Entonces, ella se acordó de la moneda; metió la mano en el bolsillo del pantalón, la sacó y se la dio. Era su insignia por un año de sobriedad y pareció muy feliz de recuperarla.

– Esto sí que lo quiero. ¡Es mi moneda de la suerte! -Le pasó los dedos por encima, como si fuera mágico, y para él lo era. No había asistido a las reuniones de los dos últimos días, y volver a tener la insignia le parecía un vínculo con lo que lo había salvado más de un año atrás. La besó y se la guardó en el bolsillo de los pantalones, que era lo único que quedaba del traje alquilado. Estaban demasiado maltrechos para devolverlos. Los tiraría en cuanto llegara a casa-. Gracias por cuidar de la insignia por mí. -Echaba de menos sus reuniones de AA, que le ayudarían a soportar la tensión, pero no necesitaba beber. Estaba agotado. Habían sido dos días muy largos y duros, e incluso trágicos para algunos.

Maggie y Melanie volvieron al hospital y Everett fue a apuntarse para que le asignaran una cama para la noche. Había tantos edificios en Presidio preparados para albergar a la gente que no había peligro de que se quedaran sin sitio. Se trataba de una vieja base militar que llevaba cerrada varios años, pero todas las estructuras seguían intactas. George Lucas había instalado su legendario estudio en el viejo hospital, en los terrenos de Presidio.

– Vendré a veros más tarde -prometió Everett-. Volveré dentro de un rato.

Un poco más avanzada la tarde, en un breve período de calma, apareció Sarah Sloane, con sus dos hijos y su niñera nepalí. El pequeño tenía fiebre, tosía y se llevaba la mano a la oreja. También llevaba a la niña con ella, porque, según dijo, no quería dejarla en casa. Después de la traumática experiencia del jueves por la noche, no quería apartarse de ellos ni un minuto. Si había otro terremoto, como todos temían, quería estar con ellos. Había dejado a Seth solo en casa, en el mismo estado de angustiada desesperación en el que estaba desde el jueves por la noche. Iba de mal en peor; sabía que no había ninguna esperanza de que los bancos abrieran ni de que él pudiera comunicarse con el exterior por el momento, para encubrir lo que había hecho. Su carrera, y quizá su vida tal como había sido durante los últimos años, había terminado. Y también la de Sarah. Entretanto, ella estaba preocupada por su pequeño. No era el mejor momento para que se pusiera enfermo. Fue al servicio de urgencias del hospital que estaba más cerca de su casa, pero solo admitían personas gravemente heridas. La enviaron al hospital de campaña de Presidio, así que allí había ido, en el coche de Parmani. Melanie la vio en el mostrador de entrada y le dijo a Maggie quién era. Se acercaron juntas a Sarah. En apenas un minuto, Maggie había conseguido que el niño gorjeara y riera, aunque todavía se tocaba la oreja. Sarah le contó lo que le pasaba. Además, el niño parecía un poco acalorado.

– Voy a buscar a un médico -prometió Maggie y desapareció.

Unos minutos después llamó a Sarah, que estaba hablando con Melanie de la gala, de lo fabulosa que había sido su actuación y de lo terrible que fue cuando se produjo el terremoto.

Melanie, Sarah, la niña y la niñera siguieron a Maggie has-la donde las esperaba el médico. Tal como Sarah temía, era una infección de oído. La fiebre había bajado un poco al salir al templado aire de mayo, pero el doctor dijo que tenía un principio de amigdalitis. Le dio un antibiótico, que Sarah dijo que Oliver ya había tomado antes, y a Molly le regaló una piruleta y le alborotó el pelo. El médico fue muy amable con los niños, aunque llevaba trabajando, casi sin dormir, desde que se produjo el terremoto, el jueves por la noche. Todos habían trabajado un número increíble de horas, en particular Maggie, aunque Melanie la seguía de cerca.

Estaban saliendo del cubículo donde los había visitado el médico, cuando Sarah vio llegar a Everett. Parecía que estaba buscando a alguien, y Melanie y Maggie le hicieron gestos con el brazo. Se acercó con sus habituales botas vaqueras de lagarto negro, que eran su posesión más preciada. Habían sobrevivido al terremoto sin daños.

– Pero ¿qué es esto? ¿Una reunión de la gala? -preguntó, burlón, a Sarah-. ¡Menuda fiesta organizó! Un poco peligrosa al final de la noche, pero creo que, hasta entonces, hizo un trabajo fabuloso. -Le sonrió y ella le dio las gracias.

