
– No siempre somos nosotras las que hacemos las cosas mal, a veces son ellos quienes se equivocan. Entonces sólo nos cabe esperar a que se les pase, confíen en nosotras o toquen fondo.
– Le encanta su trabajo. Desde niño deseaba tocar con una banda, pero tengo miedo por él. Es una forma de vida un tanto destructiva.
– No puedes elegir por él, Bess; ya no.
– Lo sé… -susurró y la estrechó-. Lo sé. -Se apartó con los ojos llenos de lágrimas y añadió-: Gracias, Heather. Eres una gran amiga.
– Soy una madre que ha hecho todo cuanto estaba en su mano, como tú, pero… -Levantó los brazos-. Lo único que podemos hacer es amarlos y esperar que todo les vaya bien.
Era muy difícil concentrarse en el trabajo sabiendo que Lisa estaba a punto de dar a luz. Tenía que terminar varios diseños, pero estaba demasiado inquieta para permanecer en el altillo. Así pues, bajó para atender a los clientes, marcó el precio de algunas telas que acababan de llegar y las expuso sobre un perchero antiguo de madera. Salió a la calle y regó los geranios de la entrada. Luego desembaló un cargamento de papel pintado. Consultó su reloj de pulsera por lo menos doce veces en una hora.
Mark llamó poco antes de las tres de la tarde.
– Estamos en el hospital -anunció-. ¿Puedes venir ahora?
Tan pronto como hubo colgado el auricular, Bess cogió el bolso y se marchó a toda prisa de la tienda.
El trayecto hasta el hospital de Lakeview, que se alzaba sobre una colina con vistas al lago Lily era de apenas tres kilómetros. Aunque había otros más cercanos al apartamento de Mark y Lisa, ésta había preferido confiar en los médicos que conocía de toda la vida. Bess experimentó una sensación de bienestar al acercarse al hospital donde habían nacido sus hijos; donde habían enyesado el brazo a Lisa; donde los dos se habían sometido a exámenes médicos; donde les habían atendido cuando se resfriaban; donde estaban sus historias clínicas, y donde toda la familia había visto por última vez al abuelo Dorner.
El ala de obstetricia era tan nueva que todavía olía a la cola de la moqueta y el papel pintado. El vestíbulo tenía luz indirecta y conducía a un puesto de enfermeras rodeado de habitaciones.
– Soy la madre de Lisa Padgett -anunció Bess a la enfermera de guardia.
La joven le indicó que aguardara en la sala de espera.
Lisa y Mark ya se hallaban en el paritorio, junto con una enfermera sonriente que llevaba un uniforme azul con un rótulo de identificación donde se leía JAN MEERS. Lisa estaba tendida en la cama mientras Jan Meers le ajustaba alrededor del vientre algo blanco que parecía un tubo. Después cogió dos sensores y se los colocó debajo de la faja de la cintura.
– Ya está -dijo.
Los cables estaban conectados a una máquina que la enfermera acercó más a la cama.
– Este monitor nos indicará si al bebé se le ocurre cambiar de idea -explicó con una sonrisa.
– Oh, espero que no. No creo que sea tan travieso…
– Este aparato capta los latidos del corazón del niño -dijo Jan-, y este otro muestra tus contracciones, Lisa. Mark, una de tus funciones será mirar esta pantalla. Cuando veas que la línea se eleva, tendrás que recordar a Lisa que respire hondo. La contracción tarda unos treinta segundos en alcanzar su pico y a los cuarenta y cinco segundos comenzará a remitir. Todo el proceso dura alrededor de un minuto. Sabrás cuándo tu esposa tendrá una contracción antes de que empiece, Mark.
La enfermera Meers apenas había terminado su explicación cuando Mark exclamó:
– ¡Se está elevando! -Se acercó más a Lisa sin apartar la vista del monitor-. Bien, relájate. Recuerda, tres jadeos y un soplido. Jadeo, jadeo, jadeo, soplido… jadeo, jadeo… Bien, vamos por los quince segundos… treinta…, aguanta, mi amor… cuarenta y cinco segundos… ya casi ha pasado… ¡Muy bien!
