– Hummm… sí que se lo he dicho -dijo rodeándole la cintura con los brazos.
Everett seguía confuso.
– ¿Y están dispuestos a dejarte que vengas a trabajar aquí? -Sonreía. Le encantaba la idea y veía que a ella también-. Es asombroso. No pensaba que fueran tan generosos como para dejar que te marcharas a otra ciudad, así sin más.
– Ya no tienen ni voz ni voto en esto -dijo, en voz baja.
El la miró a los ojos.
– ¿Qué estás diciendo, Maggie?
Ella respiró hondo y lo abrazó con fuerza. Había sido lo más difícil que había hecho nunca. No había hablado de ello con nadie de fuera de la Iglesia, ni siquiera con él. Era una decisión que tenía que tomar por sí misma, sin que él la presionara en absoluto-. Me liberaron de mis votos hace dos días. No quería decir nada hasta estar aquí.
– ¡Maggie!… ¿Maggie?… ¿Ya no eres monja? -Se quedó mirándola sin acabar de creerlo.
Ella negó con la cabeza, con tristeza, luchando por contener las lágrimas.
– No, no lo soy. Ya no sé qué soy. Tengo una crisis de identidad. Llamé al padre Callaghan pidiéndole trabajo para poder venir aquí, si tú me quieres. Aparte de eso, no sé qué podría hacer. -Se echó a reír a través de las lágrimas-. Además, soy la virgen más vieja del planeta.
– ¡Oh, Maggie, te quiero!… ¡Dios mío, eres libre!
Ella asintió y Everett la besó. Ya no tenían que sentirse culpables. Podían explorar todo lo que sentían el uno por el otro. Podían casarse y tener hijos. Podía ser su esposa, si lo deseaban, o no, si lo preferían. Ahora podían elegir lo que quisieran.
– Gracias, Maggie -dijo muy sinceramente-. Gracias con todo mi corazón. No creía que pudieras hacerlo y no quería presionarte, pero me he estado muriendo de preocupación todos estos meses.
– Lo sé. Yo también. Quería hacerlo bien. Ha sido algo muy difícil para mí.
– Lo sé -afirmó y la besó de nuevo. Seguía sin querer darle prisa. Sabía que sería muy duro para ella adaptarse a no ser monja. Llevaba veintiún años en órdenes religiosas, casi la mitad de su vida. Pero no podía dejar de pensar en el futuro. Lo mejor era que su futuro empezaba ahora-. ¿Cuándo puedes mudarte aquí?
– En cuanto tú quieras. El alquiler del piso se paga por meses.
– Mañana -dijo él, con aire extasiado. Se moría de ganas de llegar a casa y llamar a su padrino, que le había aconsejado que mirara en CODA, un grupo de trabajo en doce pasos, para gente codependiente, dado que le parecía que Everett se aferraba demasiado a Maggie, y ella era inaccesible. ¿Qué podía haber menos accesible que una monja? ¡Pero ahora la monja era suya!-. La semana que viene te ayudaré con la mudanza, si quieres.
Ella se echó a reír.
– Probablemente no llenaré ni dos maletas; además, ¿dónde iba a vivir? -Todavía no había organizado nada; todo era tan reciente… Solo llevaba fuera de su orden religiosa dos días y había conseguido el trabajo aquella misma tarde. Todavía no había tenido tiempo de pensar en un piso.
– ¿Estarías dispuesta a vivir conmigo? -preguntó él, con cautela, todavía delante de la habitación del hotel. Estaba resultando ser la mejor noche de su vida y, seguramente, también para ella.
Pero Maggie negó con la cabeza en respuesta a su pregunta. Había algunas cosas que no estaba dispuesta a hacer.
– No, a menos que estemos casados -argumentó en voz baja. No quería presionarlo, pero tampoco quería vivir con un hombre fuera del matrimonio. Iba en contra de todos sus principios; además resultaba demasiado moderno para ella. Oficialmente, solo estaba fuera, en el mundo, desde hacía dos días; de ninguna manera estaba dispuesta a aceptar vivir en pecado con él, por muy feliz que se sintiera.
– Eso tiene fácil arreglo -respondió él sonriendo-. Solo estaba esperando a que fueras libre. Maggie, ¿quieres casarte conmigo? -Hubiera querido hacerlo de una forma más elegante, pero no podía esperar. Ya habían esperado demasiado tiempo a que ella se decidiera y consiguiera la libertad.
