– ¿Y cómo se supone que viviremos?
– Pidiendo prestado a los amigos, supongo. No lo sé, Sarah. Tendremos que resolverlo cuando ocurra. De momento estamos bien. Nadie vendrá a buscarme en medio del caos que ha dejado el terremoto. Tendremos que ver qué pasa la semana que viene.
Pero Sarah sabía, igual que él, que todo su mundo se estaba viniendo abajo. No había manera de evitarlo, después de todas las trampas que él había hecho.
– ¿Crees que nos quitarán la casa?
De repente, al mirar alrededor, pareció dominarla el pánico. Era su hogar. No necesitaba una casa tan lujosa como esa, pero era donde vivían, la casa donde habían nacido sus hijos. La perspectiva de perderlo todo la aterraba. Si arrestaban y procesaban a Seth, podían quedarse en la miseria en un abrir y cerrar de ojos. Empezó a ser presa de la desesperación. Tendría que encontrar un empleo, un lugar donde vivir. ¿Y dónde estaría Seth? ¿En prisión? Solo unas horas antes, lo único que quería era saber que sus hijos estaban sanos y salvos después del terremoto, que no se les había caído la casa encima. Y de repente, después de lo que Seth le había revelado, todo lo demás se venía abajo y lo único que tenía seguro ahora eran sus hijos. Ni siquiera sabía quién era Seth, después de lo que le había dicho. Llevaba cuatro años casada con un extraño. Era el padre de sus hijos. Lo había querido y había confiado en él.
Al pensar en ello, rompió a llorar con más fuerza. Seth se acercó para abrazarla, pero lo rechazó. Ya no sabía si era amigo o enemigo. Sin pensar siquiera en ella y en los niños, los había puesto en peligro a todos. Estaba furiosa con él, y des-trozada por lo que había hecho.
– Te quiero, cariño -dijo él en voz baja.
Ella lo miró, asombrada.
– ¿Cómo puedes decir eso? Yo también te quiero, pero mira lo que nos has hecho, a todos nosotros. No solo a ti y a mí, sino también a los niños. Quizá nos echen a la calle. Y tú podrías acabar en la cárcel. -Y eso era lo que pasaría, casi con toda seguridad.
– Puede que no sea tan malo.
El trataba de tranquilizarla, pero ella no lo creía. Conocía demasiado bien las normas de la SEC para creer las trivialidades que le decía. Corría un peligro muy real de que lo arrestaran y lo encarcelaran. Y si lo hacían, su vida, tal como la conocían, desaparecía con él. Nunca volvería a ser igual.
– ¿Qué vamos a hacer ahora? -preguntó, abatida, sonándose con un pañuelo de papel.
Ya no parecía la glamurosa dama de la alta sociedad de la noche anterior. Era una mujer terriblemente asustada. Se había puesto un suéter encima del traje de noche y llevaba los pies descalzos, mientras permanecía sentada en la cama, llorando. Parecía una adolescente cuyo mundo hubiera llegado a su fin. Y lo había hecho, gracias a su marido.
Se deshizo el moño y dejó que el pelo le cayera sobre los hombros. Aparentaba la mitad de su edad, allí sentada, mirándolo furiosa, sintiéndose traicionada, como nunca se había sentido antes. No por el dinero y el modo de vida que perderían, aunque también importaban. Todo había parecido tan seguro y había sido tan importante para ella, para sus hijos… Pero lo peor era que él les había arrebatado la vida feliz que había forjado para ellos, la seguridad con la que ella contaba. Al transferir el dinero que Sully Markham les había prestado, los había puesto en peligro a todos. Había hecho saltar su vida por los aires, junto a la de él.
– Creo que lo único que podemos hacer es esperar -dijo Seth, en voz baja, mientras cruzaba la habitación y se quedaba mirando por la ventana.
Había incendios debajo de ellos y, a la luz de la mañana, pudo ver que algunas casas cercanas habían sufrido daños. Había árboles caídos, balcones colgando en ángulos extraños, chimeneas derrumbadas sobre los tejados. La gente caminaba con expresión aturdida. Pero nadie estaba tan aturdido como Sarah, que seguía llorando en la habitación. Solo era cuestión de tiempo que la vida tal como la conocían tocara a su fin y, quizá con ella, su matrimonio.
