– ¿Qué tal una bota? -propuso el doctor. Trataba a muchos artistas, algunos de los cuales se habían caído del escenario o cosas peores-. Puedes quitártela cuando salgas a escena. Pero ni se te ocurra llevar plataformas o tacones altos. -Conocía bien a los artistas. Melanie puso cara de culpable.

– Mis trajes se verán horribles si llevo botas -dijo.

– Peor aspecto tendrás en una silla de ruedas si se te hincha más. La bota tendría que ayudar. Y debes llevar zapatos planos cuando actúes. Además, tienes que usar las muletas -le advirtió.

No había otra opción. El tobillo le dolía muchísimo y no podía descansar nada de peso en él.

– De acuerdo, probaré la bota -aceptó.

Le llegaba hasta la rodilla, estaba hecha de un material de plástico, negro y brillante, con tiras de velero para sujetar bien la pierna. En cuanto se puso de pie, sintió un alivio considerable. Salió cojeando de la sala de urgencias, con la bota puesta y con las muletas, mientras Pam pagaba la visita.

– Qué monada -dijo Janet, con despreocupación, mientras ayudaba a Melanie a entrar en la limusina.

Les quedaba el tiempo justo para recoger el equipaje, reunirse con los demás, dirigirse al aeropuerto y coger el avión a Phoenix. Melanie sabía que, a partir de ese momento, todo sería una locura. La gira de conciertos había empezado y recorrerían todo Estados Unidos durante las diez semanas siguientes.

En el avión alquilado apoyó la pierna encima de una almohada. Los músicos se pusieron a jugar al «mentiroso» con dados y al póquer; Janet se unió a ellos. Le echó una ojeada a su hija un par de veces y procuró que estuviera lo más cómoda posible. Al final, Melanie se tomó un par de analgésicos y se quedó dormida. Pam la despertó al llegar a Phoenix, y uno de los músicos la bajó en brazos por la escalera. Melanie tenía aspecto adormilado y estaba un poco pálida.

– ¿Estás bien? -le preguntó Janet, cuando entraron en una limusina, también blanca. Se alojarían en suites de hotel y tendrían limusinas esperándolas en todas las ciudades a las que fueran.

– Perfectamente, mamá -la tranquilizó Melanie.

Cuando llegaron a sus habitaciones del hotel, Pam encargó el almuerzo para todos, mientras Melanie llamaba a Tom.

– Aquí estamos -dijo, esforzándose por parecer más animada de lo que estaba. Seguía aturdida debido a los analgésicos, pero la bota la ayudaba a andar. Apenas podía moverse sin las muletas.

– ¿Qué tal está el tobillo? -preguntó Tom, preocupado.

– Todavía lo tengo. Antes de marcharnos de Las Vegas me han puesto una especie de escayola de quita y pon. Parezco un cruce de Darth Vader y Frankenstein. Pero realmente ayuda. Además, puedo quitármela para salir al escenario.

– ¿Y eso es sensato? -preguntó Tom, sonando como la voz de la razón.

– Estaré bien. -No tenía otra opción.

Aquella noche hizo lo que el médico le había dicho y se puso zapatos planos. Habían eliminado la plataforma ascendente del espectáculo, porque Melanie tenía miedo de caerse y lesionarse otra vez. Siempre decía que se sentía como uno de los Flying Wallendas cuando la usaba y que debería actuar con red. Se había caído dos veces anteriormente, pero esta era la primera que se lesionaba. Le dolía, aunque podría haber sido peor.

Aquella noche, entró cojeando en el escenario, apoyándose en las muletas, y luego las dejó en el suelo. Le habían preparado una silla alta para sentarse y bromeó sobre ello con el público, diciendo que se lo había hecho mientras practicaba el sexo; los espectadores le rieron la gracia. Sin embargo, se olvidaron de ello en cuanto empezó el espectáculo. Durante la mayor parte de la actuación permaneció sentada, pero a nadie pareció importarle. Llevaba minishorts, medias de red y un sujetador rojo de lentejuelas. Incluso con zapatos planos, estaba sensacional. Al final, redujo los bises. Se moría de ganas de volver a su habitación y tomarse otro calmante. En cuanto se lo tomó se quedó dormida, de modo que no llamó a Tom para contarle cómo había ido el espectáculo. El le había dicho que iría a cenar a Los Ángeles con su hermana, así que tampoco la llamó. Pero normalmente hablaban por el móvil.

