– Creo que necesitas tomarte un tiempo, si puedes hacerlo, y ver qué pasa. No hay ninguna duda de que Seth ha cometido un error terrible y solo tú sabes si puedes perdonarlo y si quieres seguir con él. Reza, Sarah -la instó-. Las respuestas siempre acaban llegando. Lo verás claramente, quizá antes de lo que piensas. -Tal vez incluso antes de lo que querría. Maggie recordó que, a menudo, cuando rezaba pidiendo claridad en alguna situación determinada, las respuestas eran más rotundas y evidentes de lo que quería, en particular si no le gustaban. Pero eso no se lo dijo a Sarah.

– Dice que me necesitará en el juicio -dijo Sarah, con amargura-. Estaré allí, por él. Creo que se lo debo. Pero será espantoso. Aparecerá en la prensa como un delincuente. -En realidad, lo era, y ambos lo sabían-. Es demasiado humillante.

– No dejes que el orgullo decida por ti, Sarah -le advirtió Maggie-. Actúa con amor. Si lo haces, la bendición os alcanzará a todos. Esto es lo que realmente quieres: la respuesta acertada, la decisión acertada, un buen futuro para ti y para tus hijos, tanto si esto incluye a Seth como si no. Siempre tendrá a sus hijos; es su padre, sin importar dónde acabe. La cuestión es si te tendrá a ti. Y lo más importante, si tú quieres tenerlo a él.

– No lo sé. No sé quién es «él». Siento como si estos seis últimos años hubiera estado enamorada de un espejismo. No tengo ni idea de quién es en realidad. Es el último hombre del planeta del que habría esperado que cometiera un fraude.

– Nunca se sabe -dijo Maggie, mientras seguían mirando hacia la bahía-. La gente hace cosas extrañas. Incluso personas que creemos conocer y amar. Rezaré por ti -prometió-. Y reza tú también, si puedes. Ponlo en manos de Dios. Deja que El intente ayudarte a encontrar una solución.

Sarah asintió y se volvió hacia ella con una leve sonrisa.

– Gracias. Sabía que me ayudaría hablar contigo. Todavía no sé qué haré, pero me siento mejor. Cuando he venido a verte, estaba a punto de darme un ataque.

– Ven a verme cuando quieras, o llámame. Todavía estaré aquí un tiempo. -Seguía habiendo mucho que hacer para ayudar a todos aquellos que se habían quedado sin casa por el terremoto y que tendrían que vivir en Presidio muchos meses. Era un campo fértil de actividad para ella y estaba en armonía con su misión como monja. Llevaba amor, paz y consuelo a todo lo que tocaba-. Sé misericordiosa -fueron sus últimas palabras de consejo para Sarah-. La misericordia es algo importante en la vida. Aunque esto no significa que tengas que quedarte con él ni renunciar a tu vida por él. Pero, una vez que tomes una decisión, cualquiera que sea, tienes que ser compasiva y bondadosa con él y contigo misma. El amor no significa que debas permanecer con él, solo significa que tienes que ser compasiva. Ahí es donde la gracia entra en juego. Lo sabrás cuando llegue el momento.

– Gracias -dijo Sarah, abrazándola, cuando estaban de nuevo delante del hospital-. Seguiré en contacto.

– Rezaré por ti -le aseguró Maggie y le dijo adiós con un gesto y una cariñosa sonrisa mientras Sarah se alejaba en el coche. El rato que habían pasado juntas era justo lo que Sarah necesitaba.

Bajó por Marina Boulevard en el coche de Parmani y fue hacia el sur, colina arriba, a Divisadero. Se detuvo justo cuando se marchaban los dos agentes del FBI; agradeció no haber estado allí. Esperó hasta que se alejaron y luego entró. Henry estaba recapitulando con Seth. Esperó hasta que también él se fue y luego entró en el despacho de Seth.

– ¿Dónde estabas? -preguntó él, totalmente exhausto.

– Necesitaba tomar un poco el fresco. ¿Cómo ha ido?

– Bastante mal -afirmó con expresión grave-. No se andan con miramientos. Formularán los cargos la semana que viene. Va a ser muy duro, Sarah. Habría estado bien que te hubieras quedado aquí hoy. -Sus ojos estaban llenos de reproches.

Sarah no lo había visto nunca tan necesitado. Recordó lo que Maggie le había dicho y se esforzó por sentir compasión por él. No importaba lo que le hubiera hecho a ella, indirectamente; Seth estaba en un lío espantoso. Sintió lástima por él, más que antes de ir a ver a Maggie.

– ¿El FBI quería verme? -preguntó, preocupada.

– No. Tú no tienes nada que ver con esto. Les he dicho que no sabías nada. No trabajas para mí. Y no pueden obligarte a testificar en mi contra; eres mi esposa. -Sarah pareció tranquilizarse-. Solo me habría gustado que estuvieras aquí, conmigo.