Capítulo 4
Aquella noche, Melanie permaneció en la calle mucho rato, frente al Ritz-Carlton, ayudando a los heridos, tratando de llevar a los paramédicos hasta ellos. Encontró dos niñas que estaban perdidas y las ayudó a buscar a su madre. No era mucho lo que podía hacer, ya que no tenía los conocimientos de enfermería de la hermana Mary Magdalen, pero podía dar consuelo y tranquilizar. Uno de sus músicos la siguió durante un rato, pero luego fue a reunirse con los demás en el refugio. Melanie ya era mayor y podía cuidar de sí misma. Nadie de su grupo se había quedado con ella. Todavía llevaba el vestido y los zapatos de plataforma que lucía en el escenario, y por encima, la chaqueta del esmoquin alquilado de Everett, que ahora estaba sucia, manchada de polvo y de la sangre de las personas a las que había atendido. Pero estar allí hacía que se sintiera bien. Por primera vez, en mucho tiempo, pese al polvo de yeso que flotaba en el aire, sentía que podía respirar.
Se sentó en la parte de atrás de un coche de bomberos, para comer un donut, beber una taza de café y hablar con los bomberos sobre lo que había pasado. Los hombres estaban sorprendidos y felices de estar tomando café con Melanie Free.
– ¿Cómo es ser Melanie Free? -preguntó uno de los bomberos más jóvenes.
Había nacido en San Francisco y había crecido en Mission. Su padre era policía, igual que dos de sus hermanos; otros dos eran bomberos como él. Todas sus hermanas se habían casado justo al acabar el instituto. Melanie Free estaba tan lejos de su vida como cualquier otra persona, aunque viéndola tomar el café y el donut, le parecía igual que cualquier otra persona.
– A veces es divertido -respondió ella-. Y a veces es una mierda. Es mucho trabajo y mucha presión, especialmente cuando damos conciertos. Y la prensa es un coñazo.
Todos se echaron a reír por su comentario, mientras ella cogía otro donut. El bombero que le había hecho la pregunta tenía veintidós años y tres hijos. Pensaba que la vida de Melanie parecía mucho más interesante que la suya, aunque quería mucho a su mujer y a sus hijos.
– ¿Y a ti? -le preguntó ella-. ¿Te gusta lo que haces?
– Sí. Casi siempre. Sobre todo en una noche como esta. Tienes la sensación de que estás haciendo algo importante, algo bueno. Es mucho mejor que cuando te tiran botellas de cerveza o te disparan sin más cuando vas a Bay West a apagar un incendio que ellos mismos han provocado. Pero no siempre es así. La mayoría de las veces me gusta ser bombero.
– Los bomberos son muy guapos -comentó Melanie y luego soltó una risita. Ni se acordaba de la última vez que se había comido dos donuts. Su madre la habría matado. A diferencia de Janet, y debido a su insistencia, ella siempre estaba a dieta. Era una de las pequeñas servidumbres de la fama. Allí, sentada en el peldaño más bajo del camión, charlando con los bomberos, aparentaba menos de los diecinueve años que tenía.
– Tú también eres muy guapa -dijo uno de los bomberos de más edad al pasar junto a ellos.
Acababa de pasar cuatro horas sacando a varias personas de un ascensor donde habían quedado atrapadas. Una mujer se había desmayado; los demás estaban bien. Había sido un día muy largo para todos. Melanie saludó con la mano a las dos niñas que había encontrado y que ahora pasaban por delante de ella con su madre, camino del refugio. La madre se quedó atónita cuando se dio cuenta de que era Melanie. Incluso con su largo pelo rubio sin peinar y enredado y la cara sucia, era fácil reconocer a la estrella.
– ¿No te cansas de que la gente te reconozca? -le preguntó uno de los bomberos.
– Sí, mucho. Mi novio lo detesta. Una vez, le pegó un puñetazo en la cara a un fotógrafo y acabó en la cárcel. La verdad es que lo saca de quicio.
– No me sorprende. -El bombero sonrió y volvió al trabajo.
Los hombres que quedaban le dijeron que debería ir al refugio. Allí estaría más segura. Durante toda la noche había estado ayudando a los huéspedes del hotel y a diversos desconocidos, pero el Departamento de Servicios de Emergencia quería que todos fueran a los refugios. Caían cascotes por todas partes, trozos de ventana, junto con anuncios y pedazos de hormigón de los edificios. Sin mencionar los cables eléctricos que eran un peligro constante. Realmente, no era seguro que se quedara en la calle.