Ella asintió, con una amplia sonrisa, y pronunció la palabra que él llevaba tanto tiempo esperando.
– Sí.
La cogió entre sus brazos, la levantó en el aire, la besó y la dejó de nuevo en el suelo. Hablaron unos momentos más y luego ella entró en su habitación, sonriendo. El se marchó, prometiendo que la llamaría a primera hora de la mañana, o quizá incluso cuando llegara a casa. Su vida entera empezaba ahora. Nunca había creído que ella llegara a hacerlo, ¡pensar que era un terremoto lo que los había unido! Era una mujer tan valiente… Sabía que siempre estaría agradecido porque Maggie quisiera ser suya.
El concierto del día siguiente fue fantástico. Melanie hizo una actuación fabulosa. Maggie nunca la había visto en un concierto importante, solo en la gala benéfica, en un lugar mucho más pequeño. Everett le había hablado de los conciertos de Melanie y ella tenía todos sus CD. Melanie se los había enviado después del terremoto, pero seguía sin estar preparada para la increíble experiencia de verla sobre el escenario y oírla cantar en un espacio tan grande. Se quedó boquiabierta; además, fue una actuación particularmente buena.
Maggie estaba en la primera fila, con Tom, mientras Everett hacía su trabajo para Scoop. Había decidido aceptar el trabajo en la revista Time, pero todavía tenía que decirlo en Scoop. De repente, todo cambiaba en su vida y, asombrosamente, todos los cambios eran buenos.
Maggie y Everett cenaron con Tom y Melanie después del concierto, y Everett insistió para que Maggie les diera la noticia. Al principio, ella se sentía cohibida, pero luego les contó que Everett y ella se iban a casar. Todavía no habían fijado la fecha, pero se habían pasado la tarde haciendo planes. Maggie no se veía celebrando una gran boda, ni siquiera una pequeña. Había propuesto que los casara el padre Callaghan, en cuanto ella se trasladara a Los Ángeles. En tanto que ex monja, no le parecía bien armar mucho revuelo. Dijo que era demasiado vieja para llevar un vestido blanco y que el día que hizo sus votos le pareció una primera boda. Lo importante era que iban a casarse; cómo y cuándo le parecía mucho menos relevante. Solo era el símbolo definitivo de su vínculo con Everett y de una unión sagrada. Afirmó que lo único que necesitaba era a su esposo -el Dios al que había servido toda la vida-, y un sacerdote.
Tom y Melanie estaban entusiasmados por ellos, aunque la joven se había quedado totalmente estupefacta.
– ¿Ya no eres monja? -Abrió los ojos como platos; por un momento pensó que le estaban tomando el pelo, pero luego comprendió que no era así-. ¡Vaya! ¿Qué ha pasado?
Nunca había sospechado siquiera que hubiera algo entre ellos, pero ahora lo veía. También veía lo felices que eran, lo orgulloso que estaba Everett y lo tranquila que estaba Maggie. Con su difícil decisión, había alcanzado aquello de lo que siempre hablaba: un estado de gracia en el que lo que iban a hacer le parecía algo bueno y hacía que se sintiera bendecida. Era un nuevo capítulo en su vida. El viejo se cerraba lentamente. Miró a Everett, mientras Tom servía champán para él, Melanie y Maggie. Everett le sonrió con una sonrisa que iluminó el mundo de Maggie, como nada ni nadie podría haber iluminado.
– ¡Por el terremoto de San Francisco! -dijo Tom levantando la copa para brindar por la feliz pareja.
A él le había dado a Melanie y, al parecer, había hecho lo mismo para otros. Algunos habían ganado. Otros habían perdido. Algunos habían perdido la vida. Otros se habían trasladado. Sus vidas se habían visto sacudidas, bendecidas y cambiadas para siempre.
Capítulo 23
Maggie tardó dos semanas en poner fin a su vida en San Francisco. Para entonces, Everett ya se había despedido de Scoop; iba a empezar en la delegación de Time en Los Ángeles en junio. Pensaba tomarse dos semanas libres entre los dos trabajos para pasarlas con Maggie. El padre Callaghan había aceptado casarlos el día después de que ella llegara y Maggie había llamado a su familia para decírselo. Su hermano, el ex sacerdote, se había sentido particularmente complacido y le había deseado lo mejor.
Maggie se compró un sencillo traje blanco de seda, con zapatos de satén color marfil, de tacón alto. Estaba muy lejos de su viejo hábito y significaba el principio de una nueva vida para ambos.
