Contestaron al teléfono al segundo timbrazo. Era una mujer y, por un segundo, se preguntó si se habría equivocado de número. Si era así, resultaría complicado. Charles Carson no era un nombre inusual y debía de haber muchos en el listín telefónico.
– ¿Podría hablar con el señor Carson? -preguntó Everett en tono educado y amable. Notó que le temblaba la voz, pero la mujer no lo conocía lo suficiente para darse cuenta.
– Lo siento, ha salido. Volverá dentro de media hora. -Le dio la información amablemente-. ¿Quiere que le dé algún recado?
– Esto… no… yo… ya volveré a llamar -dijo Everett y colgó antes de que ella pudiera hacerle más preguntas. Se preguntó quién era la joven. ¿Esposa? ¿Hermana? ¿Novia?
Se tumbó en la cama, encendió la tele y se adormiló. Eran las ocho cuando se despertó y volvió a quedarse con la mirada fija en el teléfono. Rodó por la cama y marcó el número. Esta vez contestó un hombre con una voz fuerte y clara.
– ¿Podría hablar con Charles Carson, por favor? -preguntó Everett a la voz del otro extremo, y esperó ansiosamente. Tenía la impresión de que era él y esa perspectiva le producía vértigo. Era mucho más difícil de lo que había pensado. ¿Qué iba a hacer una vez que se hubiera identificado? Quizá Chad no quisiera verlo. ¿Por qué habría de querer?
– Soy Chad Carson -corrigió la voz-. ¿Con quién hablo? -Sonaba ligeramente suspicaz. Preguntar por él con su nombre completo le decía que quien llamaba era un extraño.
– Yo… esto… Sé que parece una locura, pero no sé por dónde empezar. -Entonces, lo soltó-: Mi nombre es Everett Carson. Soy tu padre. -Hubo un silencio sepulcral al otro extremo de la línea, mientras el hombre que había contestado intentaba descubrir qué estaba pasando. Everett imaginaba el tipo de cosas que Chad podía decirle, y «piérdete» era, de lejos, la más suave-. No estoy seguro de qué decirte, Chad. Supongo que «lo siento» es lo primero, aunque no explica veintisiete años. No estoy seguro de que nada pueda hacerlo. Si no quieres hablar conmigo lo entenderé. No me debes nada, ni siquiera una conversación.
El silencio se prolongó mientras Everett se preguntaba si debía continuar hablando o colgar discretamente. Decidió esperar unos segundos más, antes de renunciar por completo. Le había costado veintisiete años tenderle la mano a su hijo e intentar un reencuentro. Chad, que no tenía ni idea de qué estaba pasando, se había quedado mudo de asombro.
– ¿Dónde estás? -fue lo único que dijo, mientras Everett se preguntaba qué estaría pensando. Todo aquello resultaba bastante alarmante.
– Estoy en Butte. -Everett lo pronunció como un natural del lugar. Aunque había vivido en otros sitios, seguía teniendo un ligero acento de Montana.
– ¿Aquí? -Chad pareció asombrado de nuevo-. ¿Qué haces aquí?
– Tengo un hijo aquí -respondió Everett, simplemente-. No lo he visto desde hace mucho tiempo. No sé si querrás verme, Chad. Y no te culpo, si no quieres. Llevo mucho tiempo pensando en hacer esto. Pero haré lo que quieras. He venido a verte, pero eres tú quien decide si quieres que nos veamos. Si no, lo comprenderé. No me debes nada. Soy yo quien te debe una disculpa por los últimos veintisiete años. -Se produjo un silencio al otro extremo, mientras el hijo que no conocía digería sus palabras-. He venido para reparar el daño.
– ¿Estás en Alcohólicos Anónimos? -preguntó Chad, con cautela, reconociendo la conocida fórmula.
– Sí, así es. Veinte meses. Es lo mejor que he hecho nunca. Por eso estoy aquí.
– Yo también -dijo Chad, después de una pequeña vacilación. Y luego tuvo una idea-. ¿Quieres venir a una reunión?
– Sí. -Everett respiró hondo.
– Hay una a las nueve -contestó Chad-. ¿Dónde te alojas?
– En el Ramada Inn.
– Te recogeré. Llevo una camioneta Ford de color negro. Tocaré la bocina dos veces. Estaré ahí dentro de diez minutos. -Pese a todo, quería ver a su padre tanto como este quería verlo a él.
