Sabía que ella quería otro hijo, pero ella no podía pensar en eso ahora. Había renunciado en cuanto sus actividades delictivas salieron a la superficie. Ahora, lo último que deseaba era quedarse embarazada, aunque era cierto que quería tener otro hijo, pero no con él ni en ese momento. Esto le aclaraba muchas cosas. Y lo que él proponía, vivir juntos durante las siguientes tres semanas, también la afectó. No se veía viviendo con él de nuevo, haciendo el amor con él, cogiéndole todavía más cariño del que ya sentía y que luego tuviera que dejarla para ir a prisión. No podía hacerlo. Tenía que enfrentarse a ello. El tenía razón: mejor ahora que más tarde.

– No puedo hacerlo, Seth -dijo, con voz angustiada, una vez que los niños se fueron arriba con Parmani, para bañarse. No quería que oyeran lo que tenía que decir a su padre. No quería que recordaran ese día. Algún día sabrían lo que había sucedido, cuando tuvieran la edad suficiente, pero, ciertamente, no ahora ni tampoco más tarde de una manera desagradable-. No puedo… no puedo volver. Aunque lo deseo más que cualquier otra cosa. Desearía que pudiéramos dar marcha atrás al reloj, pero no creo que podamos. Sigo queriéndote y, probablemente, siempre te querré, pero no creo que pueda volver a confiar en ti nunca más.

Era doloroso, pero brutalmente honesto. Seth permaneció allí, clavado, deseando que sus palabras hubieran sido otras. La necesitaba, sobre todo cuando tuviera que ir a prisión.

– Comprendo -asintió, y luego se le ocurrió algo-. ¿Habría sido diferente si me hubieran absuelto?

En silencio, Sarah negó con la cabeza. No podía volver con él. Lo había sospechado durante meses y, finalmente, se había enfrentado a ello en los últimos días del juicio, antes del veredicto. Pero no había tenido el valor de decírselo, ni siquiera de admitirlo en su interior. Sin embargo, ahora no le quedaba más remedio. Había que decirlo, para que ambos supieran dónde estaban.

– Supongo que, en esas circunstancias, fue muy amable por tu parte seguir a mi lado durante el juicio. -Los abogados le habían pedido que lo hiciera por cubrir las apariencias, pero ella lo habría hecho de todos modos, por amor a él-. Llamaré y pediré que pongan en marcha los trámites para el divorcio -dijo Seth, destrozado.

Sarah asintió, con los ojos anegados en lágrimas. Era uno de los peores momentos de su vida, solo comparable a cuando su hijita estuvo a punto de morir y a la mañana después del terremoto, cuando él le confesó lo que había hecho. Su castillo de naipes se había ido viniendo abajo desde entonces y ahora estaba totalmente desparramado por el suelo.

– Lo siento, Seth.

El asintió, no dijo nada, dio media vuelta y salió del piso. Todo había terminado.

Unos días después, Sarah llamó a Maggie y se lo contó; la monjita le dijo lo mucho que lo sentía.

– Sé lo difícil que habrá sido para ti tomar esta decisión -afirmó, con una voz llena de compasión-. ¿Lo has perdonado, Sarah?

Hubo una larga pausa, mientras Sarah buscaba en su corazón, intentando ser honrada consigo misma.

– No, no lo he perdonado.

– Espero que lo harás, algún día. Aunque eso no significará que tengas que aceptarlo de nuevo.

– Lo sé. -Ahora lo comprendía.

– Os liberaría a los dos. No es bueno que cargues con esto para siempre, como si fuera un bloque de hormigón en tu corazón.

– De todos modos, lo haré -dijo Sarah, con tristeza.


