Había gente en la calle, aunque su aspecto era notablemente diferente. Iban vestidos con ropa vieja y gastada; algunos todavía iban muy colocados de droga, y otros parecían asustados. Los escaparates de las tiendas estaban hechos añicos, había borrachos tumbados en el suelo y un puñado de prostitutas apiñadas en un grupo. Everett se quedó intrigado al ver que casi todo el mundo conocía a Maggie. Se detenía y hablaba con ellos, preguntando cómo estaban, si alguien había resultado herido, si habían enviado ayuda y si el barrio había salido mal parado. Todos charlaban animadamente con ella. Finalmente, ella y Everett se sentaron en los escalones de entrada a una casa. Eran casi las cinco de la madrugada, pero Maggie ni siquiera parecía cansada.

– ¿Quién eres? -preguntó Everett, fascinado-. Me siento como si estuviera en una extraña película con un ángel que hubiera bajado a la tierra. Quizá únicamente yo puedo verte.

Ella se echó a reír ante esa descripción y le recordó que nadie tenía ningún problema para verla. Era real, humana y totalmente visible, como podía confirmar cualquiera de las prostitutas de la calle.

– Puede que la respuesta a tu pregunta sea «qué», en vez tic «quién» -dijo tranquilamente, deseando poder despojarse de su hábito.

Era un vestido negro, sencillo y feo, pero echaba de menos los vaqueros. Por lo que podía ver, su edificio se había sacudido, pero no había sufrido daños peligrosos y no había nada que le impidiera entrar. Allí no había bomberos ni policía dirigiendo a la gente hacia los refugios.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó Everett, perplejo. Estaba cansado. Habia sido una noche larga para los dos, pero ella estaba tan fresca como una rosa, y mucho más animada de lo que estaba en la gala.

– Soy monja -contestó, sencillamente-. Estas son las personas con las que trabajo y de las que cuido. Hago la mayor parte de mi trabajo en la calle. En realidad, todo mi trabajo. Hace casi diez años que vivo aquí.

– ¿Eres monja? -preguntó él con aire asombrado-. ¿Por qué no me lo habías dicho?

– No lo sé. -Se encogió de hombros, tranquilamente; estaba a sus anchas hablando con él, en particular allí en la calle. Era el mundo que mejor conocía, mucho mejor que cualquier salón de baile-. No se me ocurrió. ¿Hay alguna diferencia?

– Diablos, sí… quiero decir, no -se corrigió y luego lo pensó mejor-. Quiero decir que sí… claro que hay diferencia. Es un detalle muy importante sobre ti. Eres una persona muy interesante, sobre todo si vives aquí. ¿No vives en un convento o algo así?

– No, mi congregación se deshizo hace años. Aquí no había suficientes monjas de mi orden para justificar que se mantuviera el convento. Lo convirtieron en una escuela. La diócesis nos da a todas una asignación y vivimos en pisos. Algunas de las monjas viven en grupos de dos o tres, pero nadie quería vivir aquí conmigo. -Le sonrió-. Querían vivir en barrios mejores. Mi trabajo está aquí. Esta es mi misión.

– ¿Cuál es tu nombre real? -preguntó, ahora ya totalmente interesado-. Me refiero a tu nombre de monja.

– Hermana Mary Magdalen -respondió, dulcemente.

– Estoy totalmente apabullado -reconoció, sacando un cigarrillo del bolsillo.

Era el primero que fumaba en toda la noche y ella no pareció desaprobarlo. Parecía perfectamente cómoda en el mundo real, pese a ser monja. Era la primera con la que hablaba desde hacía años, y nunca con tanta libertad como ahora. Se sentían como compañeros de combate, después de lo que habían pasado juntos, y en cierta manera, lo eran.

– ¿Te gusta ser monja? -le preguntó, y ella asintió después de pensarlo un momento; luego se volvió para mirarlo.

– Me gusta mucho. Entrar en el convento fue lo mejor que he hecho nunca. Siempre supe que eso era lo que quería hacer, desde que era niña. Como quien quiere ser médico o abogada o bailarina. Lo llaman vocación temprana. Esto siempre ha sido lo mío.

– ¿Te has arrepentido alguna vez?

– No. -Le sonrió alegremente-. Nunca. Es una vida perfecta para mí. Entré justo después de terminar los estudios de enfermería. Crecí en Chicago; era la mayor de siete hermanos. Siempre supe que esto sería lo indicado para mí.

– ¿Alguna vez has tenido novio? -Le intrigaba lo que le contaba.

– Tuve uno -confesó tranquilamente, sin ningún embarazo. No había pensado en él desde hacía años-. Cuando estaba en la escuela de enfermería.

– ¿Qué ocurrió?

