Los padres de Sarán estuvieron allí durante la primera semana del juicio, pero su padre sufría una enfermedad del corazón y su madre no quería que se agotara o soportara toda la tensión del proceso, así que volvieron a casa. Mientras, se iban acumulando los argumentos de la acusación contra Seth, y todavía quedaban semanas por delante antes de que todo acabara.

La defensa dedicó toda su energía a defender a Seth. Henry Jacobs tenía un porte imponente y una gran solidez y talento como abogado. El problema era que Seth les había dado muy poco con lo que trabajar y su defensa era, principalmente, humo y espejismos, y se notaba. La defensa iba a presentar su alegato final al día siguiente. Everett y Maggie cenaron en la cafetería frente al piso de Maggie, donde solían reunirse al acabar la jornada. Everett escribía un artículo diario sobre el proceso, para Scoop, mientras Maggie seguía con sus actividades habituales, aunque siempre que podía iba al juzgado. Eso la ayudaba a mantenerse al día de lo que sucedía, pasar unos minutos con Everett cuando se levantaba la sesión o cuando había un descanso y abrazar a Sarah siempre que era posible, para animarla.

– ¿Qué le sucederá cuando él se vaya? -preguntó Everett a Maggie.

También él estaba preocupado por Sarah. Empezaba a parecer muy frágil y abatida, pero no había dejado de estar ni un solo día al lado de su marido. Por fuera, siempre mostraba elegancia y aplomo. Trataba de transmitir una seguridad y una fe en él que Maggie sabía muy bien que no sentía. Solía hablar con ella por teléfono hasta bien entrada la noche. Pero, a menudo, lo único que Sarah hacía al otro extremo de la línea era llorar, completamente deshecha por aquella implacable tensión.

– No creo que haya ni la más remota posibilidad de que no lo condenen. -Después de lo que había oído las semanas anteriores, a Everett no le cabía ni la menor duda. No podía ni imaginar que el jurado lo viera de otra manera.

– No lo sé. Tendrá que arreglárselas de alguna manera. No tiene más remedio. Sus padres la apoyarán, pero viven muy lejos. Solo pueden ayudarla hasta cierto punto. Está bastante sola. No me parece que tuvieran muchos amigos; además, la mayoría los han abandonado por culpa de este desastre. Creo que Sarah es demasiado orgullosa y está demasiado avergonzada por todo esto para pedir ayuda. Es muy fuerte, pero si él va a la cárcel estará sola. No creo que el matrimonio sobreviva si lo encarcelan. Es una decisión que tendrá que tomar.

– La admiro por aguantar tanto tiempo. Me parece que yo habría dejado a ese cabrón el mismo día que lo acusaron. Se lo merece. La ha arrastrado en su caída. Nadie tiene derecho a hacerle algo así a otro ser humano, por pura codicia y falta de honradez. Si quieres que te diga la verdad, ese tipo es una mierda.

– Ella lo quiere -dijo Maggie simplemente-, y trata de ser justa.

– Ha sido más que justa. Ese tipo le ha jodido la vida, la ha sacrificado a ella y el futuro de sus hijos por su beneficio, pero ella sigue allí, a su lado. Es mucho más de lo que merece. ¿Crees que seguirá con él, si lo condenan? -Nunca había visto una lealtad como la de Sarah y sabía que él no habría sido capaz de algo así. Sentía una gran admiración por ella y la compadecía profundamente. Estaba seguro de que toda la sala sentía lo mismo.

– No lo sé -respondió Maggie sinceramente-. No creo que Sarah lo sepa. Quiere hacer lo correcto, pero tiene treinta y seis años. Tiene derecho a una vida mejor, si él va a prisión. Si se divorcian, podría empezar de nuevo. Si no lo hacen, se pasará muchos años visitándolo en la cárcel y esperándolo mientras la vida la va dejando de lado. No quiero aconsejarla; no puedo. Pero yo misma tengo sentimientos contradictorios. Se lo dije. Pase lo que pase, debe perdonar, pero esto no significa que tenga que renunciar a su vida por él para siempre solo porque él cometió un error.

– Es mucho perdonar -dijo él, sombrío.

Maggie asintió.

– Sí, lo es. No estoy segura de que yo pudiera hacerlo. Es probable que no -añadió, honradamente-. Me gustaría pensar que soy mejor que eso, pero no estoy segura de serlo. De todos modos, solo Sarah puede decidir qué quiere hacer. Y no estoy segura de que lo sepa. No tiene mucho donde elegir. Podría quedarse con él y no perdonarlo nunca, o perdonarlo y dejarlo. A veces, la gracia se expresa de maneras extrañas. Solo espero que encuentre la respuesta acertada para ella.

