Allie se encargó rápidamente de las sogas que le inmovilizaban los pies y se ocupó luego de las de lord Robert. Lanzó una rápida ojeada a su rostro. La tenue luz no pudo ocultar la mueca de dolor que se le dibujó en el rostro al flexionar los dedos.

– ¿Cómo están sus manos? -preguntó Allie, dedicándose a cortar las últimas ataduras.

– Como de piedra. Y las piernas también. Pero estoy intentando recuperarlas.

– Ya está libre. Permítame que le ayude. -Dejó el cuchillo a su lado y le sujetó las manos. Le pasó los dedos para examinárselas tan exhaustivamente como permitía la oscuridad-. No hay cortes ni sangre -murmuró aliviada. Luego, con movimientos firmes y hábiles, le masajeó las palmas y los dedos. Lord Robert tenía las manos grandes. De palma ancha y dedos largos. Allie alzó las cejas sorprendida al notar los callos que prestaban aspereza a esas anchas palmas. Había pensado que sus manos de caballero serían finas.

Pasado un minuto, Lord Robert lanzó un sordo gemido.

– Empiezo a recuperar el tacto. Y también en las piernas. Aunque nada me gustaría más que tener varias horas para que continuara con este maravilloso masaje, será mejor que nos marchemos. ¿Puede…?

El crujido de una puerta al girar sobre los goznes le interrumpió. La mirada de Allie voló hacia la de él. Lord Robert se puso un dedo sobre los labios, indicándole que se mantuviera en silencio, y ella asintió con la cabeza. Unos pasos lentos y pesados se oyeron en la distancia, se detuvieron y volvieron a comenzar, acercándose.

Lord Robert la ayudó a levantarse y luego le dirigió una mirada inquisitiva y preocupada. Allie asintió en silencio. Sus dormidas piernas protestaban y le resultaba casi imposible no patear el suelo para recuperar la sensibilidad, pero por lo demás estaba bien. Y ansiosa por salir de ahí. Los pasos se acercaban.

Lord Robert se agachó y recuperó el cuchillo, luego la agarró de la mano y la acercó a sí. Tan cerca que se tocaban desde el pecho a las rodillas. Una oleada de calor recorrió a Allie. Él se inclinó y le habló al oído.

– No se suelte de mi mano.

Moviéndose con la gracia silenciosa de un gato, la metió más entre las sombras de los cajones apilados, luego se detuvo y prestó atención a las pisadas, que se habían detenido de nuevo. Allie oyó el roce de sus enaguas y se tensó. Le había sonado tan fuerte como el tañido de un cencerro. Y conservar un único zapato era más una molestia que una ayuda, porque el tacón la hacía ir de lado y además repicaba contra el suelo. Se inclinó, se sacó el zapato y se lo metió en el bolsillo del vestido. No tenía sentido dejarlo atrás cuando podía resultar una buena arma.

Con su mano apretando la de lord Robert, avanzaron lentamente entre las sombras, sin apartarse de los cajones. De nuevo se oyeron pasos, esta vez más cerca. Lord Robert se detuvo y la acercó más a él. Juntos se hundieron entre las sombras tanto como les fue posible. Un brazo del joven rodeaba la cintura de Allie y con el otro le mantenía la cabeza apretada contra su pecho, protegiéndola entre los cajones y su propio cuerpo.

El calor envolvía a Allie como una manta de terciopelo. El corazón de lord Robert latía con fuerza bajo su oído y el cálido aliento la tocaba a cada exhalación. Y con cada respiración, el olor masculino y almizclado del joven le llenaba la cabeza.

Los pasos seguían oyéndose. Más y más cerca. Dios, ¿sería el hombre que la había raptado? ¿Qué haría cuando descubriera que se habían escapado? Bueno, pues se encontraría con una buena pelea si intentaba atraparla de nuevo. Metió la mano en el bolsillo y agarró el zapato con los helados dedos. Rogó para no tener que usar un arma tan débil en su defensa. Pero lo haría si era necesario.

Pero entonces, milagrosamente, los pasos siguieron adelante, más allá de ellos, y se alejaron. No debía de ser su raptor. ¿Quizá un vigilante? Un momento después, el crujido de goznes oxidados cortó el aire y se hizo el silencio.

Tensó las rodillas para combatir el alivio que le aflojaba los miembros. Lord Robert dejó escapar un largo resoplido que le alborotó el pelo. La agarró con más fuerza y durante ese respiro momentáneo, de repente, Allie fue totalmente consciente de él. No como protector sino como hombre. Un hombre valiente, cuyo cuerpo firme y masculino estaba íntimamente apretado al suyo, cuyos dedos se enredaban en su pelo allí donde la mano de él le recostaba la cabeza sobre su pecho, cuyo cálido aliento la tocaba.

