– ¿Como cuáles? -preguntó, interesado. Le seguía intrigando que su cara le resultara tan conocida. En cierto sentido, parecía la típica chica de la casa de al lado, solo que mejor. Además, nunca había tenido una vecina que se pareciera a ella.

– Es complicado. Tiene muchos sueños que se supone que tengo que vivir por ella. Es la estúpida historia de madre e hija. Soy hija única, así que toda su lista de deseos recae en mí. -Era agradable quejarse ante él, aunque no lo conocía. Era comprensivo y la escuchaba de verdad. Por primera vez parecía que a alguien le importaba lo que ella pensara.

– Mi padre estaba desesperado porque yo fuera abogado. Me presionó mucho para lograrlo. Opina que ser ingeniero es aburrido, y no deja de repetir que trabajando en países subdesarrollados no ganaré dinero. En parte tiene razón, pero, con un título de ingeniería, siempre puedo cambiar de especialidad más adelante. Habría detestado estudiar leyes. Él quería tener un médico y un abogado en la familia. Mi hermana tiene un doctorado en física; da clases en el Instituto Tecnológico de Massachusetts. Mis padres están locos por la educación. Pero los títulos no te convierten en un ser humano decente. Yo quiero ser algo más que un hombre con educación. Quiero cambiar cosas en el mundo. Mi familia está más interesada en tener educación para ganar dinero.

Era evidente que procedía de una familia con un nivel de educación alto y Melanie sabía que no podía explicarle que lo único que su madre quería era que ella fuera una estrella. Melanie seguía soñando con ir algún día a la universidad, pero con su agenda de grabaciones y giras de conciertos nunca tenía tiempo y, de seguir a este ritmo, nunca lo tendría. Leía mucho para compensar y, por lo menos, estaba enterada de lo que pasaba en el mundo. El negocio del espectáculo nunca le había parecido suficiente.

– Será mejor que vuelva al comedor -dijo él, finalmente-. Se supone que tengo que ayudar a hacer sopa de zanahoria. Soy un cocinero desastroso, pero hasta ahora nadie se ha dado cuenta. -Se echó a reír con naturalidad y dijo que esperaba volver a verla por el campamento.

Ella le dijo que volviera si se hacía daño, aunque esperaba que no se lo hiciera. Tom le dijo adiós con la mano y se marchó. La hermana Maggie llegó y comentó su encuentro con una sonrisa.

– Es guapo -dijo con ojos chispeantes.

Melanie soltó una risita, propia de la adolescente que era, no de una estrella de fama mundial.

– Sí que lo es. Y agradable. Está a punto de graduarse en Berkeley en ingeniería. Es de Pasadena.

Era totalmente opuesto a Jake, con su aire escurridizo, su carrera de actor y sus frecuentes estancias en rehabilitación; aunque lo había querido durante un tiempo. Sin embargo, recientemente se había quejado a Ashley de que era muy egocéntrico. Ni siquiera estaba segura de que le fuera fiel. Tom parecía un tipo decente, sano y agradable. De hecho, como le habría dicho a Ashley, era realmente muy guapo. Macizo. Un tío bueno. Con cerebro. Y una sonrisa encantadora.

– Quizá lo veas alguna vez en Los Ángeles -dijo Maggie, esperanzada.

Le encantaba que los jóvenes se enamoraran. No le había impresionado demasiado el actual novio de Melanie. Solo se había dejado caer por el hospital una vez; había dicho que apestaba y había vuelto al hangar a no hacer nada. No se había ofrecido voluntario para ninguno de los servicios que otros le proporcionaban a él, y creía que era absurdo que alguien de la talla de Melanie jugara a ser enfermera. Opinaba como su madre, a quien le irritaba lo que hacía Melanie y se quejaba de ello cada noche, cuando la joven volvía y se dejaba caer en el catre.

Melanie y Maggie se pusieron a trabajar. Tom estaba en el comedor hablando con el amigo en cuya casa se encontraba la noche del terremoto. Su anfitrión de aquella noche aciaga era un estudiante del último curso en la Universidad de San Francisco.

– He visto con quién hablabas -dijo con una sonrisa picara-. Eres endiabladamente de listo ligándotela así.

– Sí -dijo Tom, sonrojándose-, es una monada. Y, además, muy agradable. Es de Los Ángeles.

– No me digas. -Su amigo se rió de él, mientras ponían calderos de sopa de zanahorias en el enorme fogón de butano que les había proporcionado la Guardia Nacional -. ¿Dónde creías que vivía? ¿En Marte?