– Estoy aquí, Seth. -De momento, por lo menos. Era lo máximo que podía hacer.

– Gracias -dijo él en voz baja.

Sarah salió de la estancia y fue arriba, a ver a sus hijos. Seth no le dijo nada más y, en cuanto ella se hubo marchado, hundió la cara entre las manos y se deshizo en llanto.

Capítulo 12

A lo largo de los diez días siguientes, la vida de Seth continuó desmoronándose. El fiscal federal presentó su caso ante el gran jurado, que concedió el procesamiento. Dos días después, los agentes federales fueron a arrestarlo. Le informaron de sus derechos, lo llevaron al juzgado, lo fotografiaron, lo acusaron oficialmente y lo ficharon. Pasó la noche en prisión, hasta que el juez fijó la fianza a la mañana siguiente.

Los fondos que había depositado fraudulentamente en el banco fueron devueltos a Nueva York, por orden del tribunal, para responder ante los inversores de Sully. Así que estos no sufrieron ninguna pérdida, pero los de Seth habían visto unos libros engordados en sesenta millones de dólares y, siguiendo las engañosas afirmaciones de Seth, habían invertido en sus fondos de alto riesgo. La naturaleza y la gravedad del delito de Seth hicieron que el juez fijara la fianza en diez millones de dólares. Debía pagar un millón al fiador judicial para poder salir bajo fianza. Tendrían que dedicar a ello todo el dinero del que disponían. Se consideró que no había riesgo de que huyera y se había establecido una fianza porque no había habido pérdida de vidas ni violencia física. Lo que él había hecho era mucho más sutil. No les quedaba más remedio que poner su casa, que valía unos quince millones, como garantía de la fianza. La noche en la que Seth salió de la cárcel, le dijo a Sarah que tenían que venderla. El fiador judicial se quedaría diez millones como garantía; los otros cinco los necesitaría para pagar a los abogados. Henry ya le había dicho que sus honorarios alcanzarían aproximadamente tres millones de dólares por todo el juicio. Era un caso complicado. Le dijo a Sarah que también tenían que vender la casa de Tahoe. Necesitaban vender todo lo que pudieran. La única buena noticia era que la casa de Divisadero era de su propiedad, sin ninguna carga. La hipoteca sobre la casa de Tahoe se comería parte de los beneficios, pero podían utilizar el remanente para la defensa y los gastos relacionados con ella.

– Venderé también mis joyas -dijo ella, con cara inexpresiva. No le importaban las joyas, pero le dolía mucho perder su casa.

– Podemos alquilar un piso.

Seth ya había renunciado al avión. Todavía no había acabado de pagarlo y había perdido dinero. Su empresa de fondos de riesgo estaba cerrada. No tendrían ingresos, pero gastarían un montón de dinero en la defensa. La maldita operación de sesenta millones de dólares iba a costarles todo lo que tenían. Además de la condena a prisión que le impusieran, si lo encontraban culpable habría unas multas desorbitadas. Y luego, los pleitos de sus inversores acabarían con él. De la noche a la mañana, estaban en la miseria.

– Buscaré un piso para mí -dijo Sarah, en voz baja.

Había tomado la decisión la noche anterior, cuando él estaba en prisión. Maggie tenía razón. No sabía qué haría más adelante, pero había visto claramente que no quería vivir con él en estos momentos. Tal vez volvieran a vivir algún día pero ahora quería tener un piso para ella y los niños; además iba a buscar trabajo.

– ¿Te marchas? -Seth parecía estupefacto-. ¿Qué pensarán en el FBI? -Era lo único que le importaba en aquellos momentos.

– Los dos nos marchamos, en realidad. Y lo que pensarán es que cometiste un error terrible, que yo estoy muy afectada y que nos estamos tomando un tiempo.

Todo ello era cierto. No estaba presentando una demanda de divorcio, únicamente quería espacio. No soportaba formar parte del proceso de desmoronamiento de su vida, solo porque él hubiera decidido ser un estafador, en lugar de un hombre honrado. Había rezado mucho desde su visita a Maggie, y se sentía cómoda con lo que estaba haciendo. Era triste, pero parecía lo acertado; tal como Maggie había dicho, lo sabía. Debía ir paso a paso.

Al día siguiente Sarah llamó a la agencia inmobiliaria y puso la casa en venta. Llamó al fiador judicial para informarle de lo que estaban haciendo, a fin de que no pensara que ocultaban algo. De todas maneras, él tenía la escritura de la casa. Le explicó a Sarah que él debía aprobar la venta y luego quedarse con los diez millones de dólares, pero el resto era para ellos. Le agradeció la llamada; aunque no lo dijo, sentía lástima por ella. Pensaba que su marido era un gilipollas. Incluso cuando se reunió con él en prisión, Seth se mostró pomposo y engreído. El fiador ya había visto a otros como él. Siempre los dominaba su ego y acababan jodiendo a su familia y a su esposa. Deseó buena suerte a Sarah con la venta.

