– Hablaremos pronto -dijo Michael.

– Gracias, señor.

Más incómodo aún, Mark se volvió hacia Bess.

– Buenas noches, señora Curran.

– Buenas noches, Mark.

El joven vaciló, y Bess acercó su mejilla a la suya. En el reducido recibidor, Michael abrazó a Lisa y dejó solas a madre e hija para que se desearan las buenas noches. Bess no se sintió capaz, y fue Lisa quien tomó la iniciativa. Sin embargo, tan pronto como Bess sintió los brazos de su hija alrededor de su cuello, la estrechó emocionada al tiempo que contenía las lágrimas. Su adorada primogénita, su Lisa, la que había aprendido a beber de una pajita antes de cumplir un año, la que había arrastrado su muñeca Gertrude por todo el vecindario hasta los cinco años, la que, enfundada en su pijama, había trepado a la cama de sus padres para tenderse entre ellos las mañanas de los sábados cuando tuvo la edad suficiente para bajar de su cuna sin ayuda.

Lisa, a quien ella y Michael habían deseado tanto.

Lisa, el fruto de unos tiempos rebosantes de optimismo.

Lisa, que ahora llevaba en su vientre a su nieto.

Bess le susurró con voz trémula el apodo que Michael le había puesto mucho tiempo atrás, en una época dorada en que todos ellos creían que vivirían por siempre felices.

– Lee-lee, te quiero.

– Yo también a ti, mamá.

– Sólo necesito un poco de tiempo. Por favor, querida.

– Lo sé.

A Michael, que esperaba con la puerta abierta, le conmovió que Bess hubiera usado el diminutivo cariñoso con que él llamaba a su hija.

Bess se apartó y apretó el brazo de Lisa.

– Descansa mucho. Te llamaré.

Pasó delante de Michael y se encaminó hacia el pasillo con el bolso bajo el brazo mientras se ponía los guantes y los tacones de sus zapatos color frambuesa resonaban sobre las baldosas del suelo. Michael cerró la puerta y la siguió. Se abotonó el abrigo y se levantó el cuello al tiempo que la miraba andar deprisa, como si llegara tarde a una cita de negocios.

Al final del pasillo, Bess consiguió bajar dos escalones antes de desmoronarse. Se detuvo de pronto, se agarró a la baranda y se inclinó sobre ella mientras con la otra mano se tapaba la boca.

Michael quedó inmóvil un peldaño más arriba, con las manos en los bolsillos del abrigo, y la observó llorar. La escena no hizo más que ahondar su tristeza. Aunque ella trataba de controlarlos, los sollozos brotaban de su garganta. Aun a su pesar, Michael le puso una mano en la espalda.

– Oh, Bess…

– Lo siento, Michael. Sé que debería tomármelo mejor… pero es una desilusión tan grande…

– Por supuesto que lo es. Para mí también.

Bess rebuscó en el bolsillo del abrigo, sorbió por la nariz, abrió el bolso, sacó un pañuelo de papel y se enjugó las lágrimas de espaldas a él.

– Lamento perder el control delante de ti.

– ¡Vamos, Bess! Te he visto llorar otras veces.

– Cuando estábamos casados, pero esto es diferente.

Se sonó la nariz, guardó el pañuelo y, con el bolso otra vez bajo el brazo, se volvió hacia él mientras se frotaba los ojos con sus elegantes guantes de piel.

– ¡Oh, Dios! -exclamó.

Apoyó las caderas contra la baranda de metal negro y clavó la vista en el pasamanos de la pared de enfrente.

Por unos minutos ninguno habló. Permanecían quietos en la oscuridad, impotentes para modificar el futuro que aguardaba a su hija.

– No puedo fingir que no es terrible. Nuestra única hija, y se casa de penalti… -dijo Bess por fin.

– Lo sé.

– ¿Opinas que hemos vuelto a fracasar? -Bess lo observó con los ojos enrojecidos y húmedos. Michael respiró hondo y con gesto cansado miró en derredor.

– No considero conveniente hablar del tema aquí. ¿Quieres que vayamos a un restaurante para tomar un café o alguna otra cosa?

– ¿Ahora?

– Sí. A menos que de verdad debas llegar pronto a casa.

– No, fue sólo una excusa para escapar. Mañana tengo mi primera cita a las diez.

– Bien. Entonces ¿qué te parece el Ground Round, en la avenida White Bear?

– Perfecto.