Tom no tenía ni idea de por qué a su amigo le divertían tanto los escasos detalles que le había dado de ella.

– ¿Qué quieres decir con eso? Podría haber sido de aquí.

– ¿Es que no lees los cotilleos de Hollywood? Pues claro que vive en Los Ángeles, con una carrera como la suya. Joder, tío, acaba de ganar un Grammy.

– ¿De verdad? -Tom lo miró, estupefacto-. Se llama Melanie… -De repente sintió vergüenza, al darse cuenta de lo que había hecho y de quién era ella-. Por todos los santos, debe de pensar que soy un completo imbécil… No la reconocí. Dios mío… pensé que solo era una rubia bonita a punto de dejar caer una caja. Con un bonito culo, por cierto -comentó a su amigo, riendo. Pero lo mejor era que parecía una persona agradable y que se había mostrado natural y en absoluto pretenciosa. Sus comentarios sobre las ambiciones de su madre tendrían que haberla delatado-. Me dijo que le habría gustado estudiar enfermería, pero que su madre no la dejaba.

– Pues claro. ¡Con la cantidad de dinero que gana cantando! Joder, si yo fuera su madre tampoco la dejaría. Debe de ganar millones con sus discos.

Ahora, Tom parecía molesto.

– ¿Y qué, si detesta lo que hace? El dinero no lo es todo.

– Sí que lo es cuando estás donde ella está -dijo el universitario, con espíritu práctico-. Podría guardar un montón de pasta debajo del colchón y, más tarde, hacer lo que quisiera. Aunque la verdad es que no la veo de enfermera.

– Parece gustarle lo que está haciendo, y la voluntaria con la que trabaja ha dicho que lo hace muy bien. Debe de resultarle agradable estar aquí, sin que la reconozca nadie. -De nuevo, parecía avergonzado-. ¿O soy el único habitante del planeta que no sabía quién es?

– Me parece que sí. Me dijeron que estaba aquí, en el campamento, pero yo no la había visto hasta esta mañana, cuando habéis estado hablando. No hay ninguna duda, está muy buena. Vaya tanto te has marcado, tío -lo felicitó su amigo, por su buen gusto y por su juicio.

– Ya, claro. Debe de pensar que soy el tío más estúpido del campamento. Y probablemente el único que no sabía quién era ella.

– Seguramente pensó que era muy tierno -le aseguró su amigo.

– Le dije que su cara me resultaba conocida y le pregunté si nos habíamos visto antes -recordó con un gemido-. Pensé que a lo mejor estudiaba en Berkeley.

– ¡No! -exclamó su amigo con una amplia sonrisa-. ¡Mucho mejor que eso! ¿Vas a volver a verla? -Esperaba que sí. También él quería conocerla. Verla una vez, para poder decir que la conocía.

– Es posible. Si consigo dejar de sentirme tan estúpido.

– Supéralo. Ella lo vale. Además, no tendrás otra oportunidad de conocer a una gran estrella.

– No actúa como una estrella. Es totalmente real -afirmó Tom. Era una de las cosas que le habían gustado de ella, que parecía muy natural. Tampoco estaba mal que fuera lista y agradable. Y, evidentemente, que trabajara mucho.

– Pues deja de lloriquear por sentirte tonto. Ve a verla otra vez.

– Bueno, ya veremos -dijo Tom, que no parecía convencido y se dedicó a remover la sopa. Se preguntaba si Melanie iría al comedor a almorzar.


Everett regresó de su paseo por Pacific Heights a última hora de la tarde. Había tomado fotos de una mujer cuando la sacaban de debajo de una casa. Había perdido una pierna, pero estaba viva. Fue un momento muy conmovedor y hasta a él se le habían saltado las lágrimas. Aquellos días estaban siendo muy emotivos y, pese a su experiencia en zonas de guerra, en el campamento había visto muchas escenas que le habían enternecido. Se lo estaba contando a Maggie mientras estaban sentados al aire libre, durante su primer descanso en muchas horas. Melanie estaba dentro, entregando insulina y agujas hipodérmicas a los que habían ido a buscarlas después de que se anunciara por los altavoces.

– ¿Sabes? -dijo sonriendo a Maggie-. Voy a lamentar volver a Los Ángeles. Me gusta esto.

– A mí también. Siempre me ha gustado -respondió ella, en voz baja-. Me enamoré de esta ciudad cuando vine de Chicago. Llegué para incorporarme a una orden carmelita, pero acabé en otra orden. Me entusiasmaba trabajar con los pobres, en las calles.

