– Como te he dicho, podríamos encargar una pizza -hizo una mueca y Mitch, ahogando la risa, se volvió para mirarla.
– ¿Es que eres una fanática de la buena alimentación? -le preguntó sonriente.
Britt sonrió antes de volver a concentrarse en la pequeña que tenía en brazos. Hacía un momento estaba casi histérica por culpa del llanto. En ese momento sentía que se llenaba de tranquilidad interna.
De modo que eso se sentía al tener una criatura. Nunca había pensado en ello. Sus planes no incluían hijos. Sus ilusiones desde pequeña se habían concentrado en lograr una vida excitante. Mientras otras chicas jugaban con muñecas, ella llenaba una carpeta que llevaba consigo adonde fuera. Incluso en el presente, el trabajo era lo más importante. Sin embargo, se dio cuenta de lo agradable que era tener a una criatura en brazos.
Se enderezó. No le serviría de nada caer en el embrujo de la maternidad. Desvió su atención de la vida nueva que tenía en el regazo y se volvió para ver al hombre que estaba a su lado.
Mitch miraba a la niña que tenía en brazos con expresión pensativa. Poco faltó para que soltara la carcajada. Era gracioso, pero sus sentimientos hacia él habían dado un giro. Al principio, cuando pensaba que era Sonny, lo había despreciado por considerarlo despiadado y cruel, el tipo de hombre que se aprovechaba de las mujeres y luego se olvidaba de ellas. Luego había descubierto que no era tan malo y que se llamaba Mitch. De cualquier manera, sabía que era un donjuán.
Aun así, tenía que reconocer que la: había ayudado sin quejarse demasiado.
Britt sabía que a veces era demasiado rígida. Más que nada era una manera de protegerse. No quería que la gente se le acercara demasiado. No tendría que preocuparse por eso con ese hombre. Él no tenía intenciones de acercarse mucho a ella. Tenía su propia vida y ella sabía que estaba deseando volver a ella. Mitch tendría que esperar. Una velada no lo iba a matar, quizá le enseñaría algo. De hecho, ella estaba aprendiendo cosas que pensaba que nunca iba a necesitar.
Cuando Mitch se había ido a hacer las compras, ella no sabía si volvería. Cuanto más nerviosas se ponían las niñas, tanto más dudaba. Una vez la había abandonado una persona en la que había confiado. Y cuanto más tardaba Mitch, más segura había estado de que volvería a sucederle.
Ese era uno de los motivos por los que había estado tan irritada cuando él había vuelto. Estaba muy nerviosa cuando le había abierto la puerta. Las mejillas se le encendieron al recordarlo. Sin embargo, Mitch había vuelto. Sería agradable pensar que era alguien en quien ella podía confiar, pero quizá eso fuera exagerar un poco.
Mitch se iría en cuanto pudiera. Ella lo sabía y de hecho, lo aceptaba de buena gana. Mientras tanto, Mitch estaba ahí.
Capítulo Tres
– Las dos se han dormido -le susurró Britt a Mitch.
– ¿Y ahora qué hacemos? -preguntó quedo después de asentir y de mirarla por el rabillo del ojo.
– No sé -dominó la risa-. No me atrevo a moverme por miedo a despertarla.
– Lo mismo me pasa a mí -suspiró él-. La primera regla sobre el cuidado de los bebés es que es bueno que estén dormidos y malo que se despierten.
– ¡Qué cosa tan horrible has dicho! -reaccionó de manera predecible-. Es mejor cuando están despiertos porque es cuando aprenden -pensó un momento-. Podríamos decir que es bueno que estén dormidos, pero es mejor cuando están despiertos porque uno se sobrepone a los momentos difíciles.
– No, tus palabras no me convencen -movió la cabeza y la miró divertido-. ¿Por qué las mujeres siempre tienen que buscar el lado positivo de todo?
– Porque a las mujeres les gusta llevarse bien con los demás -lo miró con expresión desafiante-. No son como los hombres que siempre están compitiendo.
– ¿Estás segura? -ahogó una carcajada-. ¿Alguna vez has visto a un equipo de chicas jugando al baloncesto?
– Desde luego, hay excepciones.
– Así es -se movió incómodo-. Ay, se me está durmiendo la pierna. Tendré que acostar a esta pequeña.
Britt se movió despacio para hacerle sitio y él se puso de pie, sosteniendo a Donna con el mayor equilibrio que pudo. Conteniendo el aliento, la acomodó con cuidado en el canasto. La pequeña abrió la boca, pero no los ojos.
