Al final, un sábado por la noche, cuando estaba solo en casa, decidió ir a San Francisco para verla. No tenía trabajo los siguientes días. Así que el domingo por la mañana se levantó al alba, cogió un taxi hasta el aeropuerto de Los Ángeles y subió a un avión para San Francisco. No la había avisado, pero si no había cambiado nada en las semanas transcurridas desde su marcha, esperaba encontrarla en Presidio.

El avión aterrizó a las diez de la mañana en San Francisco. Paró un taxi y dio la dirección al conductor. Llevaba la caja de fotos bajo el brazo, para enseñárselas. Eran casi las once cuando llegaron a Presidio y vio que los helicópteros seguían patrullando en lo alto. Se quedó mirando el hospital de campaña, esperando que ella estuviera dentro. Era muy consciente de que lo que acababa de hacer era un poco absurdo, pero tenía que verla. Desde que se había ido, la había echado de menos constantemente.

La voluntaria del mostrador de recepción le dijo que Maggie no estaba. Era domingo y la mujer, que la conocía bien, le comentó que probablemente estaría en la iglesia. Everett le dio las gracias y decidió ir a ver en el edificio donde se alojaban los voluntarios religiosos y los diversos capellanes. Había dos monjas y un sacerdote de pie en el escalón de la entrada y, cuando preguntó por Maggie, una de las monjas dijo que entraría a ver si estaba. Everett sintió que el desánimo se adueñaba de él, mientras se quedaba allí, esperando. Le pareció que pasaba una eternidad. Pero, de repente, allí estaba ella, con un albornoz de toalla, con sus brillantes ojos azules y sus cabellos pelirrojos chorreando. Le dijo que estaba en la ducha. Empezó a sonreír en cuanto lo vio; él casi soltó una exclamación de alivio al verla. Por un momento, había temido no encontrarla, pero allí estaba. La abrazó con tal fuerza que a punto estuvo de dejar caer la caja con las fotos. Dio un paso atrás para mirarla, con una enorme sonrisa.

– ¿Qué haces aquí? -preguntó ella, mientras las otras monjas y el sacerdote se alejaban.

Todos ellos habían forjado profundas amistades en los primeros días después del terremoto, así que no veían nada inusual en aquella visita ni en la evidente alegría con la que se saludaban. Una de las monjas lo recordaba de cuando estaba en el campamento, antes de que volviera a Los Ángeles; Maggie le dijo que se reuniría con ellos más tarde. Ya habían ido a la iglesia y ahora se dirigían al comedor para almorzar. Aquello empezaba a parecer un campamento de verano permanente para adultos. Everett se había quedado impresionado, de camino a Presidio, por algunas de las mejoras que había visto en la ciudad después de tan solo un par de semanas. Pero el campamento de refugiados de Presidio seguía en plena actividad.

– ¿Has venido para hacer un reportaje? -preguntó Maggie. Los dos hablaban a la vez, entusiasmados de verse-. Lo siento, pero me he perdido todas tus llamadas. Desconecto el móvil cuando estoy trabajando.

– Lo sé… Lo siento… Estoy muy contento de verte -dijo, y la abrazó de nuevo-. He venido solo para verte. Había muchas fotos que quería enseñarte y no sabía dónde enviártelas, así que decidí dártelas yo mismo. Te he traído una copia de todas las que hice.

– Deja que me ponga algo de ropa -rogó ella, pasándose la mano por el pelo, corto y mojado, con una amplia sonrisa.

Volvió al cabo de cinco minutos, con vaqueros, sus Converse de color rosa y una camiseta del circo Barnum & Bailey, con un tigre. Él se echó a reír al ver aquella camiseta tan fuera de lugar; Maggie debía de haberla cogido de la mesa de las donaciones. Definitivamente, era una monja de lo más inusual. Y se moría de ganas de ver las fotos. Recorrieron unos metros hasta un banco y se sentaron para mirarlas. A ella le temblaron las manos al abrir la caja. Cuando las vio, se conmovió y se le saltaron las lágrimas varias veces; otras se echó a reír, mientras recordaban los momentos, las caras y aquellas situaciones estremecedoras. Había fotos de la mujer que él había visto cómo sacaban de debajo de su casa, después de tener que cortarle la pierna para poder liberarla; otras de niños y muchas de Melanie, pero todavía había más de Maggie. Por lo menos la mitad de las fotos eran de ella. Al mirar cada una, ella exclamaba: «Oh, me acuerdo de esto». «Oh, Dios mío, ¿te acuerdas de él?» «Oh, aquel pobre niño.» «Aquella anciana tan dulce.» Había fotos de la destrucción de la ciudad tomadas la noche de la gala, cuando empezó todo. Era una crónica extraordinaria de unos momentos aterradores, pero profundamente conmovedores en la vida de ambos.