Sintió un calor abrasador… Un calor que no tenía nada que ver con la vergüenza que tendría que haber sentido. Pero antes de que pudiera reaccionar, Lord Robert la soltó, la agarró de la mano y empezó a guiarla silenciosamente. La astilla se le clavó más profundamente en el talón, pero se obligó a alejar el dolor de su mente. Si el peor recuerdo de esa velada era un pie dolorido, podría considerarse muy afortunada.

Menos de un minuto después llegaron hasta la gran puerta de madera. Robert la abrió. Allie casi pegó un salto cuando los goznes gimieron con un sonido parecido al grito de un animal herido. La cabeza y los hombros de lord Robert desaparecieron por la abertura de la puerta. Segundos después reaparecieron.

– Esta puerta da a un callejón -informó en voz baja-. No estoy seguro de nuestra localización exacta, pero tengo una idea general. Ténemos que llegar a algún lugar más transitado y desde allí podremos tomar un coche. -Le apretó la mano de una forma que pretendía ser tranquilizadora-. No se preocupe.

¿Preocuparse? Ésa sí que era una tibia expresión de sus sentimientos. Nunca había estado más aterrorizada.

– No estoy preocupada. ¿Parezco preocupada?

– No lo sé. Está demasiado oscuro para decirlo. Pero no se suelte de mi mano.

Lord Robert salió por la puerta y Allie le agarró la mano aún con más fuerza. No necesitó que le insistiera para salir del apestoso almacén detrás de él. ¿Soltarse de su mano? No, aunque su vida dependiera de ello.

Desgraciadamente, le aterrorizaba pensar que podía ser así.

Cuando llegaron al final del callejón, Robert miró a ambos lados. Un destello de esperanza le invadió, aunque el temor aún lo poseía. Por suerte, sí que sabía dónde se hallaban. Desgraciadamcnre, era una de las peores zonas de la ciudad. Llegar hasta su casa sin que nadie les importunara sería un milagro. Apretó con fuerza el mango del cuchillo. Y rezó para que ocurriera el milagro.

Manteniéndose entre las sombras, avanzó con rapidez, aferrando la pequeña mano de la señora Brown. Zigzaguearon a través de callejas llenas de basuras e infestadas de ratas. El hedor a inmundicia, pobreza y humanidad sucia se mezclaba con los chillidos cercanos de las mujeres y los ásperos gritos de los hombres. Graves gruñidos y débiles gemidos emanaban de un sombrío umbral, y Robert aceleró el paso. Esperaba que la señora Brown flaqueara, que se quejase, que ahogara gritos de horror, que chillara, o que sucumbiera a los olores hediondos, pero ella se mantuvo a su altura, sin articular ni un sonido. El único indicio por el que sabía que ella continuaba tras él era la palma de la mano de ella firmemente apretada a la suya y el ligero susurro de las enaguas.

Ya estaban cerca… cerca de un lugar donde podrían tornar un coche de alquiler. Sólo dos esquinas más y la conduciría a un lugar seguro. No fallaría. No como hizo con Nate…

Torcieron la segunda esquina y Robert pudo respirar por fin. Allí, bajo el tenue círculo de luz que proyectaba un farol, había un carruaje. Fue la visión más agradable que Robert había tenido nunca.

Tanto el cochero como el caballo parecían estar dormidos, pero se despertaron en cuanto Robert y la señora Brown se aproximaron. Robert gritó la dirección de la mansión Bradford al adormilado cochero mientras ayudaba a la señora Brown a subir al carruaje.

Después de sentarse frente a ella, Robert respiró profundamente en lo que le pareció la primera vez en muchas horas. Estaban a salvo. De camino a casa. Apretó los párpados un instante mientras le inundaba una mezcla de alivio, triunfo y, cansancio. No había fallado.

Pero quería saber por qué la señora Brown y él habían acabado atados como pavos en el suelo de un almacén de los muelles. Dejó el cuchillo en el duro asiento que tenía a su lado, y se pasó las manos cabello; hizo un gesto de dolor cuando sus dedos se toparon con un bulto del tamaño de un huevo.

– ¿Se encuentra bien? -dijo la suave voz de la señora Brown.

– Sólo es un golpe. ¿Cómo está…?