Sarah pasó los siguientes días llamando a personas que conocía en la ciudad y en Silicon Valley, buscando trabajo. Redactó un currículo, con los detalles de su máster por Stanford y su trabajo para una empresa de inversiones en Wall Street. Estaba dispuesta a aceptar cualquier cosa: operadora, analista, lo que fuera. Si era necesario conseguiría una licencia de corredor de bolsa o trabajaría en un banco. Tenía las credenciales y la inteligencia necesarias; lo único que le faltaba era un trabajo. Mientras, movidos tanto por la curiosidad como por un auténtico interés, posibles compradores pululaban por toda la casa.

Seth alquiló un ático lujoso en lo que llamaban el Hotel de los Corazones Rotos, en Broadway. Era un moderno edificio de apartamentos amueblados, pequeños y caros, ocupados en su mayoría por hombres que acababan de romper con sus esposas. Sarah alquiló un piso pequeño y acogedor en un edificio de estilo Victoriano en la calle Clay. Tenía dos dormitorios, uno para ella y otro para los niños. Disponía de aparcamiento para un coche y un diminuto jardín. Los alquileres habían caído en picado desde el terremoto, así que lo consiguió a buen precio; además podría ocuparlo a partir del primero de junio.

Fue a ver a Maggie a Presidio para contarle lo que estaba haciendo. La monja lo sintió por ella, pero le impresionó ver que seguía adelante y tomaba decisiones sensatas y prudentes. A Seth no se le ocurrió otra cosa que comprarse un nuevo Porsche, para sustituir el Ferrari que había perdido; debió de hacer algún trato por el que no tenía que pagar por adelantado, lo cual puso furioso a su abogado. Le dijo que era el momento de ser humilde, no fanfarrón. Había perjudicado a mucha gente con sus operaciones y su extravagancia no impresionaría favorablemente al juez. Sarah compró un Volvo familiar de segunda mano, para sustituir su aplastado Mercedes. Había enviado sus joyas a Los Ángeles para que las vendieran. Todavía no les había contado nada a sus padres, que de todos modos no habrían podido ayudarla, aunque al menos le habrían dado su apoyo. Hasta el momento, por algún milagro, la acusación contra Seth no había salido en la prensa, ni tampoco la de Sully, pero sabía que no tardaría mucho en hacerlo. Entonces la mierda empezaría a salpicar, más de lo que ya lo había hecho.


Everett pasó varios días editando sus fotos. Había entregado las mejores a la revista Scoop, que había dedicado varias páginas al terremoto de San Francisco. Como era previsible, en portada habían puesto una de Melanie con sus pantalones de camuflaje. De Maggie solo publicaron una, en la que la identificaban como una monja que trabajaba de voluntaria en el hospital de campaña de San Francisco, después del seísmo.

Vendió otras fotos a USA Today y a Associated Press, una a The New York Times y varias a Time y Newsweek. Scoop le había autorizado a hacerlo, ya que ellos tenían más de las que utilizarían y no querían dar tanta cobertura al terremoto. Les gustaban mucho más las noticias de celebridades; habían publicado seis páginas de Melanie y solo tres del resto. Everett había escrito el artículo, en el que hacía grandes elogios de los residentes y de la ciudad. Guardaba un ejemplar de la revista que quería enviar a Maggie. Pero, sobre todo, tenía docenas de fotos absolutamente espectaculares de ella. Su aspecto era luminoso en las instantáneas en las que aparecía cuidando a los heridos. En una de ellas sostenía en brazos a un niño que lloraba y consolaba a un anciano con una brecha en la cabeza, bajo una tenue luz… en otras estaba riendo, con aquellos brillantes ojos azules, mientras hablaba con él… pero había una en particular, disparada cuando se alejaban en el autobús, en la que la mirada de sus ojos era tan triste y desolada que casi lo hizo llorar. Había colgado fotografías suyas por todo el piso. Lo miraban mientras desayunaba por la mañana, mientras estaba sentado a su escritorio por la noche, o cuando estaba tumbado en la cama y se quedaba contemplándola durante horas. Quería hacer copias de todas para dárselas a ella y, finalmente, las hizo. No estaba seguro de adonde enviarlas. La había llamado varias veces al móvil, pero nunca contestaba. Ella le había devuelto sus llamadas dos veces, pero tampoco lo había encontrado. Parecía que estuvieran jugando al ratón y al gato; ambos estaban muy ocupados, así que no habían hablado desde que él dejó San Francisco. La echaba terriblemente de menos; quería que viera las preciosas fotografías que le había hecho y enseñarle algunas de las otras.