Everett pensaba llevarla a La Jolla para la luna de miel, a un pequeño hotel que conocía bien; allí podrían dar largos paseos por la playa. Ella empezaría a trabajar con el padre Callaghan en julio; tenía seis semanas para prepararse antes de que él se marchara a México a mediados de agosto. Ese año, el sacerdote se iría antes de lo habitual, porque sabía que su misión en Los Ángeles quedaba en buenas manos. Maggie tenía muchas ganas de empezar. Ahora, todo en su vida era apasionante. Una boda, un traslado, un nuevo trabajo, una nueva vida. Le había sorprendido darse cuenta de que tendría que usar su verdadero nombre. Mary Magdalen era el nombre que había tomado al entrar en el convento. Antes de eso, había sido siempre Mary Margaret. Everett dijo que él siempre la llamaría Maggie. Era como pensaba en ella, como la había conocido y a quien identificaba con ella. Los dos estuvieron de acuerdo en que le sentaba bien, así que decidió conservar el nombre. Ahora, su nuevo apellido sería Carson. Señora de Everett Carson. Lo pronunció varias veces, mientras hacía las maletas y echaba una ojeada al estudio por última vez. Le había sido útil durante los años pasados en Tenderloin. Unos días que ya habían tocado a su fin. Había metido el crucifijo en la maleta; el resto lo había regalado.
Entregó las llaves al casero, le deseó lo mejor y se despidió de los conocidos que estaban en los pasillos. El travesti al que había cobrado mucho afecto le dijo adiós con la mano cuando ella entró en el taxi. Dos de las prostitutas que la conocían la vieron cargada con la maleta y también le dijeron adiós mientras el taxi se alejaba. No le había dicho a nadie que se marchaba ni por qué, pero era como si supieran que no iba a volver. Mientras se alejaba, rezó una oración por ellos.
Su vuelo a Los Ángeles aterrizó puntualmente. Everett la estaba esperando en el aeropuerto. Por unos momentos, tuvo el alma en vilo. ¿Y si ella cambiaba de parecer? Pero entonces vio a Maggie, una mujer menuda con vaqueros azules, el pelo de un pelirrojo intenso, unas botas deportivas de color rosa y una camiseta blanca donde decía «Amo a Jesús», que se acercaba a él con una sonrisa irresistible. Esa era la mujer a la que había esperado toda su vida. Había sido muy afortunado al encontrarla y, por su aspecto al agarrarse de su brazo, parecía que ella se sentía igual de afortunada. Everett le cogió la maleta y se marcharon. La boda se celebraría al día siguiente.
La prisión a la que habían enviado a Seth era de mínima seguridad, estaba en el norte de California y les habían comentado que las condiciones eran bastante buenas. Había un campamento forestal anejo y los presos trabajaban allí de guardas; vigilaban la seguridad de la zona y luchaban contra los incendios cuando se producían. Seth confiaba poder ir pronto al campamento.
Entretanto, le habían dado una celda individual, después de que su abogado moviera algunos hilos. Estaba cómodo y no corría ningún peligro grave. Los otros presos estaban allí por delitos administrativos. De hecho, la mayoría de los delitos eran parecidos al suyo, aunque a escala mucho menor. Aquellos hombres incluso podían considerarlo un héroe. Había visitas conyugales para los que estaban casados; les permitían recibir paquetes y la mayoría de los presos leían The Wall Street Journal. La llamaban el club de campo de las prisiones federales, pero era una prisión, a pesar de todo. Echaba de menos su libertad, a su esposa y a sus hijos. No lamentaba lo que había hecho, pero lamentaba profundamente que lo hubieran pillado.
Sarah había ido a verlo con los niños en la primera prisión donde había estado, en Dublin, al sudeste de Oakland, mientras lo estaban procesando. Había sido incómodo, espantoso y una conmoción para todos. Visitarlo ahora era más como ir de visita a un hospital o a un mal hotel en medio del bosque. Había una pequeña ciudad cerca, donde Sarah y los niños podían alojarse. Sarah podría haber tenido visitas conyugales con él, ya que el divorcio todavía no era definitivo, pero en lo que la concernía a ella, el matrimonio había terminado. Seth lo lamentaba, tanto como el pesar que le había causado. Lo vio claramente en sus ojos la vez anterior que fue a visitarlo con los niños, dos meses atrás. Era la primera vez que los vería aquel verano. No era fácil llegar hasta allí; además, habían estado fuera. Sarah y los niños habían estado en las Bermudas con sus padres desde junio.
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