Aquella calurosa mañana de agosto, mientras los esperaba, se sentía nervioso. Se planchó los pantalones y la camisa de color caqui y se lustró los zapatos reglamentarios, de piel marrón. Entre las cosas que echaba en falta estaban sus zapatos ingleses hechos a mano.

Cuando llegó la hora de las visitas, fue hasta la zona de césped, en la parte delantera del campamento. Los hijos de los presos jugaban allí, mientras maridos y mujeres hablaban, se besaban y se cogían de la mano. Mientras miraba atentamente la carretera, vio el coche llegar. Sarah aparcó y sacó una cesta de picnic del maletero. A las visitas se les permitía llevar comida. Oliver caminaba junto a ella, cogido de su falda, con aire cauto, y Molly avanzaba dando saltos, con una muñeca bajo el brazo. Por un momento, notó el escozor de las lágrimas en los ojos, y entonces Sarah lo vio. Lo saludó con la mano, cruzó el control, donde registraron la cesta que llevaba y luego permitieron que los tres entraran. Sarah sonreía mientras se acercaban. Vio que había recuperado un poco de peso y que tenía un aspecto menos demacrado que antes del verano, después del juicio. Molly se lanzó a sus brazos; Oliver se quedó atrás un momento y luego se aproximó con cierta desconfianza. Entonces, Seth cruzó la mirada con Sarah. Ella lo besó levemente en la mejilla y dejó la cesta en el suelo, mientras los niños corrían a su alrededor.

– Tienes buen aspecto, Sarah.

– Tú también -dijo ella sintiéndose incómoda al principio.

Había pasado un tiempo y habían cambiado muchas cosas. El le enviaba e-mails de vez en cuando, y ella le contestaba, hablándole de los niños. A Seth le habría gustado decirle más cosas, pero ya no se atrevía. Sarah había fijado los límites y él no tenía más remedio que respetarlos. No le dijo que la extrañaba, aunque así era. Y ella no le dijo lo difícil que seguía siendo todo sin él. En su relación, ya no había lugar para eso. La ira la había abandonado; lo único que quedaba era tristeza, pero también una especie de paz, ahora que empezaba a seguir adelante con su vida. No quedaba nada que reprocharle ni lamentar. Había sucedido. Estaba hecho. Se había acabado. Durante el resto de sus vidas, compartirían a sus hijos, las decisiones sobre ellos y los recuerdos de otros tiempos.

Sarah sirvió el almuerzo para todos en una de las mesas de picnic. Seth acercó unas sillas y los dos niños se turnaron para sentarse en sus rodillas. Había comprado unos sándwiches deliciosos de una charcutería local, fruta y el pastel de queso que sabía que le gustaba a Seth. Incluso se había acordado de llevarle sus bombones favoritos y un puro.

– Gracias, Sarah. Ha sido un almuerzo delicioso. -Se recostó en la silla, fumando el puro, mientras los niños correteaban arriba y abajo.

Sarah vio que le iba bien, se había adaptado al cambio en su suerte que lo había llevado allí. Parecía aceptarlo, sobre todo desde que Henry Jacobs le había confirmado que no había base para apelar. El juicio se había desarrollado correctamente y el proceso había sido limpio. Seth no parecía amargado y ella tampoco.

– Gracias por traer a los niños -dijo él.

– Molly empieza la escuela dentro de dos semanas. Y yo tengo que volver al trabajo.

Seth no sabía qué decirle. Quería que supiera que sentía que hubieran perdido la casa, que hubiera tenido que vender las joyas, que todo lo que habían construido juntos hubiera desaparecido, pero no conseguía encontrar las palabras. Simplemente permanecieron sentados, juntos, mirando a sus hijos. Ella llenó el incómodo silencio con noticias de su familia, y él le contó la rutina de la cárcel. No era una conversación impersonal, pero sí distinta. Había cosas que ya no podían decir, y nunca más podrían. Él sabía que ella lo quería; el almuerzo que le había llevado lo confirmaba; al igual que la cariñosa manera de prepararlo en la cesta y que hubiera llevado a sus hijos a verlo. Y ella sabía que él seguía queriéndola. Llegaría un día en el que incluso eso sería diferente, pero por el momento era lo único que quedaba de un vínculo que habían compartido y que se desharía o alteraría con el tiempo, pero que ahora todavía seguía estando allí. Hasta que algo o alguien lo sustituyera, hasta que los recuerdos se hicieran demasiado viejos y el tiempo, demasiado largo. Era el padre de sus hijos, el hombre con el que se había casado y al que había amado. Eso no cambiaría nunca.