Se volvió para quitarle a Danni a Britt y ésta lo observó maravillada por su ternura. Cierto, era torpe, pero muy sensible.
En cuanto dejó a la segunda niña, Mitch miró el reloj y Britt supo que seguía deseando acudir a la cita que tenía.
– Pide tú la pizza -le dijo volviéndose para salir de la habitación antes que él-. Yo guardaré las compras.
– Está bien -volvió a consultar el reloj y titubeó. Chenille ya estaría descansando en su camerino, vestida con un vestido transparente. Si se daba prisa…
– Me gusta con champiñones y pepinillos -dijo Britt intentando sacarlo de su ensoñación-. Pero pide lo que quieras.
– Setas y pepinillos. Eso pediré.
Cuando descolgó el teléfono en la sala, para hacer el pedido, comprendió que estaría allí por lo menos una hora más. Todavía no podía irse, pero lo haría pronto.
– Espérame, Chenille -murmuró mientras buscaba el número telefónico de las pizzas en la guía-. Ten paciencia, iré.
Por suerte, Britt no lo oyó. Estaba ocupada en la cocina guardando los biberones, la bolsa de patatas, la caja de galletas y un recipiente de plástico que contenía el aderezo de queso.
– Morirás antes de llegar a los cincuenta años -le dijo a Mitch cuando él entró a la cocina.
– ¿Tú crees?
– Si esto es una muestra de lo que comes con regularidad, debo decirte que estás destruyendo tu organismo.
– Aha, sabía que eras una fanática de la salud.
– De ninguna manera. Soy una persona normal que se alimenta con una dieta equilibrada.
– Yo hago lo mismo -cogió la bolsa de galletas antes de que Britt pudiera guardarla-. Me he dado cuenta de que las galletas eran más pesadas que las patatas y he comprendido que necesitaría algo para equilibrar.
– Nada de comer antes de la cena -gimió y le quitó la bolsa antes de que pudiera abrirla.
– Sí, mamá -murmuró fingiendo obediencia y sonriendo-. Debo dejar sitio para la nutritiva pizza.
– Las pizzas no son lo mejor del mundo, pero son más nutritivas que la mayoría de la comida basura -dijo después de titubear-. Además, a esta hora de la noche, no tenemos mucho de dónde elegir.
– No te preocupes. Me encantan las pizzas.
No tardaron en llevarles el pedido e inmediatamente se sentaron en lados opuestos de la mesa de la cocina. Cada uno tenía su porción de pizza y un vaso de leche fría.
Mitch disimuló una sonrisa cuando Britt sacó dos tenedores y le ofreció uno. Él lo rechazó con un movimiento de cabeza, pero calló el comentario burlón que se le ocurrió y aceptó la servilleta de papel.
Era gracioso que el apartamento de Britt se pareciera tanto al suyo y al mismo tiempo fuera tan diferente. Desde luego, eran dos personas absolutamente incompatibles.
– Dime por qué el llanto es tan terrible -comentó Mitch.
– ¿Qué quieres decir? -preguntó a pesar de que sabía que se refería al llanto de los bebés.
– No lo sé -frunció el ceño-. Supongo que es desesperante porque uno piensa que se debe hacer algo inmediatamente para que dejen de llorar.
– Quizá sea una treta para llamar su atención -contestó con la cabeza ladeada-. El llanto nos hace reaccionar inmediatamente para que nos acerquemos a la criatura para darle lo que necesita.
A Mitch le resultó agradable ver que se tomaba el asunto con tanta seriedad. Eso no era normal en las mujeres que él conocía. Eso le gustó.
– Deberían buscar una fórmula para que los bebés no lloraran -se estremeció-. ¿No sería maravilloso? Un bebé que nunca llora.
– Tienen que llorar y gritar. Los ayuda a crecer y a desarrollar los pulmones.
– Dónde has aprendido todas esas cosas?
– No estoy segura -lo miró distraída-. Probablemente lo habré oído en algún lado.
– Quizá cuando eras pequeña.
– Es posible. ¿Más pizza? Hay bastante. ¿Quieres más leche?
Mitch aceptó el ofrecimiento. Seguía hambriento.
– Me sorprendes -comentó Britt.
– ¿Por qué? -levantó la mirada y la observó con expresión interrogante.
– Parece que te ha resultado fácil aceptar la situación -sonrió-. Pensaba que ibas a reaccionar violentamente cuando te sugerí que te quedaras para ayudarme.
Mitch contestó con una sonrisa encantadora.
