– Por lo visto no puedes mantenerte alejado del sexo -lo retó exasperada.

– No comprendes -dijo después de titubear-. Eso tiene relación con el despertar de las hormonas y del sexo. No necesariamente tiene que terminar en algo más íntimo. De adolescente sabía besar durante horas y seguir más…

– Olvídalo -se volvió para no verlo-. No quiero oír la descripción de tus experiencias.

– Supongo que no tenemos tiempo para eso -bromeó-. Pero deberías experimentar una sesión de caricias, al menos una vez en tu vida -la miró pensativo-. Yo te enseñaré.

– ¡No! -gritó Britt atemorizada.

– No te preocupes. No será una repetición de lo que ha sucedido en el sofá esta mañana.

– En eso tienes razón -acercó la revista a su rostro y fingió leer.

– Brin -empujó suavemente la revista-. Vamos, tardaremos sólo unos minutos y te juro que no terminaremos haciendo el amor.

Britt se ruborizó presa de un deseo por Mitch que le hacía tener la sensación de estar volando como una cometa. A pesar de todo, volvió el rostro hacia él.

– Mitch -murmuró desvalida.

– Calla -respondió ciñéndole los hombros y mirándola a los ojos-. No digas nada hasta que hayamos terminado.

Los ojos de Britt eran tan azules como el cielo hawaiano y la piel de Mitch era oscura, tersa y cálida. Britt vio que Mitch se acercaba tanto a ella que sus facciones perfectas comenzaron a borrarse.

Al principio los labios de Mitch fueron para Britt como una brisa tropical. La joven suspiró y entreabrió la boca. Él le cubrió los labios y ella cerró los ojos para dejarse ir a la deriva y sentir su contacto. Fue una danza fantástica, un viaje en un globo y un trayecto en balsa sobre un río. Obedeciendo a un impulso, Britt deslizó la lengua por la boca de Mitch. Ella se sintió deseada, necesitada y amada. Sí, amada.

Britt se acercó más porque necesitaba tener a Mitch más cerca, pero él suspiró y se alejó un poco para frotar su rostro con el de ella.

– No, eres muy atrevida. Nada de tocarnos debajo del cuello. Recuerda que sólo nos podemos besar.

Britt suspiró por una decepción que no pudo ocultar y se acomodó para permitir que él volviera a besarla. El beso fue largo, lento y perezoso y la hizo caer en un trance, en un sueño embriagador. Mitch siguió besándola y cuanto más duraba el beso más deseaba ella que no terminara. Llegaron hasta un punto en el que ella ya no supo dónde terminaba su boca y dónde comenzaba la de él.

– Ah -murmuró cuando él se alejó.

– ¿Te ha gustado? -preguntó Mitch divertido mientras ella trataba de retornar a la realidad.

– Sí -respondió apoyando la cabeza en el sillón y mirándolo con ojos soñadores. Se sentía como una adolescente enamorada-. Ay, si…

– Me alegro, Britt -murmuró ronco. La risa había desaparecido de sus ojos y la miraba muy serio. Le despejó un mechón suelto que le había caído a la mejilla-. También a mí me ha gustado.

De pronto Mitch se puso de pie y atravesó la habitación. La joven quiso detenerlo, hacer que volviera a su lado. Pero comprendió a tiempo que parecería una tonta si se lo pedía. El agradable calor que la había llenado comenzó a desaparecer.

Capítulo Ocho

La velada pareció volar. Britt preparó una cena consistente en carne con patatas, y pasaron el resto del tiempo jugando, cambiando y alimentando a las niñas.

A medianoche, Donna y Danni se durmieron al mismo tiempo. Britt y Mitchell estaban tan cansados que no pudieron hacer nada más que mirarse.

– ¿Qué hacemos ahora? -murmuró Mitch-. ¿No solía haber algo llamado «sueño», algo que hacíamos a esta hora de la noche?

– Lo recuerdo con vaguedad -contestó Britt entre bostezos.

Sus miradas se encontraron y la pregunta pendió en el aire: ¿Cómo dormirían esa noche?

– Iré a mi apartamento -sugirió Mitch.

– No -respondió Britt-. No hace falta. Yo podría, los dos podríamos…

– No podemos compartir la cama como anoche -dijo él mirándola con los ojos entrecerrados.

– ¿No podemos? -preguntó.

– No, Britt. No podemos -rió.

Britt desvió la cabeza. Seguramente él tenía razón. La situación ya era diferente. Habían llegado a una nueva etapa y dormir juntos era demasiado peligroso.

De cualquier manera, ella deseaba estar cerca de Mitch. Él era su fuerza y su apoyo. No sabía qué pasaría si la dejaba sola.