– Sé cuál sería la mía -dijo Everett en tono grave-. Yo mataría a ese cerdo. Pero supongo que eso tampoco ayudaría a Sarah. No la envidio, sentada allí un día tras otro, oyendo qué hijo de puta deshonesto es. Pero cada día sale de la sala con él y lo despide con un beso antes de irse a casa con sus hijos.

Mientras esperaban el postre, Everett decidió abordar una cuestión mucho más delicada. El día después de Navidad, Maggie había aceptado que pensaría en ellos. Habían pasado casi cuatro meses y, igual que Sarah, seguía sin decidir nada y evitaba hablar de ello con él. Aquella incertidumbre estaba empezando a matarlo. Sabía que lo quería, pero que no quería dejar el convento. Para ella también era una situación angustiosa. Al igual que Sarah, buscaba respuestas y un estado de gracia que le permitieran, finalmente, descubrir qué era lo acertado. En el caso de Sarah, todas las soluciones eran onerosas y, en cierto sentido, lo mismo le sucedía a Maggie. O tenía que dejar el convento por Everett, para compartir su vida con él, o tenía que abandonar esa esperanza y seguir fiel a sus votos para siempre. En ambos casos, perdía algo que amaba y necesitaba; aunque, también en ambos, ganaba algo a cambio. Pero tenía que elegir entre una cosa y la otra; no podía tener las dos. Everett la miró a los ojos, mientras trataba, delicadamente, de abordar la cuestión de nuevo. Le había prometido no presionarla y darle todo el tiempo que necesitara, pero ha-bía veces en las que quería cogerla, abrazarla y suplicarle que se fugara con él. Sabía que no lo haría. Si se acercaba y elegía vivir con él, sería una decisión precisa, meditada, no precipitada y, sobre todo, sería honrada y pura.

– Dime, ¿qué piensas de nosotros? -preguntó con cautela.

Ella miró fijamente la taza de café y luego lo miró a él. Everett vio la angustia en sus ojos y, de repente, pensó aterrorizado que había tomado una decisión y que no era favorable.

– No lo sé, Everett -respondió ella, suspirando-. Te quiero. Eso lo sé. Pero no sé qué camino debo seguir, en qué dirección debo ir. Quiero estar segura de que elijo el acertado, por el bien de los dos. -Le había prestado toda su atención y le había dedicado todos sus pensamientos durante los últimos cuatro meses, incluso antes, desde su primer beso.

– Ya sabes cuál es mi voto -dijo él con una sonrisita nerviosa-. Supongo que Dios te amará, hagas lo que hagas, y yo también. Pero me encantaría pasar la vida contigo, Maggie. -Incluso tener hijos, aunque tampoco la presionaba nunca sobre esto. Una gran decisión era suficiente por el momento. Si era pertinente, discutirían otras cuestiones más adelante. En ese momento, ella tenía que enfrentarse a una decisión mayor-. Tal vez tendrías que hablar con tu hermano. El pasó por lo mismo. ¿Cómo se sentía?

– Nunca tuvo una vocación muy fuerte. Y en cuanto conoció a su esposa lo dejó. Creo que ni siquiera se sintió desgarrado por tomar esa decisión. Decía que si Dios la había puesto en su camino, era porque tenía que ser así. Ojalá yo estuviera tan segura. Tal vez sea una forma extrema de tentación para ponerme a prueba, o quizá sea el destino que llama a la puerta.

Everett veía lo atormentada que seguía estando y no pudo evitar preguntarse si llegaría a tomar una decisión o si, al final, renunciaría.

– Podrías seguir trabajando con los pobres de las calles, como hasta ahora, o ser enfermera profesional o asistente social o ambas cosas. Puedes hacer lo que quieras, Maggie. No tienes que renunciar a lo que haces.

Ya se lo había dicho en otras ocasiones. Pero el problema para ella no era tanto su trabajo cuanto sus votos. Los dos sabían que ese era el conflicto. Lo que él no sabía era que Maggie llevaba tres meses hablando con el provincial de la orden, con la madre superiora, con su confesor y con un psicólogo especializado en los problemas que solían surgir en las comunidades religiosas. Estaba haciendo todo lo posible para tomar la decisión sabiamente; no luchaba ella sola. A él le habría animado saberlo, pero ella no quería darle falsas esperanzas, por si al final decidía no irse con él.

