– Nunca me fijo en ese tipo de noticias -murmuró moviendo la cabeza lentamente.

– Me lo imagino -volvió a sonreír al ver su actitud de erudita. Seguro que para entretenerse aquella mujer sólo leía la sección financiera y los editoriales.

Era un alivio poder aclarar por fin el asunto. Mitch consultó el reloj y pensó en Chenille. Si se daba prisa, llegaría a tiempo para ver la primera función.

– Supongo que ya sabes dónde estamos -dijo de forma amistosa-. Esos bebés no tienen nada que ver conmigo.

– Lo siento mucho -lo miró con tristeza-. Sólo trataba de protegerlos.

Él sonrió y de pronto su aspecto fue bastante agradable. Quizá, a pesar de todo, llegaran a ser buenos vecinos.

– No ha habido daños -contestó encogiéndose de hombros-. De hecho, ha sido interesante de alguna manera -se volvió hacia la sala-. Tengo un compromiso y debo irme ya.

– Pero… deja a los bebés.

– No puedo acudir a una cita con ellos -se volvió para despedirse y la vio tan angustiada que tosió con discreción-. Además, no son míos.

– Supongo que eso ya lo hemos dejado claro -asintió con la cabeza inclinada de lado para verlo bien-. Pero tampoco son míos.

– Usted se los ha encontrado -se la quedó mirando porque no comprendía y comenzaba a preocuparse, pero le ofreció su sonrisa más irresistible-. Quien encuentra algo se queda con ello.

– A los niños no se les puede meter en el armario como se hace con unos patines o una pelota nueva de baloncesto. Necesitan cuidados constantes.

Él titubeó y observó la habitación como si fuera a encontrar la respuesta en las paredes. Cuidados constantes.

– Entonces, ¿qué hacemos ahora? -preguntó-. ¿Llamar a la policía?

– Es lo último que querría hacer -movió la cabeza más angustiada y titubeante-. La policía no está equipada para cuidar a recién nacidos. Tienen otras cosas que atender.

– ¿No están las agencias del gobierno para atender este tipo de problemas?

– He llamado al Servicio Social -miró el reloj-. Dése cuenta de la hora que es. Las oficinas deben estar cerradas ya y no me han llamado -lo miró con aire de desafío-. Creo que comprende lo que eso significa. A menos de que Sonny aparezca o vuelva Janine para llevárselos, tendremos que quedarnos con las criaturas toda la noche.

– ¡Toda la noche! No, eso sí que no -Britt creyó que lo vio ponerse lívido. Comenzó a alejarse de ella preocupado al comprender la situación-. Imposible. Además, ¿a quiénes se refiere al decir tendremos?

– Usted y yo -lo siguió para no permitir que saliera-. t0 cree que voy a dejar que los cuide solo?

– Pensaba que por ser mujer, usted se ofrecería a cuidarlos. Es algo que saben hacer las mujeres.

Britt hizo un movimiento negativo con la cabeza y esbozó una sonrisa.

– Lo siento, Mitch. No será tan fácil. Verá, aunque yo sea mujer, no sé nada de bebés.

– Yo tampoco -respondió acongojado.

Los dos suspiraron moviendo la cabeza, unidos con un lazo de tristeza, pero un sonido en la siguiente habitación los hizo reaccionar.

– ¿Qué ha sido eso? -preguntó Mitch.

– No estoy segura -contestó Britt-. Vamos a ver.

Las criaturas se contorsionaban en el canasto, agitaban la manta que los cubría y hacían muecas.

– Van a llorar -dijo Britt y levantó a una criatura en brazos.

Mitch observó con recelo a la criatura que seguía en el canasto.

– No me gusta oír llorar.

– Pues va a tener que soportarlo -insistió Britt con firmeza y le pasó a la criatura que tenía en brazos antes de que él pudiera alejarse-. Ahora tendrá que tolerarlo.

Mitch se desplomó en la cama; sostenía a la criatura como si fuera una bomba a punto de explotar. ¿Cómo era posible que eso estuviera sucediéndole a él? Hacía una hora que seguía su rutina pensando en la emocionante cita que lo esperaba. Nunca había imaginado que terminaría cuidando bebés ajenos. Sus planes no incluían cuidar criaturas. No tenía antecedentes ni entrenamiento. Tendría que hacerlo otra persona. Esperanzado miró a su alrededor, pero Britt ya estaba ocupada con la segunda criatura.

Bebés. ¿Qué son, después de todo? Seres humanos en miniatura. Nunca le había prestado atención a las conversaciones sobre bebés y en ese momento lo lamentó.

La criatura se contorsionó y eructó. Mitch miró a Britt alarmado.