– Yo dormiré en el sofá -dijo animada y se levantó para ir a buscar la ropa de cama-. Tú puedes dormir en la cama.

Mitch también se levantó y la detuvo.

– No tan rápido -le dijo agarrándola de una muñeca-. De ninguna manera te quitaré la cama. Yo dormiré en el sofá -dijo con firmeza-. Así tiene que ser.

Y así fue. Britt ayudó a Mitch a preparar el sofá, el corazón le latía violentamente mientras ponía las sábanas.

– Buenas noches -murmuró cuando terminó dispuesta a irse a la alcoba.

– Buenas noches -respondió Mitch después de darle un beso fugaz.

Al quedarse solo en el sofá, Mitch se dijo que la había besado como a una amiga con la que mantenía una relación sin importancia. Era la única manera de hacerlo.

Sin embargo, se mantuvo despierto un buen rato, pensaba en ella y en lo que sentía al besarla. Britt tendía a mantenerse distante, como un animal tímido, pero en cuanto se relajaba, daba evidencia de una reserva inmensa de pasión oculta. La pasión había sido patente cuando le había demostrado lo que eran esos besos.

Se dijo que sería una gran esposa para algún hombre con suerte; luego esponjó la almohada pensando que él no sería el afortunado.


Las pequeñas durmieron hasta las cuatro de la mañana. Ese lapso de tiempo en que durmieron sin interrupción fue delicioso y Mitch y Britt lo celebraron tomándose un vaso de leche mientras alimentaban a las criaturas, las cambiaban y volvían a acostarlas. Donna se durmió pronto, pero tuvieron que pasear a Danni durante quince minutos para que conciliara el sueño. Luego Britt y Mitch se acostaron en sus propias camas y durmieron como troncos hasta las ocho de la mañana, hora en que las niñas volvieron a despertar ronroneando a la luz del sol.

– ¿Sabes una cosa? -preguntó Mitch mientras cambiaba de pañal a una de las criaturas-. Uno podría dedicar toda la vida a las pequeñas cuando están así.

– Es verdad. Las niñas tan pequeñas como éstas necesitan a sus madres.

– Y a sus padres -le recordó Mitch con orgullo-. ¿Qué decís, niñas? ¿Estáis listas para el desayuno? -hizo malabarismos con los biberones-. Vuestro chef de esta mañana es Mitchell Caine, un calentador de biberones extraordinario. Por favor tomad asiento y preparaos para que se inicie la alimentación.

Siguió haciendo payasadas mientras se preparaban para seguir con la rutina de la mañana y Britt rió y levantó a las niñas, una a una, para que lo vieran. Pero cuando se sentaron cada uno con una niña y un biberón, sintió un poco de tristeza. Sólo les quedaba ese día. Al día siguiente, tendrían que llevar a las niñas a algún lado y ella y Mitch tendrían que volver a sus respectivos trabajos. No había manera de ignorarlo, vivían con tiempo prestado.

Le parecía extraño que se hubiera adaptado con tanta facilidad a ser una madre adoptiva. Nunca había albergado deseos secretos de tener un bebé. Pero parecía que no era sólo la maternidad la que la atraía. Eran esas dos niñas. Tenían algo a lo cual Britt no podía resistirse.

Miró a Mitchell y él sonrió. El corazón de Britt mariposeó. No podía describirse de otra manera. Sintió que las mejillas se le encendían. Bajó la cabeza y deseó que Mitch no se hubiera dado cuenta. Ella no podía dejar de pensar en él. Mitch era parte de esa experiencia, estaba tan estrechamente ligado a todo lo ocurrido que no podía pensar en las gemelas sin pensar en él. Pero había más.

Sabía que nunca había sentido lo mismo por ningún hombre. Nunca había reaccionado así. Nunca le había gustado otro tanto como él, nunca había querido que la besaran y acariciaran como deseaba que lo hiciera él. ¿Era eso amor?

Realmente no importaba. Mitchell no estaría a su lado mucho tiempo. Los dos lo sabían. Tendría que ocultar lo que sentía por él. No había nada peor que una mujer enferma de amor fantaseando con un hombre que no tenía ningún interés en ella. No se permitiría ser ese tipo de mujer. Nunca.

Danni terminó el biberón y le sonrió a Britt quien le correspondió feliz. Levantó a la criatura sobre su hombro y le dio palmaditas hasta que obtuvo un gran eructo que la hizo reír de nuevo. Luego dejó a la niña encima de la manta, en el suelo, y corrió a la alcoba de donde salió con la ropa que habían comprado el día anterior.

