Pam admiraba a Melanie por haber ayudado a la gente durante toda la noche. Ella se la había pasado llevándole a Janet mantas, cigarrillos y café que preparaban en hornillos de butano en el comedor. Ashley estaba tan aterrorizada que había vomitado dos veces. Jake se durmió al momento, borracho como una cuba. Había sido una noche terrible, pero por lo menos todos estaban vivos.
Tanto la peluquera como la mánager de Melanie estaban en la entrada, sirviendo sándwiches y galletas y repartiendo botellas de agua. La comida, procedente de la enorme cocina de la iglesia en la que daban de comer a los sin hogar, se acabó rápidamente. Después, entregaron a la gente latas de pavo, jamón en salsa picante y cecina de buey. No faltaba mucho para que se quedaran sin nada. A Melanie no le importaba; de todos modos, no tenía hambre.
A mediodía, les dijeron que los llevarían a un refugio en Presidio. Iban a llegar autobuses y saldrían de la iglesia por turnos. Les dieron mantas, sacos de dormir y productos de higiene personal, como cepillos de dientes y dentífrico, que añadieron a sus pertenencias, ya que no iban a volver a la iglesia.
Melanie y su grupo no consiguieron subir a un autobús hasta las tres de la tarde. La joven había logrado dormir un par de horas y se encontraba bien mientras ayudaba a su madre a enrollar las mantas; luego sacudió a Jake para despertarlo.
– Despierta, Jackey, nos vamos -dijo, preguntándose qué drogas se habría tomado la noche anterior.
Había estado fuera de combate todo el día y todavía parecía tener resaca. Era un hombre guapo, pero cuando se levantó y miró alrededor, tenía muy mal aspecto.
– Dios, odio esta película. Parece el escenario de una de esas superproducciones de desastres y me siento como un extra cualquiera. Todo el rato estoy esperando que venga alguien para que me pinte sangre en la cara y me ponga una venda en la cabeza.
– Tendrías un aspecto de fábula, incluso con la sangre y el vendaje -le aseguró Melanie, mientras se recogía el pelo en una trenza.
Su madre no paró de quejarse hasta que llegaron al autobús, porque la manera en que los trataban era asquerosa y porque nadie parecía saber quiénes eran. Melanie le aseguró que ellas no eran distintas y que a nadie importaban. Eran solo un puñado de personas que habían sobrevivido al terremoto; no eran diferentes de los demás.
– Cállate ya, niña -la riñó su madre-. Esta no es la manera de hablar de una estrella.
– Aquí no soy una estrella, mamá. A nadie le importa un comino si sé cantar. Están cansados, hambrientos y asustados; todos quieren irse a casa, igual que nosotros. No somos diferentes.
– A ver si la convences, Mellie -dijo uno de los músicos mientras subían al autobús.
Justo entonces, dos adolescentes la reconocieron y se pusieron a chillar. Les firmó autógrafos a las dos, aunque le pareció absurdo. Se sentía cualquier cosa menos una estrella, sucia y vestida a medias, con una chaqueta masculina de esmoquin que había visto días mejores y con el vestido de malla y lentejuelas que había llevado en el escenario, roto.
– Cántanos algo, Melanie -suplicaron y Melanie se echó a reír.
Les dijo que no iba a cantar de ninguna manera. Eran jóvenes y tontas; solo tendrían unos catorce años. Vivían cerca de la iglesia con su familia y viajaban en el autobús con ella. Dijeron que parte de su edificio de pisos se había desplomado y que la policía las había rescatado; nadie había resultado herido, salvo una anciana que vivía en el piso más alto y que se había roto una pierna. Tenían montones de historias que contar.
Cuando llegaron a Presidio, veinte minutos después, los acompañaron a unos viejos hangares militares, donde la Cruz Roja había instalado catres y un comedor. En uno de los hangares habían organizado un hospital de campaña, con personal médico voluntario, paramédicos, médicos y enfermeras de la Guardia Nacional, voluntarios de las iglesias locales y voluntarios de la Cruz Roja.
– A lo mejor pueden sacarnos de aquí en helicóptero -dijo Janet al sentarse en el catre, horrorizada por aquel alojamiento.
