La furia y la compasión se mezclaron en Robert.

– El canalla que la raptó pagará por ello. Le doy mi palabra.

La señora Brown abrió los ojos y durante varios segundos se contemplaron en silencio. Ella parecía a punto de decir algo, pero antes de que pudiera hacerlo, el coche se detuvo. Robert miró hacia el exterior y vio que habían llegado a su destino.

– No se mueva -dijo. Abrió la puerta del vehículo y descendió a la calle adoquinada. Sacó dos monedas de oro del bolsillo y se las lanzó al conductor-. No se marche hasta que hayamos entrado -le pidió al hombre, quien asintió con la cabeza y abrió los ojos sorprendido al contemplar la cantidad de dinero que tenía en las manos. Robert se inclinó hacia el interior del coche y se encontró con la mirada inquisitiva y dolorida de la señora Brown.

– La llevaré -afirmó él en un tono que no admitía réplica.

Ella intentó protestar.

– Pero usted no puede…

– Sí, sí que puedo. Sus heridas necesitan cuidados y no correré el riesgo de que empeoren permitiéndole caminar. Ésta es la casa de un amigo, Michael Evers. Él sabe de estas cosas y es muy discreto. -Le clavó una penetrante mirada-. Soy consciente de que esto se sale de lo corriente, pero lo mismo pasa con las presentes circunstancias.

Ella le mantuvo la mirada y él se preguntó qué estaría pasando por su mente. Esperaba que no fuera a permitir que un inoportuno sentido de la decencia se mezclara en el asunto. No después de todo lo que habían pasado juntos. Atados… apretados el uno contra el otro. La imagen de la señora Brown pegada a él en el almacén se le pasó por la mente, pero la alejó con firmeza.

– De acuerdo -concedió ella finalmente.

Sin más tardanza, Robert le pasó un brazo bajo las corvas y el otro por la espalda.

– Agárrese a mi cuello -le indicó, y se sintió aliviado cuando ella le obedeció. La bajó con cuidado del coche y rápidamente subió las escaleras que llevaban a la entrada de la modesta residencia. La señora Brown se sintió pequeña y frágil en sus brazos. El corazón de Robert latió con una mezcla de temor y algo más que no sabía definir cuando, con un leve gemido, la joven inclinó la cabeza y la apoyó contra su cuello. Un toque del perfume floral que usaba aún resultaba perceptible bajo los fuertes olores a sangre y callejas pestilentes.

– Resista -susurró Robert con la boca contra la frente de la joven.

Al llegar a la puerta de roble, Robert llamó dando fuertes patadas y rogando que Michael se hallara en casa. Menos de un minuto después una mirilla de un palmo de anchura se abrió.

– ¿Qué demonios…? -gruñó una voz profunda y conocida, con un ligero acento irlandés-. Diga su nombre y qué le trae por aquí, y más vale que…

– Michael, soy Robert Jamison. Abre, por favor.

– ¿Qué diablos, Jamison…?

Robert se abrió paso hasta el pequeño vestíbulo.

– Está herida.

Los penetrantes ojos de Michael fueron de las ensangrentadas manos a los pies, que asomaban bajo el vestido.

– ¿Es grave?

– No estoy seguro. La han raptado y la han dejado atada y sin sentido. Tiene las manos y las muñecas dañadas por las cuerdas y quizá por mi cuchillo. Y ha sufrido heridas en los pies durante nuestra fuga.

– ¿«Nuestra»?

– Ya te lo explicaré. ¿Dónde puedo acomodarla?

Michael le hizo una seña con la cabeza indicando un corto pasillo.

– Llévala a mi estudio. La primera puerta a la derecha. Hay un fuego en la chimenea y encontrarás todo el coñac que necesites. Yo iré a buscar vendas y me reuniré contigo en un momento.

Sin dudarlo un instante, Robert entró en la sala y se dirigió directamente hacia el sofá de cuero situado frente a la chimenea. Con cuidado tendió a la señora Brown sobre él. Luego se apartó, la contempló y se quedó inmóvil.

Había supuesto que tendría los ojos cerrados, pero no era así. Lo miraba con una expresión seria que indicaba temor y fuerza al mismo tiempo. El oscuro cabello le rodeaba el rostro en una masa enmarañada y tenía un mechón pegado a la mejilla con sangre seca. Robert alzó una mano, que no estaba del todo firme, y le separó el mechón. El labio inferior de la mujer temblaba y Robert le pasó la yema de los dedos por la mejilla. Algo destelló en los ojos de la señora Brown. ¿Dolor? ¿Temor? Robert no estaba seguro, pero se juró que mitigaría ambos sentimientos.