Pasaron dos días en Phoenix y, desde allí, volaron a Dallas y a Fort Worth. Hicieron dos actuaciones en cada ciudad, una en Austin y otra en el Astrodome de Houston. Obediente, Melanie llevaba la bota cuando no estaba en el escenario, con lo cual el pie estaba mejor. Finalmente, pudieron gozar de dos días de descanso en Oklahoma City. Volaban por todo el país y ella trabajaba duro. Actuar con una lesión era solo uno de los problemas con los que tenía que enfrentarse durante la gira de conciertos. Uno de los encargados del equipo se había roto un brazo y el técnico de sonido se había dislocado una vértebra al cargar con unos aparatos demasiado pesados. Pero no importaba lo que pasara; todos sabían que el espectáculo debía continuar. La vida no era fácil cuando estaban de gira: los horarios eran agotadores, las actuaciones, duras y las habitaciones de hotel, deprimentes. Siempre que era posible cogían suites. En todos los aeropuertos les esperaban limusinas, pero no había ningún sitio a donde ir, excepto de la sala de conciertos al hotel. En muchas ciudades, tocaban en estadios. Así era la vida, mientras iban de ciudad en ciudad. Al cabo de un tiempo olvidaban dónde estaban, ya que todos los lugares parecían iguales.

– Dios, qué bien me iría descansar de todo esto -dijo Melanie a su madre, una noche particularmente calurosa, en Kansas City. Había sido una buena actuación, pero se había torcido el tobillo lesionado al saltar para salir del escenario y le dolía todavía más-. Estoy cansada, mamá -reconoció.

Su madre la miró, nerviosa.

– Si quieres seguir consiguiendo discos de platino, tienes que ir de gira -respondió su madre, con sentido práctico. Conocía muy bien el negocio y Melanie sabía que tenía razón.

– Lo sé, mamá.

Melanie no discutió con ella, pero cuando volvió al hotel parecía agotada. Lo único que quería era tomar un baño caliente e irse a la cama. Lo había dicho en serio: se moría por tomarse un descanso. Todos tendrían un fin de semana libre cuando llegaran a Chicago. Tom planeaba volar hasta allí para reunirse con ella. Melanie estaba impaciente por verlo.

– Parece cansada -comentó Pam a Janet-. No debe de ser divertido actuar con ese tobillo.

Habían colocado taburetes en el escenario, en todas las ciudades, pero el tobillo no se curaba y Melanie sufría dolores muy fuertes. Cuando no actuaba, iba cojeando de un sitio a otro, con las muletas y la bota negra. Le proporcionaba cierto alivio, pero no el suficiente. Y el tobillo seguía igual de hinchado. No había mejorado en absoluto. Aunque habría sido infinitamente peor si no dispusieran de su propio avión. Ir en vuelos comerciales con todo aquel equipo habría sido casi imposible y habrían acabado volviéndose locos. Facturar el equipaje y el equipo habría exigido que pasaran horas solo para embarcar. De esta manera, únicamente tenían que cargar las cosas y despegar.

Cuando Tom se reunió con ella en Chicago, se sorprendió al ver lo cansada y pálida que estaba. Melanie se encontraba absolutamente exhausta.

Al llegar del aeropuerto, él ya la estaba esperando en el hotel. Cogiéndola entre sus brazos, le hizo dar vueltas en el aire, con la pesada bota todavía puesta; luego la dejó suavemente en una silla. Melanie sonreía de oreja a oreja. Él se había registrado en el hotel media hora antes de que ella llegara. Era un hotel decente y tenían una suite enorme. Pero Melanie estaba harta del servicio de habitaciones, de firmar autógrafos, de actuar noche tras noche, sin importar lo mucho que le doliera el tobillo. Tom se quedó horrorizado al ver lo hinchado que seguía estando y lo doloroso que debía de ser.

Tenían un concierto el martes. Y solo era sábado por la noche. Tom se marcharía el lunes por la mañana, para ir a trabajar a Los Ángeles. Había empezado después de marcharse ella y le dijo que le encantaba. Los viajes que le prometían parecían fabulosos. Trabajaba para una empresa de planificación urbanística y, aunque la mayoría de los encargos eran con ánimo de lucro, tenían varios proyectos en marcha en países en vías de desarrollo, donde ofrecían sus servicios gratis a los gobiernos, justo lo que Tom quería hacer. Melanie estaba orgullosa e impresionada por su lado humanitario, y se sentía feliz de que hubiera encontrado un empleo que le gustara. Tom había estado muy preocupado al no encontrar trabajo tras volver a Pasadena. Así que ni siquiera le importaba ir y volver de Los Ángeles cada día. Después del terremoto de San Francisco, se alegraba de haber vuelto. Y este puesto era una oportunidad perfecta para él.

Aquella noche, Tom se llevó a Melanie a cenar fuera. Ella se comió una enorme y grasienta hamburguesa, con aros de cebolla frita. Después volvieron al hotel y hablaron de muchas cosas. Ella le habló de todas las ciudades donde habían estado y le contó varios incidentes ocurridos por el camino. A veces, estar de gira era como los chicos que iban de campamento o como los soldados a punto de embarcar.