Jake y Ashley fueron a buscar algo para comer y Pam se ofreció a llevarle comida a Janet, porque esta dijo que estaba demasiado cansada y traumatizada para moverse. No era tan vieja para mostrarse tan indefensa, pero no veía razón alguna para hacer cola durante horas a fin de conseguir una comida asquerosa. Los músicos y los encargados del equipo estaban fuera, fumando. Cuando todos los demás se fueron, Melanie se deslizó discretamente entre la multitud para ir hasta las mesas de la entrada. Habló con la encargada en voz baja. Era una sargento de la reserva de la Guardia Nacional, con traje de faena de camuflaje y botas de combate. Miró a Melanie, sorprendida, y la reconoció de inmediato.
– ¿Qué haces aquí? -preguntó con una cálida sonrisa. No dijo el nombre de Melanie. No era necesario. Las dos sabían quién era.
– Anoche actué en una gala benéfica -contestó Melanie en voz queda. Le dedicó una amplia sonrisa a la mujer del uniforme de faena-. Me he quedado atrapada aquí, como todos los demás.
– ¿En qué puedo ayudarte? -Estaba entusiasmada por conocer a Melanie en persona.
– Quería preguntar qué puedo hacer para ayudar. -Sería mejor que quedarse sentada en su catre, oyendo cómo se quejaba su madre-. ¿Necesitan voluntarios?
– Sé que hay algunos en el comedor, cocinando y sirviendo comida. El hospital de campaña está un poco más calle arriba y no estoy segura de que necesitan. Podría darte trabajo en el mostrador, pero es posible que te asedien si te reconocen.
Melanie asintió. Ella también lo había pensado.
– Probaré primero en el hospital. -Parecía lo mejor.
– Me parece bien. Vuelve a verme si no encuentras nada allí. Esto se ha convertido en un caos desde que los autobuses empezaron a llegar. Esperamos a otras cincuenta mil personas en Presidio esta noche. Las están recogiendo por toda la ciudad.
– Gracias -dijo Melanie y volvió donde estaba su madre.
Janet estaba echada en el catre, comiendo un Popsicle que Pam le había llevado; tenía una bolsa de galletas en la otra mano.
– ¿Dónde has estado? -preguntó mirando a su hija.
– Echando una ojeada -respondió Melanie vagamente-. Volveré dentro de un rato -añadió.
Empezó a marcharse y Pam la siguió. Le dijo a su secretaria que iba al hospital de campaña a presentarse voluntaria.
– ¿Estás segura? -preguntó Pam, con aire preocupado.
– Sí, lo estoy. No quiero quedarme aquí sentada, sin hacer nada, escuchando cómo se queja mi madre. Prefiero ser útil.
– He oído que tienen suficiente personal con los voluntarios de la Guardia Nacional y la Cruz Roja.
– Tal vez, pero he pensado que en el hospital quizá necesiten más ayuda. Aquí no hay mucho que hacer, excepto repartir agua y servir comida. Volveré dentro de un rato; si no lo hago, ya sabes dónde encontrarme. El hospital de campaña está calle arriba.
Pam asintió y volvió con Janet, que dijo que le dolía la cabeza y que necesitaba una aspirina y agua. Daban ambas cosas en el comedor. Mucha gente tenía dolor de cabeza debido al polvo, a los nervios y a la impresión. A Pam también le dolía, por lo ocurrido la noche anterior y por las continuas exigencias de Janet.
Melanie salió del edificio, sin llamar la atención y sin que nadie la viera, con la cabeza gacha y las manos metidas en los bolsillos de la chaqueta. Se sorprendió al encontrar una moneda en el bolsillo. No la había visto antes. La sacó mientras caminaba. Tenía un número romano, I, con las letras AA, y en el otro lado la Oración de la Serenidad. Supuso que sería de Everett Carson, el fotógrafo que le había prestado la chaqueta. Volvió a meterla en el bolsillo, mientras deseaba llevar puestos otros zapatos. Andar por la calle de cemento con guijarros era todo un reto con los zapatos de plataforma que había llevado en el escenario. Hacían que se sintiera inestable.
Llegó al hospital en menos de cinco minutos; allí se encontró con un murmullo de actividad. Usaban un generador para alumbrar el vestíbulo y tenían una cantidad asombrosa de aparatos e instrumental que estaba almacenado en Presidio o que habían enviado de los hospitales cercanos. Parecían unas instalaciones muy profesionales, llenas de batas blancas, uniformes militares y brazaletes de la Cruz Roja. Por unos momentos, Melanie se sintió fuera de lugar y estúpida por querer presentarse voluntaria.
En la entrada había un mostrador para registrar a los que llegaban, así que al igual que había hecho en el hangar que les habían asignado, preguntó al soldado que había allí si necesitaban ayuda.
– Pues claro. -Sonrió ampliamente.