Everett se echó un poco de agua por la cara, se peinó y se miró al espejo. Lo que vio fue un hombre de cuarenta y ocho años, que había vivido tiempos borrascosos y que, a los veintiuno, había abandonado a su hijo de tres. Era algo de lo que no se sentía orgulloso. Había muchas cosas que todavía lo angustiaban, y esta era una de ellas. No había hecho daño a muchas personas en su vida, pero a la que más había herido era precisamente su hijo. No había modo alguno de que pudiera compensarlo por ello ni devolverle los años que había pasado sin padre, pero, por lo menos, ahora estaba allí.
Estaba esperando fuera del hotel, vestido con vaqueros y una chaqueta gruesa, cuando llegó Chad. Bajó de la camioneta y mientras se acercó, Everett vio que era alto y guapo, con el pelo rubio y los ojos azules, de complexión fuerte y con la forma de andar típica de Montana. Llegó hasta donde estaba Everett, lo miró larga e intensamente y tendió la mano para estrechar la de su padre. Se miraron a los ojos y Everett tuvo que esforzarse por contener las lágrimas. No quería avergonzar a ese hombre que era un completo extraño para él, pero que parecía un buen tipo, la clase de hijo del que cualquier padre se habría sentido orgulloso y al que habría querido. Se estrecharon la mano y Chad hizo un gesto de saludo. Normalmente era un hombre de pocas palabras.
– Gracias por venir a recogerme -dijo Everett al subir a la camioneta. Vio las fotografías de dos niñas pequeñas y de un niño-. ¿Son tus hijos? -Everett los miró, sorprendido. No se le había ocurrido, ni por un momento, que Chad tuviera hijos.
El joven sonrió y asintió.
– Y otro que viene de camino. Son muy buenos.
– ¿Cuántos años tienen?
– Jimmy tiene siete; Billy, cinco y Amanda, tres. Pensaba que ya habíamos terminado, pero tuvimos una sorpresa hace seis meses. Otra niña.
– Es toda una familia. -Everett sonrió, y luego se echó a reír-. ¡La leche! Solo hace cinco minutos que he recuperado a mi hijo y ya soy abuelo, cuatro veces. Me está bien empleado, supongo. Empezaste temprano -comentó Everett, y esta vez Chad sonrió.
– Tú también.
– Un poco antes de lo planeado. -Vaciló un momento con miedo a preguntar, pero decidido a hacerlo de todos modos-. ¿Cómo está tu madre?
– Bien. Volvió a casarse, pero no tuvo más hijos. Sigue aquí.
Everett asintió. Era reticente a volver a verla. Su breve matrimonio adolescente le había dejado un sabor amargo en la boca y, probablemente, a ella también. Habían compartido tres años espantosos, que finalmente lo empujaron a marcharse. Eran la peor pareja que cabía imaginar, una pesadilla desde el principio. Ella había amenazado con matarlo dos veces con el rifle de su padre. Un mes más tarde, Everett se marchó. Pensó que, si no lo hacía, la mataría o se mataría. Habían sido tres años de peleas constantes. Fue entonces cuando empezó a beber más de la cuenta y siguió haciéndolo durante veintiséis años.
– ¿A qué te dedicas? -preguntó a Chad con interés. Era un joven muy atractivo, mucho más que él a su edad. Chad tenía un rostro cincelado y era un hombre curtido. Era incluso más alto que Everett y tenía una constitución más fuerte, como si trabajara al aire libre o debiera hacerlo.
– Soy el ayudante del capataz en el rancho TBar7. Está a unos treinta kilómetros de la ciudad. Caballos y ganado. -Tenía el aspecto de un consumado vaquero.
– ¿Fuiste a la universidad?
– Los dos primeros años. Por la noche. Mamá quería que estudiara derecho. -Sonrió-. Pero no me iba en absoluto. La universidad estaba bien, pero soy mucho más feliz sobre un caballo que detrás de una mesa, aunque ahora también tengo que hacer bastante trabajo de oficina. No me gusta mucho. Debbie, mi mujer, es maestra. De cuarto curso. Es una jinete formidable. Este verano participó en el rodeo. -Parecían el perfecto vaquero y su esposa; sin saber por qué, Everett supo que tenían un buen matrimonio. Parecía ese tipo de hombre-. ¿Has vuelto a casarte? -preguntó Chad mirándolo con curiosidad.
– No, ya estaba vacunado -dijo, y los dos se echaron a reír-. He estado vagabundeando por el mundo todos estos años, hasta hace veinte meses, cuando empecé la rehabilitación y dejé de beber, con mucho retraso. Estaba siempre demasiado ocupado y demasiado bebido para que una mujer decente me quisiera. Soy periodista -añadió.
Chad sonrió.