Descendieron por las escaleras con paso lento y cansino. Él se adelantó para abrirle la puerta y experimentó una pasajera sensación de déjà vu. ¿Cuántas veces, en el curso del noviazgo y del matrimonio, había repetido ese gesto? También había habido veces, durante la crisis, en las que él salía furioso delante de ella y le cerraba la puerta en la cara. Esa noche, después de la conmoción que habían sufrido, parecía más adecuado mostrarse cortés.

Fuera, su aliento flotaba en el aire frío, y la nieve crujía bajo sus pies. Bess se detuvo al inicio de la vereda que conducía al aparcamiento.

– Nos veremos allí -dijo.

– Yo te sigo.

Tomaron direcciones opuestas para llegar a sus automóviles y enfilaron el largo y pedregoso camino de la reconciliación.

Capítulo 2

Se encontraron en el vestíbulo del restaurante y siguieron a un joven amanerado de cabellos brillantes.

– Por aquí -les indicó.

Michael experimentó de nuevo una sensación de déjà vu al seguir a Bess como lo había hecho infinitas veces en el pasado, al mirar el ondular de su abrigo, el movimiento de sus brazos mientras se quitaba los guantes, al inhalar la débil estela de su perfume de rosas, el mismo que había usado durante años.

La fragancia era lo único que le resultaba familiar en ella. Todo lo demás era nuevo: la melena rubia con reflejos, que le llegaba casi a los hombros, la ropa cara, la seguridad en sí misma, la fragilidad. Todo esto lo había adquirido después del divorcio.

Se sentaron a una mesa junto a una ventana. Una lámpara de techo en forma de tazón y un foco color naranja daban un tinte especial a sus rostros, y en el exterior el brillo rosado del rótulo luminoso se reflejaba en la nieve. Ya se había retirado el gentío habitual de la hora de la cena, y un televisor colocado en algún rincón del bar transmitía un partido de hockey. La voz del comentarista se oía sobre la música de fondo.

Michael se quitó el abrigo y lo dobló sobre una silla vacía; Bess se dejó el suyo sobre los hombros.

Una camarera adolescente con la cabellera rizada se acercó y les preguntó si querían ver la carta.

– No, gracias. Sólo café -respondió Michael.

– ¿Dos?

Michael la remitió a Bess con una mirada.

– Sí, dos -contestó ella tras echar un rápido vistazo a la muchacha.

Cuando se quedaron solos, Bess fijó la mirada en las manos de Michael, enlazadas sobre el mantel individual de papel. Las tenía perfectas, bien formadas, con uñas cuidadas y limadas, y dedos largos. A Bess siempre le habían gustado. El vello oscuro que asomaba por los puños de la camisa las hacía parecer más blancas. Había una atracción innegable en el espectáculo de unas manos de hombre aseadas. Después del divorcio, en las circunstancias más extrañas e inesperadas -en un restaurante o en unos grandes almacenes-, Bess se había sorprendido alguna vez observando las manos de un desconocido y recordando las de Michael. Entonces despertaba a la realidad y se maldecía por haberse vuelto tan vulnerable a los recuerdos y a la soledad.

Desvió la mirada para posarla en el rostro de Michael, y hubo de admitir con pesar que todavía lo encontraba apuesto: cejas perfectas, atractivos ojos color avellana, labios carnosos y una espléndida cabellera negra. Reparó en unas pocas hebras plateadas sobre las orejas, sólo perceptibles bajo la luz directa.

– Bueno, la noche ha estado llena de sorpresas -comentó.

Michael rió entre dientes.

– Este es el último lugar donde esperaba terminar -agregó Bess- cuando acepté la invitación de Lisa.

– Yo también.

– No parece que la noticia te haya impresionado tanto como a mí.

– Quedé impresionado cuando me abriste la puerta.

– De haber sabido lo que Lisa se proponía, no habría acudido a la cena -afirmó Bess.

– Tampoco yo.

Se produjo un silencio.

– Escúchame, Michael, lo lamento mucho… Me refiero al intento de Lisa por revivir algo entre nosotros. Nuestra vajilla, el lomo, el budín de maíz, las velas… Tendría que haber sospechado que no nos gustaría.

– Fue una situación muy embarazosa.

– Sí, lo fue, y todavía lo es.

– Lo sé.

En ese momento les sirvieron el café; algo en que concentrarse en lugar del uno en el otro.

– ¿Oiste lo que me dijo Lisa cuando estábamos solas en la cocina? -preguntó Bess en cuanto se retiró la camarera.

– No. ¿Qué?