– Qué haces? -preguntó Mitch mientras colocaba a Donna al lado de su hermanita.

– Ponerles los vestidos y los gorros -respondió-. Tienen que ir a la catequesis del domingo.

– ¿Qué?

– Tranquilo -sonrió-. No las sacaré. Lo haremos aquí mismo. Sólo unas canciones y una plegaria -dio unos pasos atrás para mirarlas con orgullo.

Mitch se mantuvo distante mientras las observaba; estaba tan orgulloso como Britt, pero no se lo diría.

– Al menos te convencí de que no compraras los zapatos -gruñó él.

– Lo sé. Por eso el cuadro no es perfecto -frunció el ceño-. Pero los calcetines ayudan.

– Sin la menor duda -rió-. Siempre ayudan, ¿no?

– Ve a por la cámara, por favor -se volvió hacia él sonriendo-. Está encima de la mesa del comedor -se inclinó y les estiró los calcetines. Cuando Mitch volvió estaban listas para las fotografías.

Hicieron las fotos por turnos para que uno y el otro posaran con las pequeñas con diferentes trasfondos. Rieron y jugaron hasta que las niñas se cansaron y empezaron a lloriquear. Luego, cada uno levantó a una chiquilla y se pasearon con ella hasta que comenzó a dormitar. Finalmente las acostaron.

– Es maravilloso cuando las dos se duermen al mismo tiempo -murmuró Britt al dejarlas en las camas-. Ojalá hubiera alguna manera de programarlo para que siempre sucediera así.

Cuando volvieron a la sala y vio que estaba hecha un caos frunció el ceño. Su casa que normalmente mantenía inmaculada, parecía un campo de refugiados. Biberones, ropa, mantas, sonajeros, todo yacía por doquier.

– Qué desorden -comentó-. Dame un minuto y esto quedará…

– No.

– ¿No? -repitió confusa e intrigada.

– No, cuando se tienen niños también se tiene desorden -movió la cabeza y sonrió-. Aprende a vivir con eso, Britt Lee. En este momento necesitas descansar para renovar tus energías para el siguiente encuentro con los angelitos. Vas a venir a sentarte en el sofá y a descansar unos minutos.

– ¿SÍ?

Por algún motivo que no pudo comprender bien, permitió que Mitch la llevara al sofá y tirara de ella para sentarla a su lado.

– Has conseguido que yo te hablara de mi niñez, pero tú no has dicho una sola palabra respecto a la tuya.

– No suelo hablar de ella -se puso tensa y deseó no haber cedido a la tentación. Se movió inquieta-. Tengo que arreglar esto un poco y todavía no hemos desayunado.

Mitch llevaba bastante tiempo trabajando de investigador, de modo que reconoció inmediatamente la reacción de Britt. Con indiferencia fingida, le rodeó los hombros con el brazo para mantenerla quieta.

– Todavía no -murmuró-. Descansaremos y hablaremos. ¿De acuerdo?

Britt se obligó a tranquilizarse un poco y asintió a regañadientes.

– Muy bien, comenzaremos por el principio -sugirió él-. ¿Dónde naciste?

– Aquí en Honolulu -lo miró y desvió la mirada.

– ¿Cuándo?

– Hace veintiocho años -dijo después de humedecerse los labios.

– Ah, eres mayor de lo que pensaba.

– Pero sigo siendo más joven que tú -se volvió con una sonrisa.

– ¿Cómo se llama tu madre? -preguntó sonriendo.

– S-S-Suzanne -dijo y se maldijo por tartamudear.

Mitch le dio entonces la mano, como si quisiera protegerla. Por lo visto a Britt le resultaba difícil hablar de eso. Pero el instinto de Mitch le indicó que necesitaba hablar un poco más del tema. Además, él deseaba saberlo.

– ¿Y tu padre?

– Tom.

– ¿Tienes hermanos o hermanas?

– No.

– ¿Dónde están ahora tus padres?

– Murieron.

Durante un momento Mitch pensó que quizá sería mejor olvidar esa conversación, pero decidió continuar. Algo le indicaba que Britt necesitaba hablar.

– Lo siento. ¿Cuándo murieron?

Britt tenía un nudo en la garganta y no pudo decir una palabra más. Era ridículo y ella lo sabía. Sus padres habían fallecido años atrás. Ella ya debería aceptarlo con tranquilidad. ¿Qué le pasaba?

Odiaba pensar en eso, odiaba revivir aquellos días. Era como mirar dentro de una cueva y sentir que salía un aire frío y peligroso.

– Yo era una chiquilla -logró decir por fin-. Tenía cinco años.