El tiempo que transcurrió hasta la sentencia fue relativamente tranquilo. Seth dejó su apartamento y se alojó en el Ritz-Carlton las últimas noches. Les contó a sus hijos lo que pasaba y les dijo que estaría fuera un tiempo. Molly se puso a llorar, pero él le prometió que podría ir a verlo, lo cual pareció tranquilizarla. Solo tenía cuatro años y, en realidad, no entendía qué estaba ocurriendo. ¿Cómo podría? Resultaba difícil incluso para los adultos. Seth lo había arreglado todo con el agente de fianzas para que el dinero volviera al banco, donde quedaría en depósito para los futuros pleitos que presentarían contra él los inversores; una pequeña parte iría a Sarah, para ayudarla a mantenerse y a mantener a sus hijos, pero no duraría mucho. A la larga, tendría que contar solo con su trabajo, o con lo que sus padres pudieran hacer por ella, que no sería mucho. Estaban jubilados y vivían con unos ingresos fijos. Incluso era posible que tuviera que irse a vivir con ellos durante un tiempo, si se quedaba sin dinero y no podía mantenerse solo con su salario. Seth lo sentía, pero no podía hacer nada más por ella. Vendió su Porsche nuevo y le dio, algo presuntuosamente, el dinero. Todo ayudaba, por poco que fuera. Seth mandó sus pertenencias a un guardamuebles y dijo que ya pensaría qué hacer con ellas. Sarah le había prometido encargarse de todo lo que sus abogados no pudieran hacer por él. La semana en la que iban a conocer la sentencia, Seth empezó los trámites para el divorcio. Sería definitivo al cabo de seis meses. Al recibir la notificación, Sarah se echó a llorar, pero no podía ni imaginar seguir casada con él. No le parecía que hubiera alternativa.

El juez había investigado la situación económica de Seth y le impuso una multa de dos millones de dólares, lo cual lo dejaría sin un centavo, después de vender todo lo que le quedaba. También le impuso una pena de prisión de quince años, tres por cada una de las cinco acusaciones de las que había sido declarado culpable. Era duro, pero al menos no eran treinta años. Al oír la sentencia, un músculo se tensó en la mandíbula de Seth, pero ahora ya estaba preparado para las malas noticias. La última vez, mientras esperaba el veredicto, tenía la esperanza de que se produjera un milagro y quedara libre. Ahora ya no esperaba ningún milagro. Además, al oír la sentencia, comprendió que Sarah tenía razón al querer el divorcio. Si cumplía toda la condena, cuando saliera, tendría cincuenta y tres años, y Sarah, cincuenta y uno. Ahora tenían treinta y ocho y treinta y seis, respectivamente. Era mucho tiempo para esperar a alguien. Quizá saliera dentro de doce años, si tenía suerte, pero seguía siendo demasiado. Para entonces, ella tendría cuarenta y ocho años; era una eternidad sin su marido a su lado. Molly tendría diecinueve años y Oliver, diecisiete. Esto le hizo ver muy claramente que Sarah tenía razón.

Cuando se lo llevaron de la sala esposado, Sarah se echó a llorar. Lo trasladarían a una prisión federal en los próximos días. Los abogados habían pedido un penal de mínima seguridad, lo cual se estaba considerando. Sarah había prometido ir a verlo en cuanto estuviera allí, a pesar del divorcio. No tenía ninguna intención de expulsarlo de su vida; simplemente, no podía seguir siendo su esposa.

Seth se volvió para mirarla mientras se lo llevaban y, justo antes de que le pusieran las esposas, le tiró su alianza. Había olvidado quitársela y dejarla con el reloj de oro que había metido en la maleta y pedido que enviaran a casa de Sarah. Le había dicho que diera la ropa pero guardara el reloj para Ollie. Todo aquello era horrible. Sarah se quedó allí, con la alianza en la mano, sollozando. Everett y Maggie la sacaron de la sala, la llevaron a casa e hicieron que se acostara.

Capítulo 22

Maggie voló a Los Ángeles, el fin de semana del día de los Caídos en la Guerra, después de conocerse la sentencia de Seth, para asistir al concierto de Melanie. Intentó que Sarah fuera con ella, pero no quiso. Iba a llevar a los niños a ver a Seth en su nuevo hogar, la cárcel. Era la primera vez que iban a visitarlo desde que se marchó, así que sería perturbador; todos tendrían que adaptarse a la situación.

Varias veces, Everett le había preguntado a Maggie qué tal estaba Sarah y ella le había dicho que, técnicamente, bien. Cumplía con sus obligaciones, iba a trabajar, cuidaba de los niños, pero estaba, comprensiblemente, muy deprimida. Iba a ser necesario tiempo, quizá incluso mucho tiempo, para que se recuperara de lo que había pasado. Era como si en su vida y en su matrimonio hubiera caído una bomba atómica. Aunque los trámites para el divorcio seguían adelante, como estaba previsto.

