– Yo también te quiero -susurró a Tom.
Llevaba el reloj de Cartier que ella le había regalado. Le encantaba. Pero, sobre todo, la quería a ella. Había sido un año asombroso para los dos, desde el terremoto de San Francisco hasta Navidad.
Sarah dejó a los niños con Seth el día de Navidad. El se había ofrecido a ir a su casa, pero ella no quería que lo hiciera. Se sentía incómoda cuando estaba allí. Todavía no había decidido qué hacer. Había hablado con Maggie varias veces. La monja le recordaba que el perdón era un estado de gracia, pero por mucho que lo intentara, Sarah no parecía poder alcanzarlo. Seguía creyendo en lo de «para bien y para mal», pero ya no sabía qué sentía por él. No podía digerir lo que había pasado. Estaba como anestesiada.
Habían celebrado la Navidad la noche anterior, en Nochebuena, así que, por la mañana, los pequeños rebuscaron en sus calcetines y abrieron los regalos de Santa Claus. Oliver se lo pasó en grande desgarrando el papel y a Molly le encantó todo lo que le había traído. Comprobaron que Santa Claus se había bebido casi toda la leche y comido todas las galletas. Rudolph había mordisqueado todas las zanahorias, y faltaban dos.
A Sarah le dolía celebrar las tradiciones familiares con los niños y sin Seth, pero él dijo que lo comprendía. Había empezado a ver a un psiquiatra y tomaba medicación para los ataques de ansiedad que sufría. Sarah se sentía muy mal también por eso. Pensaba que debería estar con él, a su lado, aportándole consuelo. Pero ahora era un extraño para ella, aunque un extraño al que había amado y todavía amaba. Era un sentimiento raro y doloroso.
Seth sonrió cuando la vio delante de la puerta, con los niños; la invitó a entrar, pero ella alegó que no podía. Dijo que iba a reunirse con unos amigos; aunque, en realidad, iba a tomar el té en el St. Francis, con Maggie. Melanie la había invitado; no estaba lejos de donde vivía Maggie, aunque todo un universo separara los dos barrios.
– ¿Cómo te va? -preguntó Seth.
Oliver entró vacilando; ahora ya caminaba. Molly corrió al interior para ver qué había debajo del árbol. Le había comprado un triciclo rosa, una muñeca tan grande como ella y muchos otros regalos. Su economía estaba en el mismo estado que la de Sarah, pero Seth siempre había gastado mucho más dinero que ella. Ahora ella procuraba tener mucho cuidado con su salario y con el dinero que él le daba para los niños. Sus padres también la ayudaban, incluso la habían invitado a ir a las Bermudas a pasar las vacaciones, pero no quería hacerlo. Prefería quedarse en la ciudad y que los niños estuvieran cerca de su padre. Por lo que sabían, esta podía ser su última Navidad en libertad durante mucho tiempo y no quería privarlo de sus hijos, ni a ellos de él.
– Estoy bien -respondió ella.
Seth sonrió con espíritu navideño, pero se habían roto demasiadas cosas entre ellos. En sus ojos, y también en los de ella, podía verse la decepción y la tristeza que, sumadas a su traición, habían caído encima de Sarah como una bomba. Seguía sin entender qué había pasado o por qué. De nuevo se daba cuenta de que había una parte de él que ella no conocía, una parte que tenía mucho en común con personas como Sully y nada en común con ella. Esa era la parte que la asustaba. Siempre había habido un extraño viviendo en la casa con ella. Y ya era demasiado tarde para conocerlo; además, no quería hacerlo. Ese extraño le había destrozado la vida. Pero poco a poco la estaba reconstruyendo. Dos hombres la habían invitado a salir recientemente, pero los había rechazado a ambos. Sarah consideraba que seguía casada, al menos hasta que decidieran lo contrario, y todavía no lo habían hecho. Pospondría la decisión hasta después del juicio, a menos que, de repente, lo viera con claridad. Seguía llevando la alianza, igual que Seth. Por el momento seguían siendo marido y mujer, aunque vivieran separados.
Seth le dio un regalo de Navidad antes de marcharse; también ella tenía uno para él. Le había llevado una chaqueta de cachemira y algunos suéteres; él le había comprado una preciosa chaqueta de armiño. Era exactamente de su gusto; era preciosa, de un marrón oscuro suntuoso. Abrió el paquete y se la puso; luego lo besó.
– Gracias, Seth. No deberías haberlo hecho.
– Sí que debía -dijo con tristeza-. Mereces mucho más que esto.