Estaba seguro de que algún tipo de trágico desenlace la había empujado a entrar en el convento. No se la podía imaginar haciéndolo por ninguna otra razón. La idea le resultaba totalmente ajena. Había crecido como luterano y nunca había visto una monja hasta que se fue de casa. Esa elección nunca había tenido mucho sentido para él. Pero allí estaba esa mujer menuda, feliz y satisfecha, que hablaba de su vida entre prostitutas y drogadictos con esa serenidad, júbilo y paz. Lo dejaba totalmente desconcertado.

– Murió en un accidente de coche, en mi segundo año en la escuela. Pero incluso si no hubiera muerto, nada habría cambiado. Desde el principio le dije que quería ser monja, aunque no estoy segura de que me creyera. Nunca volví a salir con nadie después, porque para entonces estaba segura. Es probable que también hubiera dejado de salir con él. Pero éramos jóvenes y todo fue muy inocente e inofensivo. Según las costumbres actuales, claro.

En otras palabras: Everett supo que era virgen cuando entró en el convento y que seguía siéndolo. Todo aquello le parecía increíble. ¡Que una mujer tan bonita se desperdiciara! La encontraba muy viva y vibrante.

– Es asombroso.

– No tanto. Es solo algo que hacen algunas personas. -Lo aceptaba como algo normal, aunque a él no se lo parecía en absoluto-. ¿Y tú? ¿Casado? ¿Divorciado? ¿Hijos?

Percibía que Everett tenía una historia y él se sentía cómodo contándosela. Era fácil hablar con ella y disfrutaba de su compañía. Ahora comprendía que aquel vestido negro tan sencillo era su hábito, lo que explicaba por qué no llevaba traje de noche en la gala, como todo el mundo.

– Dejé embarazada a una chica a los dieciocho años. Me casé con ella porque su padre dijo que o lo hacía o me mataría, y nos separamos al año siguiente. El matrimonio no era para mí, por lo menos a aquella edad. Al cabo de un tiempo, ella presentó una demanda de divorcio y me parece que volvió a casarse. Solo vi a mi hijo una vez después del divorcio, cuando tenía unos tres años. En aquellos momentos tampoco estaba preparado para la paternidad. Me sentí mal al marcharme, pero todo era demasiado abrumador para un chico de mi edad. Así que me fui. No sabía qué otra cosa hacer. Desde entonces, me he pasado la vida recorriendo el mundo, cubriendo zonas de guerra y catástrofes para Associated Press. Ha sido una vida demencial, pero era lo que quería. Me encantaba. A estas alturas, yo me he hecho mayor y él también. Ya no me necesita; además, su madre estaba tan furiosa conmigo que hizo que la Iglesia anulara nuestro matrimonio para poder volver a casarse. Así que, oficialmente, nunca he existido -dijo Everett en voz queda mientras ella lo observaba.

– Siempre necesitamos a nuestros padres -replicó ella, dulcemente, y los dos se quedaron callados unos momentos, mientras él pensaba en lo que ella acababa de decir-. En AP estarán contentos con las fotos que has hecho hoy -dijo, alentándolo.

Él no le habló de su Pulitzer. Nunca hablaba de ello.

– Ya no trabajo para ellos -aclaró, sencillamente-. Adopté algunas malas costumbres por el camino. Se descontrolaron hace alrededor de un año, cuando estuve a punto de morir a causa de una intoxicación alcohólica en Bangkok y una prostituta me salvó. Me llevó al hospital y, al final, volví aquí y entré en el dique seco. Empecé la rehabilitación después de que en AP me despidieran, aunque debo decir que estaba justificado que lo hicieran. Llevo un año sobrio. Es una agradable sensación. Acabo de empezar a trabajar para la revista que me envió a la gala. Pero no es lo mío. No son más que cotilleos de celebridades. Preferiría que me volaran el culo a tiros en algún lugar primitivo que en un salón de baile, vestido de esmoquin, como esta noche.

– Yo también -dijo ella, riendo-. Tampoco es lo mío. -Le explicó que estaba en una mesa que les habían cedido y que una amiga le había dado la entrada; aunque no quería asistir, había ido para no desperdiciarla-. Prefiero estar trabajando en la calle, con esta gente, que haciendo cualquier otra cosa. ¿Qué hay de tu hijo? ¿Alguna vez te preguntas qué ha sido de él o tienes ganas de verlo? ¿Cuántos años tiene ahora?

Ella también sentía curiosidad por él, por ello había mencionado a su hijo. Creía sin reservas en la importancia de la familia en la vida de la gente. Además, era poco habitual que tuviera ocasión de hablar con alguien como él. Y todavía más extraño que él estuviera hablando con una monja.

– Cumplirá treinta dentro de unas semanas. A veces pienso en él, pero ya es un poco tarde. Muy tarde. No puedes volver a entrar en la vida de alguien cuando ya tiene treinta años y preguntarle qué tal le ha ido. Seguramente me odia a muerte por marcharme y abandonarlo.