– Oh, Everett, son magníficas -dijo, mirándolo con sus luminosos ojos azules-. Gracias por traerlas para enseñármelas. He pensado tantas veces en ti, esperando que todo fuera bien… -Los mensajes que él había dejado eran tranquilizadores, pero había echado de menos hablar con él, casi tanto como él había echado de menos hablar con ella.

– Te he echado en falta, Maggie… -dijo sinceramente, cuando acabaron de mirar las fotos-. No tengo a nadie con quien hablar cuando tú no estás. -No se había dado cuenta de lo vacía que estaba su vida hasta que la conoció y luego la dejó.

– Yo también te he echado en falta -confesó ella-. ¿Has ido a las reuniones? El grupo que iniciaste aquí sigue muy activo.

– He ido a dos cada día. ¿Quieres que vayamos a almorzar?

Algunos de los locales de comida rápida de la calle Lombard habían abierto. Le propuso que compraran algo para comer y fueran hasta el Marina Green. Hacía un día espléndido. Desde allí, podrían contemplar la bahía y mirar los barcos. También podrían hacerlo desde la playa de Presidio, pero pensó que le iría bien salir, caminar, tomar el aire y dejar Presidio para variar. Había estado encerrada en el hospital toda la semana.

– Me encantaría.

No podrían ir lejos sin coche, pero Lombard estaba a una distancia razonable a pie. Maggie fue a buscar un suéter a su habitación y, unos minutos más tarde, se ponían en marcha.

Caminaron un rato, en un cómodo silencio, y luego charlaron de lo que habían estado haciendo. Ella le contó cómo progresaba la reconstrucción de la ciudad y cómo iba su trabajo en el hospital. Él le habló de los trabajos en los que había estado ocupado. Le dio un ejemplar de la edición de Scoop dedicada al terremoto, con todas las fotos de Melanie, y hablaron de lo agradable que era la cantante. En el primer sitio de comida rápida que encontraron, compraron unos bocadillos y luego se dirigieron hacia la bahía. Finalmente, se sentaron en la amplia extensión de césped de Marina Green. Maggie no le dijo nada sobre los problemas de Sarah, porque se trataba de una confidencia. Para entonces, había tenido noticias de Sarah varias veces, y sabía que las cosas no iban bien. Sabía que habían arrestado a Seth y que había salido bajo fianza. También le había dicho que iban a vender la casa. Eran unos momentos terribles para Sarah, que no merecía lo que le estaba pasando.

– ¿Qué harás cuando dejes Presidio? -le preguntó Everett. Habían comido los sandwiches y se habían tumbado en la hierba, mirándose como dos adolescentes en verano. Maggie no parecía en absoluto una monja, con aquella camiseta del circo y sus botas deportivas de color rosa, echada sobre la hierba hablando con él. A veces, él olvidaba que lo era.

– No creo que me marche hasta dentro de un tiempo, quizá pasen unos meses. Llevará mucho tiempo encontrar casa para todas estas personas. -Había quedado destruida una parte tan grande de la ciudad que probablemente sería necesario un año, o más, para reconstruirla-. Después, supongo que volveré a Tenderloin y haré lo mismo que siempre. -De repente, al decirlo, se dio cuenta de lo repetitiva que era su vida. Hacía años que trabajaba en las calles con los sin hogar. Pero siempre le había parecido bien. Sin embargo, ahora quería algo más; volvía a disfrutar del trabajo de enfermera en el hospital.

– ¿No quieres algo más, Maggie? ¿Tener tu propia vida, algún día?

– Esta es mi vida -dijo con dulzura, sonriéndole-. Es lo que hago.

– Lo sé. Yo también. Hago fotos para ganarme la vida, para las revistas y los periódicos. Sin embargo, desde que he vuelto, me siento extraño. Algo me impresionó cuando estaba aquí. Siento que falta algo en mi vida. -Entonces, mirándola, allí tumbados, dijo con voz queda-: Tal vez eres tú.

Ella no sabía qué decir. Se quedó mirándolo unos momentos y luego bajó los ojos.

– Ten cuidado, Everett -dijo, en un susurro-. Creo que no deberíamos seguir por ese camino. -Ella también había pensado en ello.

– ¿Por qué no? -preguntó él, tercamente-. ¿Qué problema hay si un día cambias de opinión y ya no quieres ser monja?

– ¿Y si no es así? Me gusta ser monja. Es lo que he sido siempre, desde que salí de la escuela de enfermería. Es lo único que quería ser de pequeña. Es mi sueño, Everett. ¿Cómo puedo renunciar a él?