En otros tiempos, le habría regalado alguna joya enorme de Tiffany o Cartier, pero ese año no era posible y nunca más lo sería. Todas las joyas de Sarah habían desaparecido. Finalmente, las habían subastado el mes anterior, y el dinero había quedado inmovilizado, con el resto de sus bienes, ya que las facturas de los abogados llegaban hasta el cielo. Seth se sentía muy mal por ello.
Sarah lo dejó con los niños. Pasarían la noche con él. Seth había comprado una cuna plegable para Ollie y Molly dormiría en la cama con él, ya que solo había una habitación en el pequeño apartamento.
Sarah le dio un beso al marcharse; mientras se alejaba en el coche sentía infinita tristeza. La carga que compartían ahora era casi imposible de soportar. Pero no tenían más remedio.
Everett fue a una reunión de AA el día de Navidad por la mañana. Se había ofrecido para ser el orador invitado y hacerles partícipes de su historia. Era una gran asamblea a la que le gustaba acudir. Había muchos jóvenes, algunos tipos de aspecto rudo, un puñado de gente rica de Hollywood, e incluso había entrado un grupo de gente sin hogar. Le gustaba mucho esa mezcla, porque era muy real. Algunas de las reuniones a las que había ido en Hollywood y Beverly Hills estaban demasiado maquilladas y eran demasiado pulidas para él. Prefería que las asambleas fueran más duras y realistas. Esta siempre lo era.
También participó en la parte protocolaria de la reunión. Dijo su nombre y que era alcohólico, y cincuenta personas de la sala respondieron: «¡Hola, Everett!» al mismo tiempo. Incluso después de dos años, aquello le producía una sensación de calidez y hacía que se sintiera en casa. Nunca ensayaba ni practicaba sus intervenciones. Decía lo primero que se le ocurría o lo que le preocupara en aquel momento. Esta vez mencionó a Maggie; dijo que la quería y que era monja. Contó que ella también lo quería, pero que permanecía fiel a sus votos y le había pedido que no volviera a llamarla, así que no lo había hecho. Durante los tres últimos meses había sentido esta pérdida amargamente, pero respetaba sus deseos. Más tarde, al dejar la reunión y subir al coche para volver a casa, se puso a pensar en lo que había dicho: que la quería como nunca había querido a ninguna otra mujer, monja o no monja. Aquello significaba algo y, de repente, se preguntó si había hecho lo acertado o si debía haber luchado por ella. No lo había pensado hasta entonces. Iba de camino a casa cuando dio un giro brusco y se dirigió al aeropuerto. No había mucho tráfico el día de Navidad. Eran las once de la mañana y sabía que, a la una, había un vuelo para San Francisco y que llegaría a la ciudad sobre las tres. En esos momentos, nada habría podido detenerlo.
Compró el billete, subió al avión y se sentó. Durante el vuelo miró por la ventanilla hacia las nubes, el paisaje y las carreteras que se veían abajo. No tenía a nadie más con quien pasar la Navidad; si ella lo rechazaba, no habría perdido mucho. Solo un poco de tiempo y un billete a San Francisco de ida y vuelta. Valía la pena intentarlo. La había añorado insoportablemente en los tres últimos meses; sus opiniones sensatas, sus comentarios reflexivos, su delicada manera de dar consejos, el sonido de su voz y el luminoso azul de sus ojos. Se moría de ganas de verla. Era el mejor regalo de Navidad de todos y el único que tendría. Aunque no le llevaba nada, excepto su amor.
El avión aterrizó con diez minutos de adelanto, justo antes de las dos, y el taxi que tomó lo dejó en la ciudad a las tres menos veinte. Fue a su dirección en Tenderloin, sintiéndose como un escolar que va a ver a su novia; empezó a preocuparse por qué pasaría si no lo dejaba entrar. Tenía un inter-fono y podría decirle que se marchara, pero debía intentarlo de todos modos. No podía dejar que desapareciera de su vida. El amor era algo demasiado escaso e importante para tirarlo por la borda. Nunca antes había querido a nadie como a ella. Pensaba que era una santa, igual que mucha otra gente.
Cuando llegaron a su casa pagó al taxista y recorrió nerviosamente la distancia hasta la puerta. Los escalones estaban desgastados y rotos. Había dos borrachos sentados en la entrada, compartiendo una botella. Media docena de prostitutas andaban arriba y abajo por la calle, buscando «citas». El negocio seguía como de costumbre, aunque fuera Navidad.