Se arrodilló junto a ella, se sacó la chaqueta y después de enrollarla se la colocó bajo la cabeza para que le sirviera de almohada.

– ¿Cómo se siente?

– No del todo bien, me temo. -Alzó las manos-. Aunque sospecho que parece peor de lo que es en realidad. Incluso los pequeños cortes a veces sangran mucho. -Se miró las manos durante unos instantes y luego las dejó caer sobre el regazo. Una expresión compungida le cubrió el semblante-. La verdad es que la visión de la sangre no me sienta muy bien.

– ¿De verdad? Pues a mí no me molesta en absoluto. -Lanzó una rápida mirada hacia lo alto, para ver si un rayo estaba a punto de partirlo en dos por mentir-. Está en buenas manos, se lo aseguro. Ahora le daré un poco de coñac. Le ayudará a soportar el dolor. Luego le vendaremos las manos y los pies. -Le ofreció lo que esperaba que fuera una sonrisa tranquilizadora-. Dentro de nada volverá a correr por ahí y a ser una H.LP

– ¿H.LP?

– Horrible Intérprete al Piano.

Ella alzó una ceja elocuente.

– Eso me suena como el tizón llamando negro al carbón.

Robert sonrió y deslizó los dedos por el rostro de la mujer. La piel era como de terciopelo, otro pensamiento que se obligó a apartar de su mente. Se aclaró la garganta, se puso en pie y cruzó la sala hasta las licoreras que se encontraban sobre una mesa de caoba cercana a la ventana. Sirvió dos dedos en una copa de cristal y se los bebió de un trago. Un reconfortante ardor le calentó las entrañas. Exhaló lentamente y sirvió otra copa.

Volvió junto a la señora Brown, le colocó la copa sobre los labios y la ayudó a beber. Al primer trago, el rostro de la mujer se contrajo en una mueca.

– Agg -exclamó, apartando el rostro de la copa-. Qué horrible brebaje.

– Al contrario. Yo lo encuentro extraordinario. Y conociendo a Michael, seguramente proviene de la reserva privada de Napoleón.

La señora Brown volvió la mirada hacia él, con los ojos entrecerrados de sospecha.

– ¿Y cómo puede ser eso?

– Michael conoce a gente… digamos que muy dispar.

– Incluyendo a tunantes como tú -dijo la voz de Michael desde la puerta.

Robert se volvió y vio acercarse a Michael, cargado con vendas y un cubo de agua. Se movía como el atleta que era, con esa gracia de depredador que Robert sabía era una de las claves de su encanto.

Michael se unió a ellos y dejó las vendas en el suelo.

– ¿Cómo se siente, señorita…?

– Señora Brown -replicó ella suavemente-. Alberta Brown. -Michael le respondió con un solemne movimiento de cabeza. -Michael Evers. Encantado de conocerla. Y ahora, ¿por qué no se relaja mientras Robert y yo nos ocupamos de sus heridas?

La señora Brown asintió, y Michael le pasó a Robert un puñado de tiras de lino blanco.

– Yo me ocuparé de las manos -dijo-. Tú encárgate de los pies.

Robert asintió al instante, dándose cuenta de que Michael le asignaba la tarea más íntima. Y la menos sangrienta, esperaba. Se levantó, acercó la jarra de agua que se hallaba sobre el escritorio de Michael y llenó dos palanganas.

Sin mediar palabra, ambos hombres se entregaron a la labor. Robert se arrodilló sobre la pulida madera del suelo y alzó la falda de la joven hasta que quedaron al descubierto los pies y los tobillos. Lo que vio hizo que se le revolviera el estómago. Los pies de la joven parecían estar en un estado terrible, y rogó para que, una vez limpios, descubriera que se trataba sobre todo de suciedad y que no había ninguna herida grave.

Apartó de su mente todo lo que no fuera la tarea que tenía entre manos. Fue mojando las tiras de lino y limpiando la suciedad. Una sensación de admiración se fue apoderándo de él al percatarse de lo que ella había hecho. Había corrido todo el camino, sobre ásperas piedras y madera, sin una sola queja. Tenía que haber sufrido mucho, aparte de estar terriblemente asustada. Incluso en ese momento, él se percataba por la expresión de su rostro, con los labios apretados y el dolor velándole los ojos, de que la señora Brown sufría, aunque ni una queja atravesaba sus labios.

Oyó el ruido de la tela cuando Michael se arremangó la camisa.

– ¿Qué te parece, Michael?