– Nuestra Madre Teresa particular -comentó él, tomándole el pelo, sin saber que habían comparado a Maggie con la monja santa muchas veces. Tenía las mismas cualidades de humildad, energía y compasión infinita, que emanaban de su fe y de su naturaleza bondadosa. Casi parecía que la iluminara una luz interior.

– Me parece que las carmelitas habrían sido demasiado sumisas para mí. Mucho rezar y poco trabajo práctico. Encajo mejor en mi orden -afirmó, con aire plácido, mientras ambos bebían agua.

De nuevo hacía calor, como lo había hecho, de forma impropia para la estación, desde antes del terremoto. En San Francisco nunca hacía calor, pero ahora sí. El sol de final de la tarde era una sensación agradable en la cara.

– ¿Alguna vez te has hartado o has dudado de tu vocación? -preguntó, interesado. Ahora eran amigos y se sentía fascinado por ella.

– ¿Por qué tendría que hacer algo así? -Parecía asombrada.

– Porque la mayoría lo hacemos, en algún momento. Nos preguntamos qué estamos haciendo con nuestra vida o si hemos elegido el camino acertado. A mí me ha ocurrido muchas veces -admitió.

Ella asintió.

– Has hecho elecciones más difíciles -dijo con delicadeza-. Casarte a los dieciocho, divorciarte, dejar a tu hijo, marcharte de Montana, aceptar un trabajo que era más una vocación que un empleo. Significaba sacrificar cualquier tipo de vida privada. Y luego renunciar al trabajo y renunciar a la bebida. Todas fueron decisiones muy importantes que debieron de ser difíciles de tomar. Mis opciones siempre han sido más fáciles. Voy donde me envían y hago lo que me ordenan. Obediencia. Hace que la vida sea muy sencilla. -Al decirlo, parecía serena y confiada.

– ¿Es así de sencillo? ¿Nunca disientes de tus superiores y quieres hacer algo a tu manera?

– Mi superior es Dios -dijo ella con sencillez-. En última instancia, trabajo para El. Y sí -continuó, con cautela-, a veces pienso que lo que la madre superiora quiere o lo que el obispo dice es tonto, o miope o anticuado. La mayoría de ellos creen que soy muy radical, pero la verdad es que ahora prácticamente me dejan hacer lo que quiero. Saben que no los avergonzaré y yo procuro no decir abiertamente lo que pienso sobre la política local. Es algo que molesta a todo el mundo, sobre todo cuando tengo razón -concluyó, sonriendo.

– ¿No te importa no tener una vida propia? -No podía ni imaginarlo. Era demasiado independiente para vivir obedeciendo a nadie, en particular a una Iglesia o a las personas que la regían. Pero esa era la esencia de su vida.

– Esta es mi vida. Me gusta. No importa si vivo en Presidio, en Tenderloin o con las prostitutas o los drogadictos. Estoy aquí para ayudarlos, al servicio de Dios. Es parecido al ejército que sirve a su patria. Me limito a obedecer órdenes. No tengo que hacer las normas.

Everett siempre había tenido problemas con las normas y la autoridad, lo cual, en determinado momento de su vida, fue la razón de que bebiera. Era su manera de no jugar según las reglas y escapar de la aplastante presión que sentía cuando otros le decían lo que debía hacer. Maggie tenía mejor carácter que él, incluso ahora que ya no bebía. A veces, la autoridad seguía irritándolo, aunque la toleraba mejor. Era más viejo, más flexible y haber hecho rehabilitación había ayudado.

– Haces que parezca tan sencillo… -dijo Everett con un suspiro.

Terminó el agua y la miró atentamente. Era guapa; sin embargo, se mostraba retraída, intentaba no relacionarse con nadie de una manera personal, femenina. Tenía un aspecto encantador, pero siempre había un muro invisible entre ellos y ella no permitía que desapareciera. Era más poderoso que el hábito que no vestía. No importaba que los demás lo vieran o no; ella siempre era absolutamente consciente de que era monja, y así quería que fuera.

– Es sencillo, Everett -dijo con dulzura-. Recibo mis instrucciones del Padre y hago lo que me dicen, lo que parece estar bien en cada momento. Estoy aquí para servir, no para dirigir las cosas ni para decirle a nadie cómo tiene que vivir. Ese no es mi trabajo.

– Tampoco el mío -respondió él, lentamente-, pero tengo mis opiniones sobre la mayoría de las cosas. ¿No te gustaría tener tu propia casa, una familia, un marido, hijos?