Maggie la observó, con el pequeño en brazos, y vio que parecía alterada. Se había dado cuenta desde el principio, pero pensó que solo estaba preocupada por la fiebre y el dolor de oídos de Oliver; sin embargo, el médico la había tranquilizado, así que Maggie supuso que había algo más. Su poder de observación era acertado y agudo.

Maggie le propuso a Sarah que la niñera sostuviera al pequeño, y Molly se quedara junto a ella, para que ellas dos pudieran charlar un rato. Dejaron a Melanie y a Everett hablando animadamente, mientras Parmani vigilaba a los niños. Se llevó a Sarah lo bastante lejos como para que los demás no oyeran lo que decían.

– ¿Estás bien? -le preguntó-. Pareces disgustada. ¿Puedo hacer algo para ayudarte? -Vio que los ojos de Sarah se anegaban en lágrimas y se alegró de haber preguntado.

– No… yo… la verdad… estoy bien… bueno… en realidad… tengo un problema, pero no hay nada que puedas hacer. -Empezó a sincerarse con Maggie, pero luego se dio cuenta de que no podía hacerlo, sería demasiado peligroso para Seth. Seguía rezando, aunque sabía que no era razonable, para que nadie averiguara lo que su marido había hecho. Con sesenta millones de dólares desviados y en sus manos, ilegalmente, era imposible que su delito pasara inadvertido y quedara impune-. Es mi marido… no puedo hablar de ello ahora. -Se secó los ojos y miró agradecida a la monja-. Gracias por preguntar.

– Bien, ya sabes dónde estoy, por lo menos de momento. -Maggie cogió un bolígrafo y un papel y anotó su número de móvil-. Cuando los teléfonos vuelvan a funcionar, puedes llamarme a este número. Hasta entonces, estaré aquí. A veces, ayuda hablar con alguien, como amigas. No quiero entrometerme, así que llámame si crees que puedo ayudarte en algo.

– Gracias -dijo Sarah, agradecida. Se acordó de que Maggie era una de las monjas que estaban en la gala. Y, al igual que les había pasado a Melanie y a Everett, Sarah pensó que no tenía en absoluto aspecto de monja, sobre todo con vaqueros y unas deportivas altas Converse. Tenía un aspecto encantador y sorprendentemente joven. Aunque sus ojos eran los de alguien que lo había visto todo; no había nada joven en ellos-. Te llamaré -prometió Sarah y, unos momentos después, volvieron con los demás.

Mientras se acercaban a ellos, Sarah se secó los ojos. Everett también se había dado cuenta de que pasaba algo, pero no dijo nada. Volvió a felicitarla por la gala y por el dinero que habían recaudado. Dijo que había sido un acto organizado con mucha clase, gracias también a la ayuda de Melanie. Tenía siempre una palabra amable para todo el mundo. Era un hombre cordial, de trato fácil.

– Me gustaría trabajar de voluntaria aquí-añadió Sarah, impresionada por la eficiencia de todos los colaboradores.

– Debes estar en casa, con tus hijos -respondió Maggie-. Te necesitan. -Sentía que en aquellos momentos Sarah los necesitaba a ellos. No sabía qué problema tenía con su marido, pero era evidente que la afectaba profundamente.

– No creo que vuelva a separarme nunca de ellos -dijo Sarah, estremeciéndose-. El jueves por la noche, hasta que llegamos a casa, sentí que me volvía loca, pero estaban bien.

El chichón de la cabeza de Parmani también había desaparecido, pero se había quedado con ellos, porque no había forma de que pudiera volver a su casa. Su barrio era un caos y lo habían acordonado. Habían ido hasta allí en coche para verlo. La policía no la dejó entrar en su casa, ya que una parte del tejado se había desplomado.

Todas las empresas y servicios de la ciudad seguían cerrados. El barrio financiero también estaba cerrado y aislado. Sin electricidad en toda la ciudad, sin tiendas abiertas, sin servicio de gas ni teléfono era imposible que nadie trabajara.

Sarah se marchó unos minutos después con la niñera y los niños. Subieron al coche de Parmani y se fueron, después de dar las gracias a Maggie por su ayuda. Le había dado a la monja su número de teléfono y su dirección, y también el número del móvil, pero no pudo evitar preguntarse cuánto tiempo seguirían allí o si perderían la casa. Esperaba que pudieran quedarse un tiempo; quizá Seth consiguiera llegar a un acuerdo, en el peor de los casos. Sarah también se despidió de Everett y de Melanie al marcharse. No creía que volviera a verlos. Ambos eran de Los Ángeles y no era probable que se encontraran de nuevo. A Sarah le había caído muy bien Melanie y su actuación había sido perfecta, tal como había dicho Everett. Todos los que estaban allí habrían estado de acuerdo, pese al espantoso final.