– Las muñecas están en carne viva. Tiene un corte bastante profundo en la base de la palma de la mano derecha. No necesita puntos, pero le jo… esto, le fastidiará bastante durante unos días. Lo demás no tiene importancia. Arañazos. También le picarán, pero sanarán enseguida. -Miró a Robert-. ¿Y cómo tiene los pies?

Robert bajó la mirada hacia el delicado pie, ya limpio, que sostenía en la mano. Lo examinó cuidadosamente, palpándolo en círculos mientras se fijaba en el rostro de la mujer para poder detectar cualquier señal de dolor.

– Bastante roce en los tobillos debido a las cuerdas. Unos cuantos cortes poco profundos. -Examinó el otro pie y frunció el ceño-. En éste hay una astilla bastante grande clavada en el talón.

Allie se reclinó en el sofá, silenciosa e inmóvil, observándoles mientras la limpiaban y la examinaban, fingiendo no sentir vergüenza de ser atendida por un completo extraño y por un hombre a quien apenas conocía. Una vez que hubieron determinado que sus heridas no revestían gravedad, lord Robert relató sucintamente al señor Evers cómo la señora Brown se había convertido en un huésped en la mansión de los Bradford y cómo él había regresado en busca de su bastón y había descubierto a un ladrón saliendo del jardín y cómo luego se había dado cuenta de que se hallaba ante un secuestro.

Allie se sintió agradecida y sorprendida al escucharlo. Aunque lord Robert se lo había explicado antes, una vez superado el peligro podía pensar con claridad, y se daba completa cuenta de lo que significaban sus palabras. Dios, ¿qué le habría pasado si él no hubiera seguido al ladrón? Un escalofrío le recorrió la espalda y se obligó a apartar esa pregunta de su mente. Ni siquiera deseaba considerar esa posibilidad. Pero una cosa era indudable: lord Robert le había salvado la vida, y para ello había arriesgado la suya propia. Y en unos minutos empezaría a hacerle preguntas, a exigir respuestas y explicaciones que sin duda merecía, pero que ella no estaba preparada para dar.

Abrió los ojos y miró hacia el extremo del sofá. Allí se encontró con la perturbadora visión de lord Robert inclinado sobre ella, extrayéndole delicadamente la astilla que tenía clavada en el talón. Se le veía grande, fuerte y capaz; una ola de calor la recorrió y se aposentó en el plexo solar. Lord Robert tenía un mechón de su cabello color ébano caído hacia delante, lo que impedía a Allie verle la parte superior del rostro, pero le podía ver la boca con toda claridad. Tenía los labios apretados en un gesto de concentración. Su tacto era tierno y suave y Allie sintió agradables cosquilleos que le subían por las piernas. Lord Robert había remangado las mangas de la que había sido su inmaculada camisa, dejando al descubierto unos antebrazos musculosos. La mirada de Allie se deslizó hacia abajo, y aspiró con fuerza. Tenía las muñecas rodeadas de una banda de piel enrojecida y lacerada.

Lord Robert alzó la cabeza repentinamente y sus miradas se encontraron, la de él cargada de preocupación.

– Lo siento… pero al menos la astilla ya está fuera. ¿Le he hecho daño?

– No. Acabo… acabo de fijarme en sus muñecas. Está herido. -Robert negó con un gesto.

– Son arañazos. Michael se ocupará de mí en cuanto hayamos acabado con usted.

Michael lanzó un bufido poco elegante.

– ¿Y qué te hace pensar eso?

– El ser uno de tus mejores clientes. No querrás perderme.

– ¿Cliente? -preguntó Allie.

– Michael es dueño de lo que es, discutiblemente, el mejor salón de boxeo de Londres. Y él es, indiscutiblemente, el mejor púgil del país.

Allie fijó su atención en Michael Evers, quien le estaba vendando la muñeca con una delicada destreza que indicaba experiencia en esos menesteres. Sus rasgos eran pronunciados y tenían una cierta aspereza, como si los hubieran tallado en granito. Por la forma de la nariz, era evidente que se la había roto al menos una vez, lo cual no resultaba sorprendente dada su profesión. Y tampoco sorprendía la pequeña cicatriz que le dividía en dos la ceja izquierda. Tenía un cabello espeso y oscuro que necesitaba urgentemente un corte. Era un hombre corpulent sin embargo, sus movimientos poseían una gracia casi felina. Y a pesar de su tamaño, sus manos la tocaban con suavidad. Con sus rasgos ásperos, su voz ronca, el acento irlandés y una predilección por el y vocabulario soez, no parecía ni hablaba como un caballero, pero era evidente que él y lord Robert eran amigos.