Había una sensación constante de provisionalidad, de tener que levantar el campamento y trasladarse a otro lugar. A menudo, resultaba divertido y el ambiente entre ellos era genial, pero a pesar de ello, resultaba agotador. Para romper la monotonía de tanto viaje, los músicos y los encargados del equipo se enzarzaban en batallas con globos de agua y lanzaban algunos por las ventanas del hotel, con la intención de darle a la gente que pasaba por la calle. El director solía acabar pillándolos, subía y les echaba una buena regañina. Eran como niños, sin nada mejor que hacer. Cuando tenían tiempo libre, los encargados del equipo y los músicos hacían muchas diabluras. Sobre todo, iban a los locales de topless y de striptease, recorrían los bares y se emborrachaban. A Tom le gustaba hablar con ellos; los encontraba muy divertidos. Pero lo que más le interesaba era estar con Melanie. La extrañaba cada vez más cuando estaban separados. Melanie le había dicho a Pam, confidencialmente, que cada día estaba más enamorada de Tom. Era la mejor pareja que había tenido y se sentía realmente afortunada de que formara parte de su vida. Pam le recordó que, en aquellos momentos, ella era una de las estrellas más populares del mundo, y que también él era afortunado. Además, Melanie era una persona excepcional. Pam la conoció cuando tenía dieciséis años y opinaba que era la persona más amable que conocía, a diferencia de su madre, que podía ser muy dura. Pam pensaba que Tom y Melanie hacían muy buena pareja. Tenían un carácter parecido, eran fáciles de complacer y cordiales; ambos eran inteligentes, y él no parecía celoso de su fama o de su trabajo, algo increíblemente raro. Pam sabía que no había muchas personas como ellos en todo el planeta y, gracias a Melanie, disfrutaba plenamente de su trabajo.

Tom y Melanie lo pasaron estupendamente en Chicago. Fueron al cine, a museos y a restaurantes; fueron de compras y pasaron mucho tiempo en la cama. Cuando salían, Melanie utilizaba las muletas y llevaba la incómoda bota negra. Tom quería que lo hiciera. Fue un fin de semana fantástico; Melanie agradecía, tanto como él, que pudiera coger un avión y reunirse con ella. Tom estaba utilizando todos los kilómetros de vuelo gratis que tenía acumulados. Las expectativas de verlo y descubrir juntos las ciudades hacían que la gira le resultara mucho más tolerable. A continuación, se dirigirían a la costa Este, hasta Vermont y Maine. Daría conciertos en Providence y en Martha's Vineyard. Tom dijo que intentaría ir a Miami y a Nueva York.

El fin de semana se les pasó volando. Melanie no soportaba ver que se marchaba otra vez. El aire era caliente y húmedo cuando lo acompañó hasta la calle y se quedó con él mientras llamaba un taxi. La bota la había ayudado y el descanso también; para cuando Tom se fue le dolía menos. Por la noche, dejó la bota junto a la cama y sintió como si se quitara una pata de palo. Aquellos días, Tom le había tomado el pelo y, en una ocasión, ella le tiró la bota. Estuvo a punto de dejarlo sin sentido.

– ¡Eh, oye, tranquila! ¡Pórtate bien! -exclamó riñéndola, y luego escondió la bota debajo de la cama.

A veces, eran como niños pequeños; siempre se lo pasaban bien. Intensificaban el valor de la vida del otro y estaban cada vez más enamorados. Para Tom y Melanie era un verano de descubrimiento y dicha.


En San Francisco, Seth y Sarah aceptaron la primera oferta que les hicieron por la casa. Se trataba de una buena oferta. Los posibles compradores se trasladaban desde Nueva York y les urgía encontrar vivienda. Pagaban justo por encima del precio que ellos pedían y querían cerrar el trato enseguida. Sarah detestaba tener que abandonar su casa; sentía que perdía algo querido, pero tanto ella como Seth se sintieron aliviados de lograr venderla. Quedó de inmediato en custodia y Sarah envió a Christie's las cosas que iban a vender. Hizo que llevaran los muebles del dormitorio principal, algunas cosas de la sala de estar, la ropa de los niños y parte de sus muebles a su nuevo piso en Clay Street. Ahora los pequeños compartirían una habitación, en lugar de tener cada uno la suya, así que no necesitaban tantas cosas. Todos los archivos y papeles del despacho de Seth dieron al Heartbreak Hotel, en Broadway. Se repartieron los utensilios de la cocina. Sarah envió un sofá y dos butacas a Seth. El resto fue a un guardamuebles. Las obras de arte salieron a subasta. Le entristecía ver lo rápido que su casa se hacía pedazos, de una forma muy parecida a como lo hacía su vida. En cuestión de días, la casa se había quedado vacía; tenía aspecto de haber sido saqueada y de que nadie la quisiera. Ver cómo sucedía le recordó su matrimonio que también había quedado destrozado. Era asombroso lo poco que había bastado para deshacerlo. Se sintió deprimida mientras recorría la casa por última vez, el último día. Encontró a Seth en el despacho, con aspecto de estar tan deprimido como ella. Sarah acababa de bajar de las habitaciones de los niños, donde había ido a comprobar que no olvidaran nada. Parmani se había llevado a los pequeños a su casa, hasta el día siguiente, para que Sarah pudiera organizarlo todo en Clay Street.