– ¿Qué está haciendo? -preguntó.

Ella los miró y suspiró exasperada. No le tenía la menor consideración. Ella no tenía más experiencia que él en ese tipo de asunto, pero no se dejaba vencer por el pánico.

– Tienen nombres -dijo levantando al otro bebé para tranquilizarlo-. Esta es una niña, se llama Danni. El nombre de la que tienes tú está en el cuello de su trajecito.

Mitch bajó la vista y vio el nombre de Donna bordado en la tela.

– Ay, Dios. Son niñas -se estremeció-. Por nada en el mundo les cambiaré el pañal.

– Actúas como si fueras un bebé -estuvo a punto de echarse a reír-. Por Dios, somos adultos. Podemos organizarnos y somos capaces de hacerlo.

– ¿Eso crees? -no estaba seguro.

Al ver su expresión de terror, Britt se echó a reír. No pudo evitarlo. Nunca había visto a un hombre tan desvalido. Era un hombre atractivo, mundano y dispuesto a disfrutar la vida, pero estaba ahí dominado por un diminuto bebé. Era ridículo.

– Me alegro de que esta situación te parezca tan divertida -dijo Mitch con tono glacial-. Adelante, sigue divirtiéndote. Pero este bebé está haciendo algo y no me imagino qué puede ser.

– Mira -Britt tocó la mejilla suave de la criatura y ésta movió la cabeza en tanto buscaba algo con la boca-. Tiene hambre.

– Hambre? -observó el canasto-. ¿Con qué la vamos a alimentar?

Britt levantó al otro bebé y lo apoyó en su hombro para darle unas palmaditas consoladoras.

– Janine ha dejado cuatro biberones con leche, pero casi se acabaron. Tendré que ir a la tienda…

– Lo haré yo -se ofreció de inmediato esperanzado-. Iré a comprar lo que quieras.

Ella lo miró con recelo.

– Soy consciente de que mi primera reacción ha sido salir de aquí lo antes posible, pero sé que éste es más problema mío que tuyo. Te agradezco la ayuda que me brindas.

– ¿De verdad? -estaba realmente sorprendida. Había pensado que Mitch era demasiado egoísta e insensible como para darse cuenta de la realidad.

– Sí -se puso de pie y dejó a la criatura en el canasto-. Iré a la tienda y volveré, lo juro.


Antes que nada buscó un teléfono público para marcar el número del centro nocturno.

– Por favor, comuníqueme con Chenille.

– Cariño ¿dónde estás? -contestó ella a los pocos segundos-. Estoy a punto de salir.

– Se me ha presentado un imprevisto, Chenille -le explicó con tristeza-. Si me fuera posible, estaría a tu lado.

– Ah -suspiró ella-. ¿Podrás venir para la segunda presentación? Quiero que pasemos juntos el resto de la noche. Prométeme que llegarás.

– Lo intentaré, Chenille, te aseguro que lo intentaré.

Gimió cuando colgó el teléfono. ¿Por qué habían tenido que aparecer precisamente esa noche esos bebés? No tuvo tiempo para lamentarse de su mala suerte. Debía comprar algunas cosas. Se volvió y sacó la lista que Britt le había dado.

Uno, leche preparada. Dos, pañales desechables, del tamaño más pequeño. Tres, un libro, cualquiera, con instrucciones para cuidar a los bebés.

Tenía consigo un biberón de modo que no fue difícil comprar la misma preparación. Tuvo más dificultad con los pañales. ¿Eran Donna y Danni recién nacidas? ¿Cómo podía saberlo? Terminó comprando cuatro tamaños diferentes, por las dudas. En cuanto al libro, no encontró ninguno relacionado con el cuidado de bebés. Miró a su alrededor, antes de ponerse en la fila y añadió una bolsa de patatas fritas, un aderezo para las mismas y una caja grande de galletas. Presentía que la noche iba a ser larga.

– ¡Vaya! -exclamó la mujer de la caja registradora al marcar los precios de los diferentes tamaños de pañales-. ¿Cuántos bebés tiene, señor?

– Demasiados -respondió sonriendo con tristeza-. Me están agotando.

Se oyeron murmullos de conmiseración en la tienda cuando él sacó el carrito. Se sintió como un tonto mientras subía la voluminosa compra en el ascensor. Cuando llegó a la puerta del apartamento de Britt se sentía como un mártir.

Pero cuando Britt le abrió la puerta para dejarlo pasar, su complacida autoconmiseración desapareció al instante. Ella estaba hecha un desastre.

La primera vez que la había visto presentaba un aspecto de dominio, estaba perfectamente peinada y controlaba sus emociones.