Cuando Sarah se fue, Maggie envió a Melanie a buscar suministros, y Everett y ella se quedaron charlando. Maggie sabía que el almacén principal estaba a cierta distancia, así que la joven tardaría en volver. No era una estratagema; necesita-ba los suministros. En particular el hilo de sutura. Todos los médicos con los que había trabajado le habían dicho siempre que daba unos puntos impecablemente pulcros. Era el fruto de años de trabajo de aguja en el convento. Cuando era más joven, era algo agradable en que ocuparse por la noche, cuando las monjas se reunían después de la cena y charlaban. Desde que vivía sola en el piso, casi nunca hacía trabajos de aguja, pero seguía dando unas puntadas limpias y diminutas.

– Parece una mujer agradable -afirmó Everett, refiriéndose a Sarah-. Sinceramente, me pareció un acontecimiento excepcional -dijo elogiándola, aunque ya se había marchado.

A pesar de que era mucho más tradicional que la gente con la que solía relacionarse, realmente le caía bien. Había algo sustancial e íntegro en ella que brillaba a través de su exterior conservador.

– Es curioso cómo los caminos se cruzan una y otra vez, ¿verdad? -prosiguió-. Me tropecé contigo delante del Ritz y te seguí toda la noche, incluso por la calle. Y ahora, aquí me tienes; he vuelto a tropezarme contigo en un refugio. También a Melanie la conocí aquella noche, y le di mi chaqueta. Luego tú y ella os encontrasteis aquí. Y yo me he encontrado con las dos, de nuevo; entonces, la organizadora de la gala que nos reunió a todos se presenta en el hospital de campaña con su hijo que tiene dolor de oído, y aquí estamos otra vez. La semana de los viejos amigos. En una ciudad tan grande como esta, es un condenado milagro que dos personas se encuentren dos veces, pero nosotros no hemos hecho otra cosa en los últimos días. Por lo menos, es reconfortante ver caras conocidas. Me gusta mucho -declaró, sonriendo a Maggie.

– A mí también -asintió la monja. Conocía a tantos extraños en su vida que ahora disfrutaba particularmente al ver a los amigos.

Continuaron charlando un rato, hasta que finalmente volvió Melanie. Traía lo que Maggie le había encargado y parecía encantada. Estaba tan ansiosa por ayudar que consideraba un triunfo que el encargado de los suministros tuviera todo lo que había en la lista de Maggie, una lista larga. Le había dado todos los medicamentos que Maggie había pedido; también las vendas de los tamaños adecuados, tanto elásticas como de gasa, y una caja entera de esparadrapo.

– A veces, me parece que eres más enfermera que monja. Cuidas muy bien de los heridos -comentó Everett.

Ella asintió, aunque no estaba totalmente de acuerdo.

– Cuido de los heridos de cuerpo y de espíritu -dijo Maggie, en voz baja-. Tal vez crees que soy más enfermera que monja porque eso te parece más normal, pero la verdad es que soy monja más que cualquier otra cosa. No dejes que los zapatos de color rosa te engañen. Los llevo por diversión. Pero ser monja es muy serio, y lo más importante de mi vida. Estoy convencida de que «la discreción es la mejor parte del valor»; siempre me ha gustado esta cita. Aunque no tengo ni idea de quién lo dijo, creo que estaba en lo cierto. La gente se siente incómoda si voy por ahí pregonando que soy monja.

– ¿Por qué? -preguntó Everett.

– Me parece que a la gente le dan miedo las monjas -respondió Maggie con sentido práctico-. Por eso es genial que ya no tengamos que vestir el hábito. Desconcertaba a todo el mundo.

– A mí me parecían muy bonitos. Cuando era joven, siempre me impresionaban las monjas. Eran tan guapas, bueno, al menos algunas de ellas. Ya no se ven monjas jóvenes. Aunque quizá sea algo bueno.

– Tal vez tengas razón. Ya no entran en el convento tan jóvenes. En mi orden, el año pasado, admitieron a dos mujeres cuarentonas y a otra que me parece que tenía cincuenta y era viuda. Los tiempos han cambiado, pero por lo menos ahora saben qué hacen cuando ingresan. En mis tiempos, muchas personas se equivocaban; entraban en el convento cuando no deberían haberlo hecho. No es una vida fácil -dijo sinceramente-. Es un cambio enorme, con independencia de cómo fuera antes tu vida. Vivir en comunidad siempre es un reto. Tengo que reconocer que ahora lo echo de menos. Pero los únicos momentos en los que estoy en el piso son para dormir.