– En resumen su mensaje fue «crece, madre, durante seis años te has comportado como una criatura». Yo no tenía la menor idea de que le afectara tanto nuestro antagonismo. ¿Y tú?

– Lo he notado las veces en que me ha hablado de la familia de Mark, de lo unida que está y lo cariñosa que es.

– ¿Te ha hablado de eso?

Michael tomó un sorbo de café.

– ¿Cuándo? -inquirió Bess.

– No lo sé… En un par de ocasiones.

– Nunca me ha comentado que conversara contigo tan a menudo.

– Has levantado muchas barreras, Bess; por eso no te lo ha mencionado. Ahora mismo estás alzando otra. Deberías ver la expresión de tu cara.

– Bueno, me duele saber que charla contigo de esos temas y que los padres de Mark la conocen mejor que nosotros a él.

– Claro que duele, pero es lógico que cuenten más con la familia que se mantiene unida.

– ¿Qué opinas de Mark?

– No lo conozco muy bien -respondió Michael-. Creo que sólo he hablado con él en un par de ocasiones.

– No me lo explico -observó Bess-. ¿Cómo ha podido ocurrir esto, cuando llevan tan poco tiempo de noviazgo que apenas conocemos al muchacho?

– En primer lugar, no es un muchacho. Tienes que admitir, Bess, que ha afrontado la situación como un hombre. Esta noche me ha impresionado.

– ¿De veras?

– Ha estado al lado de Lisa, en lugar de dejar que ella sola anunciara la noticia. ¿No te parece digno de admiración?

– Supongo que sí.

– Además, por lo visto procede de una buena familia.

Bess había tomado una decisión cuando se dirigía al restaurante.

– No quiero conocerlos -aseguró.

– Oh, vamos, Bess, eso es ridículo. ¿Por qué no?

– No he dicho que me niegue a conocerlos. Lo haré, si no hay más remedio, pero no me apetece.

– ¿Por qué?

– Porque es duro estar con familias felices. Al verlas nuestro fracaso resulta más difícil de sobrellevar. Han conseguido lo que nosotros deseábamos tener y pensamos que tendríamos. Después de seis años, no he logrado vencer la sensación de fracaso.

Michael meditó un instante.

– Sí, sé a qué te refieres -reconoció-. Yo ya llevo dos desengaños.

Bess bebió un sorbo de café y miró a Michael con curiosidad.

– Me cuesta creer que vaya a preguntarte esto, pero ¿qué ha pasado?

– ¿Entre Darla y yo?

Ella asintió con la cabeza. Con la vista fija en su taza, Michael jugueteó con el asa.

– Fue un error desde el principio. Los dos habíamos sido infelices en nuestro matrimonio anterior y pensamos… bueno, ya sabes… Estábamos solos y, como acabas de decir, nos sentíamos fracasados. Parecía necesario iniciar otra relación y esforzarse para que saliera bien y de ese modo endulzar la amargura. Tardamos cinco años en comprender que en realidad nunca habíamos estado enamorados.

– Me temo que lo mismo le ocurrirá a Lisa -conjeturó Bess unos segundos después.

Michael la miró a los ojos mientras ambos reflexionaban sobre el futuro de su hija con el anhelo de que fuese más feliz que el suyo. Desde el otro lado de la barra les llegaba el zumbido plañidero de una licuadora. Michael esperó a que cesara para hablar.

– Sin embargo no nos corresponde a nosotros tomar una decisión por ella.

– Por supuesto que no, pero tenemos la responsabilidad de hacerle pensar en todos los hechos antes de dar el paso.

– ¿Qué hechos?

– Son demasiado jóvenes.

– Son mayores de lo que éramos nosotros cuando nos casamos y parecen saber muy bien lo que quieren.

– Eso dicen. ¿Qué otra cosa esperas que digan en estas circunstancias?

– No lo sé, Bess -respondió él con expresión meditabunda-. Parecen bastante seguros de sí mismos. Mark hablaba con sensatez. Ya habían decidido que querían tener hijos pronto, algo que el noventa por ciento de las parejas que se casan ni siquiera se plantean. Además, no veo nada malo en su manera de pensar. Como dijo Mark, ambos tienen un buen empleo, un hogar, el bebé tendrá dos padres que lo desean… Es un comienzo bastante sólido para un niño. Los padres jóvenes tienen más paciencia, salud y entusiasmo y después, cuando los hijos se van de casa, todavía están en edad de disfrutar de su libertad.

– ¿De modo que consideras que no deberíamos tratar de disuadirlos?