Tenía un acento muy marcado del Sur, y unos dientes que parecían teclas de piano cuando sonreía. Se sintió aliviada al ver que no la había reconocido. El soldado fue a preguntar a alguien dónde necesitaban voluntarios y volvió al cabo de un momento.
– ¿Qué te parece trabajar con los sin hogar? Los han estado trayendo todo el día.
Muchos de los heridos eran personas que vivían en las calles.
– Por mí, bien -respondió devolviéndole la sonrisa.
– Muchos han resultado heridos mientras dormían en la entrada de las casas. Llevamos horas curándolos. Junto a todos los demás.
Los pacientes sin hogar eran el mayor problema, puesto que ya estaban mal antes del terremoto; muchos de ellos eran enfermos mentales difíciles de manejar. Melanie no se dejó amedrentar por sus palabras. Aunque el soldado no le dijo que uno de ellos había perdido una pierna cuando se la cortó una ventana. De todos modos se lo habían llevado en ambulancia a otro sitio. La mayoría de los que trataban en el hospital de campaña tenían heridas leves, pero había muchos; en realidad, miles.
Dos voluntarios de la Cruz Roja se encargaban de atender a los que llegaban. También habían acudido asistentes sociales, para ver si podían prestar alguna ayuda. Intentaban convencer a los sin hogar para que se apuntaran a los programas que la ciudad ofrecía para ellos o para conseguirles una plaza en los refugios permanentes, si reunían las condiciones; pero incluso si las reunían, algunos no tenían ningún interés en hacerlo. Estaban en Presidio porque no tenían ningún otro lugar a donde ir. Allí, todos tenían una cama y comida gratis. Había todo un vestíbulo acondicionado para duchas.
– ¿Quieres que te demos otra cosa para ponerte? -le preguntó sonriendo una de las voluntarias al mando-. Debía de ser un vestido increíble. Pero podrías provocarle un ataque al corazón a alguien, si se te abre la chaqueta -dijo con una amplia sonrisa.
Melanie se echó a reír y bajó la cabeza para mirar su voluptuoso pecho, que asomaba, exuberante, por la abertura de la chaqueta y los restos del vestido. Lo había olvidado por completo.
– Sería estupendo. Y si es posible, también me vendrían muy bien un par de zapatos. Estos me están matando y es difícil moverse con ellos.
– Lo entiendo -comentó la voluntaria-. Tenemos toneladas de chancletas al fondo del hangar. Alguien las ha enviado para la gente que salió corriendo descalza de casa. Llevamos todo el día arrancando trozos de vidrio de los pies.
Más de la mitad de los que estaban allí no llevaban zapatos. Melanie agradeció la propuesta de las chancletas, y alguien le dio unos pantalones de camuflaje y una camiseta para acompañarlos. En la camiseta ponía «Harvey's Bail Bonds», y los pantalones le iban demasiado grandes, pero encontró un trozo de cuerda que se ató a la cintura para sujetarlos. Se puso las chancletas y tiró los zapatos, el vestido y la chaqueta del esmoquin. No creía que volviera a ver a Everett. Sintió tirar la chaqueta, pero estaba hecha un desastre, llena de polvo de yeso y suciedad; sin embargo, en el último momento se acordó de la moneda y se la metió en el bolsillo de los pantalones del ejército. Le parecía que era un amuleto de la buena suerte y, si alguna vez volvía a verlo, podría devolvérsela en lugar de la chaqueta.
Cinco minutos después, con una tablilla en la mano, estaba anotando el nombre de aquellos con los que hablaba: hombres que llevaban años viviendo en la calle y que apestaban a alcohol; mujeres adictas a la heroína, a las que no les quedaban dientes; niños que habían resultado heridos y estaban allí, con sus padres, procedentes de Marina y Pacific Heights. Parejas jóvenes, ancianos, personas que a todas luces poseían medios y otras que eran indigentes. Personas de todas las razas, edades y tamaños. Era una muestra representativa de la ciudad y de la vida real. Algunos seguían deambulando en estado de choque, diciendo que sus casas se habían derrumbado; otros, con los tobillos o las piernas rotos o con esguinces deambulaban cojeando de un lado para otro. Vio numerosas personas con hombros y brazos rotos. Melanie no paró ni un momento durante horas, ni siquiera para comer o sentarse. Nunca había sido tan feliz en su vida ni había trabajado tan duro. Era casi medianoche cuando las cosas empezaron a tranquilizarse; para entonces llevaba allí ocho horas, sin descanso, pero no le importaba lo más mínimo.
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