– ¿Tú te odias por lo que hiciste? -preguntó ella, concisa.

– A veces. No con frecuencia. Pensé en ello cuando estaba en rehabilitación. Pero no te presentas, así sin más, en la vida de alguien cuando ya es una persona madura.

– Tal vez sí -dijo ella, suavemente-. A lo mejor le gustaría saber de ti. ¿Sabes dónde está?

– Antes sí. Podría tratar de averiguarlo. Aunque no creo que deba hacerlo. ¿Qué iba a decirle?

– Puede que haya cosas que él querría preguntarte. Podría ser bueno que sepa que tu marcha no tuvo nada que ver con él.

Everett asintió, mirándola. Era una mujer inteligente.

Después de charlar, anduvieron por el barrio un rato; sorprendentemente, todo parecía en orden. Algunas personas habían ido a los refugios. Unas pocas habían resultado heridas y las habían llevado al hospital. El resto parecía estar bien, aunque todos hablaban de la fuerza del terremoto. Había sido muy grande.

A las seis y media de la mañana, Maggie dijo que iba a intentar dormir un poco y que, dentro de unas horas, volvería a la calle para ver cómo estaba su gente. Everett le informó que probablemente trataría de coger un autobús, un tren o un avión para volver pronto a Los Ángeles, o alquilar un coche si podía encontrar uno. Había tomado muchas fotos. Por interés personal, quería dar una vuelta por la ciudad para ver si había algo más que fotografiar antes de marcharse. No quería perderse un reportaje y se llevaba un material fantástico. En realidad, le tentaba quedarse unos días más, pero estaba seguro de que su jefe protestaría. Por otra parte, de momento, en San Francisco y alrededores no había comunicación telefónica con el mundo exterior, así que no podía conocer su reacción.

– Te he hecho algunas buenas fotos esta noche -dijo a Maggie al dejarla en la puerta de su casa.

Vivía en un edificio de aspecto antiguo, que tenía tan mala pinta como viejo era, pero a ella no parecía preocuparle. Dijo que llevaba años viviendo allí y que formaba parte del barrio.

Everett se apuntó la dirección y le dijo que le enviaría copias de las fotos que le había hecho. También le pidió el número de teléfono, por si alguna vez volvía a la ciudad.

– Si vuelvo, te llevaré a cenar -prometió-. Lo he pasado muy bien hablando contigo.

– Lo mismo digo -respondió ella, sonriéndole-. Va a ser necesario mucho tiempo para limpiar la ciudad. Espero que no haya habido muchos muertos.

Parecía preocupada. No había medio de conseguir noticias. Estaban aislados del mundo, sin electricidad ni móviles. Era una sensación extraña.

Estaba saliendo el sol cuando Everett le dijo adiós; se preguntó si volvería a verla. Parecía improbable. Había sido una noche extraña e inolvidable para todos ellos.

– Adiós, Maggie -dijo, mientras ella entraba en el edificio. Había pedazos de yeso por todo el suelo del vestíbulo, pero ella comentó, con una sonrisa, que aquel aspecto apenas era peor de lo normal-. Cuídate.

– Tú también -respondió con un gesto de despedida, y cerró la puerta. El desagradable olor que había llegado hasta ellos al abrirla hizo que Everett se preguntara cómo podía vivir allí.

Mientras se marchaba, pensó que era realmente una santa, pero de inmediato se echó a reír, bajito. Había pasado la noche del terremoto de San Francisco con una monja. Opinaba que era una heroína y estaba impaciente por ver las fotos que le había hecho. Luego, curiosamente, mientras se alejaba del edificio atravesando Tenderloin, se dio cuenta de que estaba pensando en Chad, su hijo, y en el aspecto que tenía a los tres años, y por primera vez en los veintisiete años transcurridos desde que lo vio por última vez, lo echó de menos. Tal vez fuera a verlo un día, si alguna vez volvía a Montana y si Chad seguía viviendo allí. Era algo en que pensar. Parte de lo que Maggie le había dicho había penetrado en él, pero se obligó a sacárselo de la cabeza. No quería sentirse culpable respecto a su hijo. Ya era demasiado tarde, y no les haría bien a ninguno de los dos. Dando grandes zancadas, con sus botas de la suerte, dejó atrás a los borrachos y a las prostitutas de la calle de Maggie. Se dirigió de vuelta al centro de la ciudad para ver qué historias del terremoto podía encontrar allí. Había innumerables posibilidades para hacer fotos. Y para él, quién sabía, quizá incluso otro premio Pulitzer, algún día. A pesar de los terribles sucesos de esa noche, se sentía mejor que en muchos años. Había vuelto a tomar las riendas de su trabajo de periodista y se sentía más seguro y con más control de su vida de lo que se había sentido jamás.