A continuación se inclinó sobre Lisa, le apartó los cabellos de la frente y sonrió. Le susurró algo al oído y ella asintió antes de cerrar los ojos.
A las seis y media los Padgett llegaron al hospital. Bess se dirigió a la cafetería, sacó una lata de gaseosa de una máquina y regresó a la sala de espera, un lugar espacioso y tranquilo con sillones cómodos y un sofá lo bastante largo para tenderse en él. Contaba además con una nevera, una máquina de café, algunos comestibles, un baño, una televisión, varios juguetes y libros.
Bess deseó que Michael estuviera a su lado. Por lo visto, él se negaba a acudir para evitar verla, del mismo modo que había declinado la invitación de Barb y Don.
Bess buscó una cabina telefónica para llamar a Stella, que le pidió que le avisara cuando naciera el niño, aunque fuera de madrugada. Después volvió al ala de obstetricia y se detuvo ante los ventanales del vestíbulo. Llevaba largo rato allí parada cuando alguien le tocó el hombro.
– Bess.
Se volvió al reconocer la voz de Michael y sintió un enorme alivio y la terrible amenaza de las lágrimas.
– Estás aquí… -exclamó, como si él se hubiera materializado desde su fantasía.
Avanzó unos pasos para refugiarse en sus brazos, firmes y tranquilizadores. El olor de su ropa y su piel le era familiar, y por un minuto imaginó que sus hijos eran pequeños, acababan de acostarlos y por fin gozarían de unos momentos de intimidad.
– Lo siento, Bess -susurró Michael-. He tenido que viajar a Milwaukee. Acabo de regresar y he oído el mensaje en el contestador. -La fuerza del abrazo de Bess le sorprendió-. Bess, ¿qué pasa?
– En realidad, nada. Me alegro mucho de que estés aquí.
Michael la estrechó al tiempo que dejaba escapar un suspiro. Estaban solos en el vestíbulo, y por un instante el tiempo pareció algo abstracto, no había prisa, nada que les impidiera abrazarse, sólo tenían conciencia de que estaban juntos otra vez en ese momento tan importante en la vida de su hija y la suya propia.
Bess apoyó cabeza en el hombro de Michael.
– Estaba pensando en lo sencillo que era todo cuando los chicos eran pequeños; jugaban con sus amiguitos hasta el anochecer y volvían a casa llenos de picaduras de mosquitos. ¡Oh, Michael, fue una época maravillosa!
– Sí, lo fue.
Bess notó que él le acariciaba el pelo, después los hombros.
– Ahora Randy está de viaje con su banda, probablemente cargado de marihuana, y Lisa ahí dentro, con los dolores del parto.
Michael se apartó un poco para mirarla a los ojos.
– Así es la vida, Bess. Los hijos crecen.
La expresión de Bess delataba que no estaba preparada para aceptarlo.
– No sé qué me ocurre esta noche -admitió-. Por lo general no soy tan tonta y sentimental.
– No eres tonta, Bess -repuso Michael-. Esta noche es especial. Además la nostalgia te sienta muy bien.
– Oh, Michael…
Bess se apartó, consciente de su debilidad, y se dejó caer en un sillón junto a una maceta con una palmera.
– ¿Cómo está Lisa? -preguntó él.
– Dicen que el bebé es bastante grande y quizá tarde un poco en nacer.
– Nos quedaremos aquí el tiempo que sea necesario. ¿Y Stella? ¿Ya lo sabe?
– Sí -respondió Bess-. Ha preferido quedarse en casa y esperar la noticia.
– ¿Y Randy?
– Antes de que se marchara le expliqué que ya había comenzado las contracciones. Regresará mañana.
Michael se sentó a su lado y le cogió la mano. Reflexionaron sobre el tiempo que llevaban separados y su obstinación, que sólo les había conducido a la soledad. Se miraron las manos entrelazadas, agradecidos de que alguna fuerza ajena a ellos los hubiera reunido.
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