– He estado gritando, ¿no te das cuenta? -repuso-. Un vestigio de mi orgullo lastimado está gritando -hizo un movimiento con la mano-. Pero no le prestó atención.
– Muy bien -se volvió para no verlo sonreír de nuevo-. Supongo que los gritos de las criaturas han ahogado los tuyos.
– ¿Cuánto tiempo crees que tienen? ¿Lo dice en alguna parte?
– No y he tratado de calcularlo. No sé mucho de niños, pero creo que no son recién nacidos, aunque todavía no han llegado a la edad que se ve en las cajas de jabón.
– ¿Las cajas de jabón?
– Las fotos que aparecen en ellas. Las de los bebés mofletudos que tienen unos seis meses. Estas niñas no tienen esa edad -levantó la cabeza al recordar algo-. ¿Has traído algún libro sobre bebés?
– No, no había ninguno en el supermercado.
– Ya he visto que has traído otro libro. ¿No te has dado cuenta de que el cuidado y la alimentación de los coches deportivos no tienen ninguna relación con el cuidado y la alimentación de los bebés?
– Qué diferencia hay entre los bebés y los coches deportivos? Los dos necesitan mucho dinero y cuidados cariñosos.
– Muy bien. No olvidaré que tendrás que ayudar la próxima vez que las criaturas necesiten cambio de aceite -suspiró-. Necesitamos alguna guía para cuidarlos porque ninguno de los dos sabemos cómo hacerlo -pensativa, frunció el ceño-. En algún lugar debe de haber una librería abierta durante la noche -empujó la silla y se puso de pie-. Ya sé, la farmacia de la esquina. Iré a ver qué tienen.
– ¿No crees que es demasiado tarde para que salgas sola a esta hora de la noche?
– Por supuesto que no -replicó-. Tú has salido antes, ahora me toca a mí.
Mitch sonrió cuando Britt se levantó para dirigirse al baño. Aquella mujer le gustaba. No flirteaba ni perdía el tiempo como lo hacían la mayoría de las mujeres que conocía. Era sencilla y sincera, bueno, al menos sincera. Casi como una amiga.
– Hasta pronto -gritó ella al salir del apartamento.
Mitch movió un brazo a manera de despedida y retornó a sus pensamientos. La posibilidad de tener una amiga siempre lo había intrigado. Nunca lo había conseguido. De alguna manera, las mujeres que frecuentaba siempre terminaban siendo algo más que amigas y eso parecía ser el patrón de su vida.
Con ella sería diferente. Britt no era el tipo de mujer que le gustaba y no se habrían acercado tanto de no ser por una contingencia. Las circunstancias eran únicas, indicadas para entablar una amistad. Quizá con ella lograría ganarse una amiga.
Le gustaría. Sería interesante recabar el punto de vista de una mujer sobre las cosas sin que los instintos animales interfirieran. Sería divertido. Podrían desayunar juntos, hablar de la vida en general o quizá de los compromisos con el sexo opuesto que habían tenido la noche anterior. Podría pedirle consejo. Él podría decirle que no le gustaba el hombre con el que estaba saliendo. Quizá podrían ir juntos al cine, luego cenar tarde en uno de sus restaurantes favoritos, Keecko.
Nunca llevaba a sus compañeras a Keecko porque era un poco vulgar para ellas. Ellas necesitaban manteles de lino blanco. Keecko era un sitio para llevar sólo a los amigos. En efecto, sería agradable.
Se levantó dispuesto a salir de la habitación, pero le pareció que algo lo llamaba. Miró hacia atrás, permaneció de pie un momento y vio los platos y el cartón de leche encima de la mesa.
Decidió ordenarlo todo sintiéndose muy virtuoso.
Poco después estaba junto a la puerta de la habitación observando a las criaturas. Parecían angelicales. Se acercó y miró los deditos, las bellas pestañas y las boquitas y experimentó un extraño sentimiento.
– Está en nuestros genes -se dijo quedo-. Uno no puede evitar amar a los bebés.
Al menos mientras dormían.
Ojeó la habitación. Todo estaba limpio y ordenado y tuvo la tentación de tirar al suelo una almohada o sacar algunas cosas de un cajón. ¿Qué pasaría si cambiaba las cosas de los cajones para que ella no encontrara nada? Por instinto supo que eso la enloquecería y deseó no tener tanto miedo de despertar a las pequeñas. Lo haría si no hubiera sido por eso.
Luego se burló de sí mismo por seguir teniendo esos impulsos juveniles.
– Es por culpa de las niñas -murmuró mientras se volvía para salir de la habitación-. Hacen que se despierte el chiquillo que hay en mí.
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