En ese momento veía a una mujer diferente. Tenía la mirada perdida, el pelo se le desprendía del moño y volaba en todas direcciones, estaba descalza y se había quitado la chaqueta. A la blusa que vestía parecía faltarle el botón superior y tenía una mancha oscura encima de un seno.

– Menos mal que ya has vuelto -gimió-. No puedo hacerlo sola. Deprisa. Las dos gritan a todo volumen.

Los gritos procedentes de la alcoba confirmaron lo dicho por ella. Mitch titubeó, pero ella lo agarró de la manga y tiró de él.

– Míralas -gimió estrujándose las manos-. Las he llevado en brazos y consolado por turnos, pero nada me ha dado resultado.

Tenía razón. Las dos criaturas aullaban con los rostros enrojecidos y los cuerpecitos contorsionados por la rabia. Mitch nunca había visto algo parecido y se asustó.

– ¿Están… bien? -preguntó inclinándose hacia las pequeñas-. Parece que algo no marcha bien. A lo mejor están enfermas. Quizá deberíamos llevarlas a urgencias.

Ella lo negó con un movimiento de cabeza.

– No creo que sea nada. Seguro están enfadadas porque no las han dado de comer. ¿Dónde están los biberones?

– Aquí -dejó las bolsas en el suelo y sacó un grupo de cuatro botellas pequeñas-. ¿No debemos calentarlas o hacer algo con ellas?

– Lo haré yo. Usaré el microondas. Trata de calmarlas mientras termino.

– ¿Yo? -se volvió para mirar a las pequeñas y fue presa del pánico-. ¿Qué tengo que hacer?

– Levanta a una y mécela un rato, luego haces lo mismo con la otra. Es lo único que he hecho desde que te has ido -cansada se pasó la mano por la frente.

Al mirarla, Mitch sintió un ramalazo de simpatía. Britt parecía agotada, pero al mismo tiempo más accesible que cuando estaba perfectamente peinada. A pesar del ruido creciente que los rodeaba, Mitch le sonrió para animarla.

– Ve a calentar los biberones -le dijo-. Yo me encargaré de las cosas aquí.

– Bien -correspondió a su sonrisa con agradecimiento y el rostro pareció iluminársele. Levantó la bolsa con los biberones y se volvió-. No tardaré.

Mitch se ocupó de los bebés. No tenía otra opción. Las criaturas exigían atención.

Parecía que Donna estaba más inquieta y lloraba tanto que se ponía morada. Mientras los gritos le desgarraban los oídos, él se dio fuerzas para levantarla, pero se sintió como un hombre perseguido por un tigre. Donna se contorsionaba de tal manera que le resultaba difícil sostenerla.

– Oye -trató de apoyarla en su hombro, pero no tuvo suerte-. Cálmate, cariño -la niña le pateaba el pecho.

– Debes calmarte -con torpeza trató de darle unas palmaditas, pero comprendió que no servía.

Mitch sintió que la frente se le perlaba de sudor. Aquel era un trabajo difícil. De hecho, tenía la sensación de estar luchando contra aquella criatura. ¿Quién hubiera imaginado que algo tan pequeño podía ser tan fuerte y gritar a ese volumen? Deseó poder calmarla. Por primera vez en su vida le dio importancia a las habilidades de la comunicación. Deseó poder hablarle, averiguar qué le pasaba y darle una solución rápida para que dejara de llorar.

– Ya está -Brin le entregó un biberón y levantó a Danni-. Comprueba si está demasiado caliente -le demostró cómo debía hacerlo vertiendo un poco de leche preparada sobre el dorso de su muñeca.

– ¿Cómo sabes que se hace así? -preguntó.

– No sé -contestó mientras se sentaba al lado de Mitch-. Quizá lo haya visto en el cine o en la televisión -se acomodó y le acercó _ el biberón a la criatura-. Toma -murmuró-. Es hora de comer.

Mitch la observó y la imitó. En poco tiempo, los aullidos desaparecieron y se oyó un alegre sonido de satisfacción mientras las niñas comían.

Mitch levantó la mirada y se encontró con la de Britt. Los dos se echaron a reír.

– Sólo tenían hambre -comentó él-. Intentaré hacer lo mismo la próxima vez que tenga que prescindir de una comida. Gritaré hasta que alguien venga a alimentarme -suspiró mirando al bebé-. Pensándolo bien, debería estar gritando en este momento. ¿Qué hora es?

– Tarde -lo miró-. Podemos pedir que nos traigan una pizza.

– He comprado unas galletas, patatas fritas y una salsa de queso en la tienda -ojeó la habitación y se preguntó qué habría pasado con la bolsa porque sólo vio cajas y cajas de pañales.