Los niños y ella se quedaron hasta el final de la hora de visitas. Un silbato les advirtió que se acercaba el momento de marcharse. Les avisaba de que guardaran las cosas y tiraran los desechos a la basura. Sarah guardó los restos del almuerzo y las servilletas de cuadros rojos en la cesta de picnic. Había llevado utensilios de casa para que la reunión fuera tan festiva como fuera posible.

Llamó a los niños y les dijo que se marchaban. Oliver puso cara triste cuando le dijo que se despidiera de papá y Molly se abrazó a la cintura de Seth.

– No quiero dejar a papá -dijo con cara de pena-. ¡Quiero quedarme con él!

Eso era a lo que los había condenado, pero Seth también sabía que hasta eso cambiaría con los años. Al final, acabarían acostumbrándose a verlo allí y en ningún otro lugar.

– Pronto volveremos a verlo -dijo Sarah esperando que Molly soltara a su padre, lo cual hizo finalmente. Seth los acompañó tan cerca del control como le estaba permitido, igual que hacían otros presos.

– Gracias de nuevo, Sarah -dijo, con la voz familiar de siete años de historia en común-. Cuídate.

– Lo haré. Tú también. -Empezó a decirle algo y luego vaciló, mientras los niños se adelantaban-. Te quiero, Seth. Confío que lo sepas. Ya no estoy furiosa contigo. Solo triste por ti, por todos nosotros. Pero estoy bien.

Quería que lo supiera, que no se preocupara por ella ni se sintiera culpable. Seth podía recriminarse cuanto quisiera, pero durante el verano, Sarah había comprendido que ella iba a estar perfectamente. Estas eran las cartas que el destino le había dado, y era con las que iba a jugar, sin mirar atrás ni odiarlo, sin desear siquiera que las cosas fueran de otra manera. Ahora comprendía que nunca podrían serlo. Incluso aunque no sabía lo que estaba sucediendo, había estado sucediendo de todos modos. Solo habría sido cuestión de tiempo que aflorara a la luz del día. Ahora lo comprendía plenamente. Seth nunca había sido el hombre que ella pensaba que era.

– Gracias, Sarah… por no odiarme por lo que hice. -No trató de explicárselo. Ya lo había intentado y sabía que ella nunca lo comprendería. Todo lo que le había pasado por la cabeza en aquel entonces era algo totalmente ajeno a como era ella.

– Está bien, Seth. Pasó. Somos afortunados por tener a los niños.

Todavía lamentaba no tener otro hijo, pero quizá lo tendría, algún día. Su destino estaba en otras manos que las suyas. Era lo que Maggie le había dicho cuando le contó que se había casado. Y pensando en ella, se volvió hacia Seth y sonrió. No se había dado cuenta antes, pero sin ni tan siquiera intentarlo, lo había perdonado. Un peso de un millón de kilos había desaparecido de sus hombros y de su corazón. Sin ni tan siquiera desear que desapareciera, había desaparecido.

Seth se quedó mirándolos mientras cruzaban la verja de salida y entraban de nuevo en el aparcamiento. Los niños le dijeron adiós con la mano y Sarah se volvió una vez para sonreírle y mirarlo largamente. El también les dijo adiós mientras se alejaban en el coche; luego, volvió lentamente a su celda, pensando en ellos. Aquella era la familia a la que había sacrificado y, en última instancia, desperdiciado.

Cuando dobló una curva de la carretera y la prisión se desvaneció detrás de ella, Sarah miró a sus hijos, sonrió para sus adentros y comprendió lo que había sucedido. No sabía cómo ni cuándo, pero, de algún modo, había llegado. Era a lo que Maggie se había referido tantas veces y que Sarah nunca conseguía encontrar. Lo había encontrado o aquello la había encontrado a ella; se sentía tan ligera que creyó que podría echar a volar. Había perdonado a Seth y alcanzado un estado de gracia que, al principio, no podía ni imaginar. Era un momento de perfección absoluta, congelado en el tiempo para siempre… una gracia asombrosa.

Danielle Steel

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