Su voz se apagó cuando, al pasar bajo una farola de gas, pudo verla bien por primera vez. Los ojos de la señora Brown parecían enormes y tenía el rostro pálido como el yeso. Alzó una mano que temblaba visiblemente para apartarse un mechón suelto que le colgaba sobre la blanca mejilla. El corazón de Robert estuvo a punto de detenerse.

La mano que vio estaba cubierta de sangre.

5

¡Dios, cómo odiaba ver sangre! Siempre había sido igual. Incluso de niño. Tenía un vívido recuerdo de haberse cortado en el pie con una piedra afilada a los seis años. Había contemplado la sangre que le manaba de la herida y a punto había estado de desmayarse. Lo único que le impidió hacerlo fue el saber que Austin y William se habrían burlado de él despiadadamente si se hubiese desvanecido como una jovencita.

Una sola mirada a la mano de la señora Brown y a la mancha de sangre que ensuciaba su pálida mejilla había sido suficiente para que el estómago se le pusiera del revés.

– Está herida -dijo. Maldición, la voz le sonaba débil. ¿Por qué no había notado la sangre mientras la ayudaba a avanzar agarrándole de la mano? ¿Habría empeorado la herida al apretársela? ¿Le habría hecho daño? No, se dijo. La sangre le manaba de la mano derecha, y él le había agarrado la izquierda.

Se aclaró la garganta y la sujetó suavemente por los antebrazos. Le hizo estirar las manos y los labios se le tensaron formando una fina línea. Incluso bajo aquella tenue luz podía ver que las muñecas de la joven estaban en carne viva. Múltiples arañazos sangrantes le cubrían las palmas y los dedos, pero era el largo corte que tenía en la mano derecha lo que más le preocupaba. Una gota de sangre cayó desde la punta del dedo de la joven y Robert tuvo que tragar saliva.

– Hay que tratar estas heridas inmediatamente.

Hizo rápidos cálculos mentales. Tardarían treinta minutos como mínimo en recorrer el laberinto de calles que les llevaría hasta la mansión. Sus habitaciones se hallaban aún más lejos. No podía soportar la idea de que ella pasara sangrando todo ese tiempo. iDios! Aquella mujer no había pronunciado ni una sola palabra de queja y debía de estar sufriendo terriblemente. Se sintió invadido por una ternura compasiva, y casi no pudo resistir el impulso de sentarla en su regazo y acunarla como a un niño herido. Puesto que eso era exactamente lo que parecía.

De pronto se le ocurrió una idea y se aferró a ella como un perro hambriento a un hueso. Le hizo una señal al cochero y le gritó una dirección diferente.

– Un soberano para usted si llegamos en cinco minutos -gritó. El coche salió disparado, casi haciéndole caer del asiento.

– ¿Adónde vamos? -preguntó la señora Brown. Sus ojos parecían incluso más grandes y asustados que un momento antes.

La mirada de Robert recorrió la mancha de sangre que tenía en la mejilla.

– A casa de un amigo. Vive cerca de aquí. Esas heridas necesitan atención inmediata. -Metió la mano en el bolsillo y extrajo un pañuelo con el que enjugó cuidadosamente las manos de la señora Brown-. Lo lamento mucho… Le debe de doler terriblemente.

Ella no contestó, y la mirada de Robert volvió a posarse sobre su rostro y casi se le partió el corazón al ver que le temblaba el labio inferior.

– Para serle sincera -susurró la mujer-, no es nada comparado con lo que me duelen los pies.

– ¿Los pies? -Robert bajó la vista hacia el suelo, pero lo único que pudo ver fueron sus propias botas y la falda negra de la mujer.

– Sí. Al parecer he perdido un zapato y como me costaba mucho correr con uno sólo, me lo he sacado. Me temo que las medias no han sido una gran protección.

– Dios mío. Déjeme ver. -Un músculo le tironeó en el mentón.

La señora Brown dudó un instante y luego lanzó lentamente un pie.

Robert se lo sujetó suavemente por el tobillo a través de la lana de la falda. Ella tragó aire.

– Perdóneme -se disculpó Robert. Lentamente alzó la tela hasta que se pudo ver el pie. No se molestó en contener el gemido que le nació en la garganta. La media estaba totalmente destrozada y los rotos bordes colgaban alrededor del delicado tobillo. Tierra, barro y Dios sabría qué cubrían el pie de la señora Brown. Ella gimió y Robert alzó la mirada hasta su rostro. La señora Brown tenía los ojos cerrados y los labios apretados. No había duda de que sentía un dolor intenso.