– ¿Puedes darme un poco más de tiempo? -preguntó con aire afligido. Se había fijado el mes de junio como fecha límite para tomar una decisión, pero tampoco se lo dijo, por las mismas razones.

– Claro -respondió él y la acompañó de vuelta a su casa, al otro lado de la calle.

En alguna ocasión había subido a su apartamento y se había quedado horrorizado por lo pequeño, austero y deprimente que era. Ella insistía en que no le importaba, y decía que era mucho más grande y bonito que cualquier celda de cualquier monja en un convento. Se tomaba el voto de pobreza muy en serio, igual que todos los demás que había hecho. No se lo dijo, pero él no podría vivir en aquel piso ni un solo día. El único adorno era un sencillo crucifijo colgado en la pared. Aparte de eso, el apartamento estaba desnudo, salvo por la cama, una cómoda y una única silla, rota, que había encontrado en la calle.

Después de acompañarla, fue a una reunión y luego volvió a la habitación del hotel para escribir su artículo diario sobre el juicio. En Scoop les gustaba lo que les enviaba. Sus artículos estaban bien escritos y había conseguido algunas fotos estupendas fuera de la sala.

La defensa dedicó casi un día entero a presentar su alegato final. Seth estaba con el ceño fruncido y aspecto preocupado; Sarah cerraba los ojos a menudo, escuchando con concentración absoluta, y Maggie, sentada al fondo de la sala, rezaba. Henry Jacobs y su equipo de abogados defensores habían elaborado una buena causa y defendido a Seth lo mejor que habían podido. En aquellas circunstancias, habían hecho un buen trabajo. Pero las circunstancias no eran buenas.

Al día siguiente, el juez dio instrucciones al jurado, agradeció a los testigos su testimonio, a los letrados su excelente trabajo, en bien del acusado y del gobierno, e invitó al jurado a que se retirara para deliberar. Después, se levantó la sesión, en espera de la decisión del jurado. Sarah y Seth se quedaron allí, con los abogados, esperando. Todos sabían que podían pasar días. Everett se reunió con Maggie. Esta se había parado unos momentos para hablar con Sarah, que aunque insistía en que estaba bien, no lo parecía. Luego salió a la calle con Everett, charló con él unos minutos y se marchó porque tenía una cita. Iba a reunirse de nuevo con el provincial, pero no se lo dijo a Everett. Le dio un beso en la mejilla y se marchó. El volvió a entrar para esperar con los demás mientras el jurado deliberaba.

Sarah se sentó al lado de Seth, en unas sillas al fondo de la sala. Habían salido unos momentos a tomar el aire, pero nada servía de ayuda. Sarah se sentía como si estuviera esperando que les cayera encima otra bomba. Ambos sabían lo que se avecinaba. La única duda era lo duro que sería el golpe y la destrucción que causaría.

– Lo siento, Sarah -dijo Seth en voz baja-. Lamento mucho haberte hecho pasar por esto. Nunca pensé que pudiera suceder. -Habría estado bien que hubiera pensado en ello antes, en lugar de después, pero Sarah no se lo dijo-. ¿Me odias? -La miró, interrogador, a los ojos.

Ella negó con la cabeza, llorando como no dejaba de hacer últimamente. Todas sus emociones salían a la superficie.

Sentía como si no le quedaran recursos emocionales. Los había gastado todos para permanecer a su lado.

– No te odio. Te quiero. Solo desearía que nada de esto hubiera sucedido.

– Yo también. Ojalá me hubiera declarado culpable, para obtener una sentencia más leve, en lugar de hacerte pasar por toda esta mierda. Pensaba que, a lo mejor, podíamos ganar.

Sarah opinaba que había sido tan iluso respecto a esto como cuando cometió el delito con Sully. Al final, los dos se habían delatado mutuamente durante las investigaciones. Hasta tal punto que sus informaciones sobre el otro solo habían servido para confirmar sus respectivas culpabilidades, en lugar de salvar a alguno de los dos de las consecuencias de sus actos o de reducir su castigo. Los fiscales federales de California y Nueva York no habían hecho ningún trato con ninguno de los dos. Al principio habían ofrecido a Seth la posibilidad de llegar a un acuerdo, pero luego retiraron la oferta. Henry le había advertido que, posiblemente, ir a juicio agravaría la condena, pero Seth, que era más jugador de lo que nadie había sabido ver, decidió arriesgarse. Sin embargo, ahora, mientras esperaban la decisión del jurado, temía el resultado. Una vez que la tomaran, el juez dictaría sentencia un mes más tarde.