El más joven de los bomberos se ofreció para acompañarla las dos manzanas que había hasta el refugio y ella aceptó a regañadientes. Eran las siete de la mañana y sabía que su madre estaría muerta de preocupación; probablemente le habría dado un ataque de nervios, después de tantas horas sin saber dónde estaba su hija. Melanie fue charlando tranquilamente con el joven bombero hasta llegar a la iglesia adonde enviaban a todo el mundo. El edificio estaba lleno a rebosar y los voluntarios de la Cruz Roja y miembros de la iglesia estaban sirviendo el desayuno. Cuando vio aquella multitud, Melanie pensó que no iba a encontrar a su madre. Se despidió del bombero en la puerta, le agradeció que la hubiera acompañado y se abrió camino entre la gente, buscando a alguien conocido. Era un grupo enorme de personas, que hablaban, lloraban, reían; algunas parecían preocupadas y había cientos sentadas en el suelo.
Finalmente encontró a su madre, sentada junto a Ashley y Pam, la secretaria de Melanie. Llevaban horas preocupadas por ella. Janet soltó un chillido al verla y corrió a abrazarla. La estrechó con tanta fuerza que casi la aplastó y, a continuación, la riñó a voz en grito por desaparecer toda la noche.
– Dios mío, Mel, pensaba que estarías muerta, electrocutada, que te habría caído un trozo del hotel en la cabeza.
– No, solo estaba ayudando un poco -dijo Melanie, en voz baja. Su voz se atenuaba hasta casi ser inaudible cuando estaba cerca de su madre.
Vio que Ashley estaba muy pálida. La pobre estaba muerta de miedo; había quedado traumatizada por el terremoto. Había pasado toda la noche acurrucada junto a Jake, aunque él no le hacía ningún caso, ya que dormía para eliminar todo lo que había bebido y fumado antes del seísmo.
Al oír chillar a Janet, abrió un ojo y miró a Melanie. Parecía tener una resaca horrible, y contemplaba a Melanie con curiosidad. Ni siquiera se acordaba de su actuación, y tampoco estaba seguro de haber estado allí, aunque sí recordaba las sacudidas del terremoto.
– Bonita chaqueta -comentó, entornando los ojos y mirando la sucia chaqueta de esmoquin-. ¿Dónde has estado toda la noche? -Parecía más interesado que preocupado.
– Ocupada -contestó, pero no se inclinó para besarlo.
Tenía un aspecto horrible. Había estado tumbado en el suelo, durmiendo como un tronco, con la chaqueta enrollada debajo de la cabeza, a guisa de almohada. La mayoría de su equipo dormía cerca de allí, igual que los músicos.
– ¿No tenías miedo de estar allí fuera? -preguntó Ashley, que parecía aterrada.
Melanie negó con la cabeza.
– No. Mucha gente necesitaba ayuda. Niños perdidos, adultos que necesitaban a los paramédicos. Muchas personas habían sufrido cortes por los cristales que caían. He hecho lo que he podido.
– No eres enfermera, por todos los santos -le espetó su madre-. Has ganado un Grammy. Los ganadores de un Grammy no van por ahí limpiándole los mocos a nadie. -Janet la miraba furiosa. No era la imagen que quería para su hija.
– ¿Por qué no, mamá? ¿Qué hay de malo en ayudar a los demás? Había muchas personas asustadas que necesitaban que alguien hiciera lo que pudiera.
– Que lo hagan otros -zanjó la madre, tumbándose junto a Jake-. Dios, me gustaría saber cuánto tiempo vamos a tener que quedarnos aquí. Han dicho que el aeropuerto está cerrado por daños en la torre. Espero que nos envíen a casa de una puñetera vez en el avión privado.
Estas cosas tenían mucha importancia para ella. Insistía mucho en sacar el máximo partido de todas las ventajas que les ofrecían. Todo eso le importaba más a ella que a Melanie. A Melanie le habría parecido igual de bien viajar en un autobús Greyhound.
– ¿Qué importancia tiene, mamá? A lo mejor podemos alquilar un coche para volver a casa. Lo más importante es que podamos volver. No tengo otro concierto hasta la semana que viene.
– No voy a quedarme aquí, en el suelo de una iglesia, toda una semana. La espalda me está matando. Tienen que alojarnos en algún sitio decente.
– Todos los hoteles están cerrados, mamá. Los generadores no funcionan, los edificios son peligrosos y los frigoríficos están fuera de servicio. -Melanie lo sabía por lo que le habían dicho los bomberos-. Por lo menos, aquí estamos a salvo.
– Quiero volver a Los Ángeles -se quejó la madre. Le dijo a Pam que siguiera preguntando cuándo abrirían el aeropuerto, y ella lo prometió que lo haría.
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