– Lo sé. A veces, mamá me enseña tus fotos. Siempre lo ha hecho. Algunas son muy buenas, sobre todo las de las guerras. Debes de haber estado en muchos lugares interesantes.
– Sí.
Se dio cuenta de que al hablar con el joven sonaba más de Montana. Frases cortas, pocas palabras y abreviadas. Ahí todo era sobrio, como el áspero terreno. Tenía una belleza natural increíble y se dijo que era interesante que su hijo se hubiera quedado cerca de casa, a diferencia de él, que se había ido lo más lejos posible de sus raíces. Ya no le quedaba familia allí; los pocos parientes que tenía ya habían muerto. No había regresado nunca, excepto ahora, finalmente, por su hijo.
Llegaron a la pequeña iglesia donde se celebraba la reunión y, mientras seguía a Chad por la escalera que llevaba al sótano, pensó en lo afortunado que era de haberlo encontrado y de que estuviera dispuesto a verlo. Podría haber ido todo de otro modo. Mientras entraba en la estancia dio gracias a Maggie, en silencio. Debido a su dulce y persistente persuasión, él estaba ahora allí, y se sentía satisfecho de haberlo hecho. Ella le había preguntado por su hijo la noche en la que se conocieron.
Everett se sorprendió al ver que había unas treinta personas en la sala, sobre todo hombres, pero también algunas mujeres. Chad y él se sentaron, el uno al lado del otro, en sillas plegables. La reunión acababa de empezar y seguía el habitual formato. Everett habló cuando pidieron que los recién llegados o los visitantes se identificaran. Dijo que se llamaba Everett, que era alcohólico y que llevaba veinte meses en rehabilitación. Todo el mundo dijo: «¡Hola, Everett!», y la reunión prosiguió.
Compartió con los demás aquella noche, y Chad también lo hizo. Everett habló primero; contó lo temprano que había empezado a beber, su infeliz matrimonio de penalti, cómo se había marchado de Montana y había abandonado a su hijo. Dijo que era el hecho de su vida que más lamentaba, que había ido allí para reparar el daño hecho en el pasado, si era posible, y que se sentía agradecido de estar allí. Chad, sentado, se miraba los pies mientras su padre hablaba. Llevaba unas gastadas botas de vaquero, no muy diferentes de las de su padre, que llevaba su par favorito de lagarto negro. Las de Chad eran las de un vaquero en activo, manchadas de barro, de color marrón oscuro, y muy gastadas. Todos los hombres de la estancia llevaban botas de vaquero, incluso algunas de las mujeres. Los hombres también tenían sombreros Stetson encima de las rodillas.
Chad dijo que llevaba en rehabilitación ocho años, desde que se casó, lo cual fue una información interesante para su padre. Dijo que había vuelto a pelearse con el capataz, aquel mismo día, y que le habría encantado dejar el trabajo, pero que no podía permitírselo, y que el hijo que esperaban para la primavera iba a someterlo todavía a más presión. Confesó que a veces le daban miedo todas las responsabilidades que tenía. Luego afirmó que, en cualquier caso, quería a sus hijos y a su mujer y que, seguramente, todo se arreglaría. Sin embargo, reconoció que el bebé que venía de camino lo ataría todavía más a su trabajo y que, de vez en cuando, sentía cierto resentimiento por ello. Luego miró a su padre y dijo que era extraño encontrarse con un padre al que no conocía, pero que se alegraba de que hubiera vuelto, aunque fuera con mucho retraso.
Más tarde, los dos hombres se mezclaron con el grupo, después de que todos se cogieran de las manos y pronunciaran la oración de la Serenidad. Una vez terminada la reunión, todos dieron la bienvenida a Everett y charlaron con Chad. Todos se conocían. No había forasteros en la reunión, salvo Everett. Las mujeres habían llevado café y galletas; una de ellas era la secretaria de la reunión. A Everett le habían gustado las intervenciones y dijo que pensaba que había sido una buena reunión. Chad lo presentó a su padrino, un viejo vaquero con el pelo entrecano, barba y ojos risueños, y a sus dos ahijadas, que tenían aproximadamente su misma edad. Chad dijo que era padrino en AA desde hacía casi siete años.
– Llevas mucho tiempo en rehabilitación -comentó Everett cuando se iban-. Gracias por dejarme venir contigo esta noche. Necesitaba ir a una reunión.
– ¿Con cuánta frecuencia asistes? -preguntó Chad. Le había gustado la participación de su padre. Fue abierta y honesta, y parecía sincera.
– Cuando estoy en Los Ángeles, voy dos veces al día. Cuando estoy de viaje, una vez. ¿Y tú?
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