Everett recogió a Maggie en el aeropuerto y la llevó al pequeño hotel donde se alojaría. Tenía una cita con el padre Callaghan por la tarde; dijo que hacía siglos que no lo veía. El concierto no era hasta el día siguiente. Everett la dejó en el hotel y se marchó para ocuparse de un reportaje que le habían encargado. Sus artículos sobre el proceso eran tan impresionantes que Time acababa de hacerle una oferta de trabajo, y AP quería que volviera con ellos. Ahora llevaba dos años en rehabilitación y se sentía firme como una roca. Le dio a Maggie su insignia de los dos años para que la guardara junto con la que ya le había entregado, para darle suerte. Ambas eran preciosas para ella y las llevaba consigo en todo momento.

Cenaron con Melanie, Tom y Janet. Melanie y Tom comentaron que acababan de celebrar su primer aniversario y Janet parecía más relajada de lo que Maggie había esperado. Había conocido a un hombre y lo pasaba bien con él. Estaba en el negocio musical y tenían mucho en común. Además, parecía haberse adaptado a que Melanie tomara sus decisiones, aunque Everett nunca lo habría creído posible. Melanie estaba a punto de cumplir veintiún años y durante el último año había demostrado cuánto valía.

Iba a hacer una breve gira de conciertos durante el verano, cuatro semanas, en lugar de nueve o diez, y solo a ciudades importantes. Tom se había tomado dos semanas de vacaciones para ir con ella. Melanie se había comprometido con el padre Callaghan para volver a México en septiembre, aunque esta vez solo pensaba quedarse un mes. No quería estar lejos de Tom demasiado tiempo. La joven pareja sonreía y parecía feliz. Everett les hizo un montón de fotos durante la cena, además de una de Melanie con su madre y otra de Melanie con Maggie. Melanie decía que Maggie era la responsable de que hubiera cambiado de vida, ya que la había ayudado a madurar y a ser quien quería ser, aunque lo dijo cuando su madre no la oía. El aniversario del terremoto de San Francisco había llegado y había pasado, a principios de mayo. Era un suceso que todos recordarían con terror pero también con afecto. A todos ellos les habían pasado cosas buenas, como consecuencia del seísmo, aunque tampoco habían olvidado el trauma que habían sufrido. Maggie comentó que también este año se había celebrado la gala benéfica de los Smallest Angels, pero que Sarah no se había encargado de ella y tampoco había asistido. Estaba demasiado ocupada con los problemas legales de Seth, pero Maggie confiaba en que la organizara de nuevo al año siguiente. Todos estaban de acuerdo en que había sido un éxito hasta que se produjo el terremoto.

Everett y Maggie se quedaron hasta más tarde de lo habitual en la cena en casa de Melanie. Era una velada relajada y divertida; más tarde, Everett y Tom jugaron al billar. Tom le contó a Everett que Melanie y él estaban pensando en irse a vivir juntos. La situación era un poco violenta si ella seguía viviendo con su madre; aunque Janet se había ablandado un poco, no era ningún ángel. Aquella noche bebió demasiado y, pese a estar saliendo con alguien, Everett supo que se le habría insinuado de no estar Maggie allí. Podía entender fácilmente por qué Tom y Melanie querían tener un lugar para ellos. Era hora de que Janet también madurara y saliera al mundo sola, sin esconderse detrás de las faldas y la fama de Melanie. Era un tiempo de crecimiento para todos ellos.

Everett y Maggie charlaron relajadamente de camino al hotel; como siempre, le encantaba estar con ella. Hablaron de la joven pareja y se alegraron por ellos. Cuando llegaron al hotel, Maggie bostezaba y estaba medio dormida. Everett la besó con dulzura y la acompañó hasta su puerta rodeándola con el brazo.

– Por cierto, ¿cómo ha ido la reunión con el padre Callahan? -Había olvidado preguntárselo y le gustaba estar al tanto de lo que hacía cada día-. Espero que no te marches tú también a México -bromeó.

Ella negó con la cabeza, bostezando de nuevo.

– No. Trabajaré para él aquí -dijo adormilada y se acurrucó contra Everett antes de entrar.

– ¿Aquí? ¿En Los Ángeles? -Estaba confuso-. ¿O quieres decir en San Francisco?

– No, quiero decir aquí. Necesita alguien que se encargue de la misión mientras él está en México, cuatro o seis meses al año. Después ya decidiré qué haré. Quizá quiera que me quede con él, si hago un buen trabajo.

– Espera un momento. -Everett se quedó mirándola fijamente-. Explícame esto. ¿Vas a trabajar en Los Ángeles entre cuatro y seis meses? ¿Qué ha dicho la diócesis o todavía no se lo has contado? -Sabía que eran bastante tolerantes en cuanto a permitirle que hiciera trabajo de campo siempre que quería.