Llamó al timbre, pero no contestó nadie. Pensó en llamarla al móvil, pero no quería ponerla sobre aviso. Se sentó en el último escalón, enfundado en sus vaqueros y su grueso suéter. Hacía frío, pero había salido el sol y era un bonito día. Por mucho tiempo que le llevara, iba a esperarla. Sabía que, al final, aparecería. Probablemente estaba sirviendo el almuerzo o la comida a los pobres en algún comedor, en algún sitio.
Los dos borrachos sentados en el escalón por debajo del suyo seguían pasándose la botella; de repente, uno de ellos lo miró y se la ofreció. Era bourbon, de la marca más barata que habían encontrado y del tamaño más pequeño. Los dos hombres estaban asquerosamente sucios, olían mal y le sonreían, con una sonrisa desdentada.
– ¿Un trago? -ofreció uno de ellos arrastrando las palabras. El otro estaba más borracho todavía y parecía medio dormido.
– ¿Habéis pensado alguna vez en ir a Alcohólicos Anónimos? -preguntó Everett amigablemente, rechazando la botella.
El que se la había ofrecido lo miró asqueado y volvió la cara. Dio unos golpecitos a su colega, señaló a Everett y, sin decir palabra, se levantaron y se marcharon a otra escalera de entrada, donde se sentaron y siguieron bebiendo mientras Everett los miraba.
– De no ser por la gracia de Dios, así estaría yo -susurró mientras seguía esperando a Maggie. Le parecía una manera perfecta de pasar el día de Navidad, esperando a la mujer que amaba.
Maggie y Sarah pasaron un rato agradable, tomando el té en el hotel St. Francis. Servían un auténtico té inglés completo, con panecillos, pasteles y un surtido de pequeños sándwiches. Charlaron relajadamente mientras tomaban Earl Grey. Maggie pensó que Sarah parecía triste, pero no la presionó, porque ella también se sentía algo desanimada. Echaba de menos hablar con Everett, sus risas y conversaciones, pero después de lo que había pasado la última vez, sabía que no podía volver a verlo ni hablar con él. No tendría la fuerza necesaria para resistirse a él si lo veía. Después de haberse confesado había reforzado su resolución. Pero, de todos modos, lo echaba de menos. Se había convertido en un amigo muy preciado.
Sarah le contó que había visto a Seth, le confesó lo muchoque lo extrañaba a él y los cómodos días de su vieja vida. Nunca, jamás, había imaginado que todo aquello acabaría. Nada podía estar más lejos de su mente.
Dijo que le gustaba el trabajo y la gente que estaba conociendo. Pero seguía manteniéndose bastante aislada socialmente. Todavía estaba demasiado avergonzada para salir y ver a sus viejos amigos. Sabía que en la ciudad seguían corriendo chismes sobre Seth y ella, y que iba a ser todavía peor cuando empezara el juicio, en marzo. Habían discutido largamente si tratar de conseguir un aplazamiento para retrasar el proceso o presionar para conseguir un juicio rápido. Seth había decidido que quería acabar de una vez. Parecía estar más nervioso cada día que pasaba. También Sarah estaba muy preocupada por todo aquello.
La conversación se desarrolló plácidamente cuando hablaron de acontecimientos de la ciudad: Sarah había llevado a Molly a ver Cascanueces; Maggie había asistido a una misa ecuménica de Navidad a medianoche, la noche anterior, en la catedral de Grace. Era un encuentro cálido y cordial entre dos amigas. Su amistad había sido un regalo para ambas, una bendición inesperada debida al terremoto de mayo.
Se marcharon del St. Francis a las cinco. Sarah dejó a Maggie en la esquina de su calle y se dirigió hacia el centro. Pensaba ir al cine e invitó a Maggie, pero esta le dijo que estaba cansada y que prefería volver a casa. Además, la película que Sarah quería ver le parecía demasiado deprimente. Maggie le dijo adiós con la mano mientras Sarah se alejaba en el coche y caminó, lentamente, calle arriba. Sonrió a dos de las prostitutas que vivían en su edificio. Una era una bonita mexicana; la otra, un travesti de Kansas que siempre era muy amable con Maggie y respetaba que fuera monja.
Estaba a punto de empezar a subir los escalones cuando levantó la cabeza y lo vio. Se detuvo, sin moverse, mientras él le sonreía desde arriba. Llevaba tres horas sentado allí y empezaba a tener frío. No le importaba si moría congelado, allí sentado; no iba a moverse hasta que ella volviera a casa. Y, de repente, allí estaba.
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