– ¿Y si lo cambias por otra cosa? Podrías hacer el mismo trabajo si dejaras el convento. Podrías ser asistenta social o enfermera profesional con los sin hogar. -Lo había pensado desde todos los ángulos.

– Ya hago todo eso, y soy monja. Sabes lo que siento. -La estaba asustando; quería que se callara, antes de que dijeran demasiado y sintiera que no podía volver a verlo. No quería que pasara, pero si él iba demasiado lejos, ocurriría. Tenía que vivir de acuerdo con sus votos. Seguía siendo monja, tanto si a él le gustaba como si no.

– Entonces, supongo que tendré que seguir viniendo a verte, para darte la lata de vez en cuando. ¿Me lo permitirás? -Intentaba dar marcha atrás y le sonreía bajo el brillante sol.

– Me gustaría, siempre que no hagamos ninguna tontería -le recordó, aliviada de que no siguiera presionándola.

– ¿Y eso qué significa? Define «tontería».

Volvía a insistir y ella lo sabía, pero ya era mayorcita y podía cuidarse.

– Sería una tontería que tú o yo olvidáramos que soy monja. Pero no lo haremos -dijo con firmeza-. ¿De acuerdo, señor Allison? -dijo refiriéndose, con una risita, a aquella vieja película con Deborah Kerr y Robert Mitchum.

– Sí, sí, lo sé -dijo Everett, poniendo los ojos en blanco-. Al final, yo vuelvo a los marines y tú sigues siendo monja, igual que en la película. ¿No conoces ninguna donde la monja deje el convento?

– No veo esas películas -dijo, pudorosa-. Solo miro aquellas en las que la monja es fiel a sus votos.

– Las detesto -respondió él, tomándole el pelo-. Son muy aburridas.

– No, no lo son. Son muy nobles.

– Ojalá no fueras tan noble, Maggie -dijo suavemente-. Ni tan fiel a tus votos.

No se atrevió a decir nada más, y ella no respondió. La estaba presionando. Maggie cambió de conversación.

Se quedaron al sol hasta el final de la tarde, viendo los edificios y las obras de reconstrucción que se estaban realizando en las zonas que había detrás de ellos. Volvieron paseando hasta Presidio cuando empezaba a refrescar. Maggie lo invitó a tomar algo en el comedor antes de marcharse. Le contó que Tom había vuelto a Berkeley para cerrar su apartamento. Pero seguían allí muchas de las caras de antes de que Everett se fuera.

Los dos tomaron sopa, él la acompañó de vuelta a su edificio después de cenar y ella le dio las gracias por la visita.

– Volveré a verte -prometió Everett. Le había hecho algunas fotos mientras tomaba el sol hablando con él. Sus ojos eran del mismo color que el cielo.

– Cuídate -dijo ella, como ya había hecho antes-. Rezaré por ti.

El asintió y le dio un beso en la mejilla. Era tan suave como el terciopelo. Había una cualidad intemporal en ella; parecía asombrosamente joven, con aquella tonta camiseta del circo.

Maggie se quedó mirándolo hasta que lo vio salir por la verja principal. Tenía aquel familiar modo de andar que había acabado reconociendo, con sus botas de vaquero de lagarto negro. El le dijo adiós con la mano una vez y luego se dirigió hacia Lombard para tomar un taxi que lo llevara al aeropuerto; ella subió a su habitación para mirar sus fotos de nuevo. Eran magníficas. Tenía un talento extraordinario. Pero era más que eso; había algo en su alma que la atraía. No quería que fuera así, pero se sentía poderosamente atraída hacia él, no solo como amigo, sino como hombre. Nunca le había pasado, en toda su vida adulta, desde que entró en el convento. Conmovía algo en ella que no tenía ni idea de que estuviera allí y que quizá no estaba, hasta que llegó Everett. Pero la trastornaba profundamente.

Cerró la caja de fotos y la dejó sobre la cama, a su lado. Luego se tumbó y cerró los ojos. No quería que le pasara aquello. No podía enamorarse de él, no podía dejar que sucediera. Era imposible. Y se dijo que no iba a suceder.

Permaneció allí mucho rato, echada, rezando, hasta que volvieron las otras monjas con las que compartía la habitación. Nunca había rezado tan fervientemente en toda su vida y lo único que repetía una y otra vez, para sus adentros, era: «Por favor, Dios, no permitas que lo ame». Lo único que podía hacer era confiar en que Dios la oyera. Sabía que no podía dejar que sucediera y se recordaba, una y otra vez, que pertenecía a Dios.