Cuando llegaron a la mansión, casi saltó de alegría. Hasta que él le anunció su intención de llevarla en brazos hasta adentro.
– No hará nada de eso -replicó en su tono más remilgado- ¿Qué pensarían los criados de Elizabeth?
– Están durmiendo. Pero aunque no lo estuvieran, usted está sin zapatos.
Abrió la boca para discutir, pero él se lo impidió colocando un dedo sobre sus labios.
– Son las cuatro de la madrugada. Los sirvientes todavía no se han levantado y los calaveras de la zona todavía no han regresado de sus fiestas. Nadie la verá.
Dicho esto, la alzó en brazos y la sacó del carruaje; luego, apretándola contra su pecho, recorrió el camino de entrada.
Ella se mantuvo rígida, negándose a admitir ni por un segundo que su cercanía era reconfortante. Agradable. Excitante.
No, era indeseada. Embarazosa. Y se juró que, a partir del momento en que la dejara en el suelo, nunca más permitiría que volviera a tocarla.
Lord Robert abrió la puerta y entró en el vestíbulo con Allie en brazos. Luego cerró la puerta con un golpe de cadera. Subió las escaleras y caminó por el pasillo. Finalmente la dejó de pie ante la puerta de su dormitorio.
– ¿Quiere que llame a una doncella para que la ayude a desvestirse? -preguntó.
Cielos, ni siquiera jadeaba, mientras que ella, que había sido llevada todo el camino, casí no podía recuperar el aliento.
– N… no. Puedo arreglármelas sola.
– En tal caso, la dejo. Pasaré por la mañana, después de visitar al magistrado para informar de los acontecimientos de esta noche. -La miró con expresión seria, y Allie deseó al instante que sonriera o hiciera una broma. La sonrisa de lord Robert había hecho que su corazón palpitara con fuerza, pero esa mirada intensa e inesperada casi lo paró de golpe.
Se le secó la boca. Intentó mirar hacia otro lado, pero no pudo apartar los ojos de los de él.
– Me alegro de que se encuentre bien -dijo lord Robert en un susurro apagado.
Allie se humedeció los resecos labios.
– Sí. Y yo de que usted también.
La mirada de Robert bajó hasta sus labios y Allie contuvo el aliento. Durante un loco instante pensó que se disponía a besarla. Se quedó inmóvil como una estatua, aterrorizada de que lo hiciera. Y aterrorizada de que no lo hiciera.
Pero una sonrisa ladeada apareció en el rostro de lord Robert, rompiendo el hechizo.
– Hemos compartido toda una aventura. La mayoría de las damas que conozco prefieren ir a la ópera o de compras. Debo decir que ha demostrado ser muy hábil con el cuchillo. -Movió los dedos ante el rostro de Allie-. No falta ni uno.
Algo cálido se derramó en el interior de la joven. Cálido y totalmente inoportuno. Intentó detenerlo, pero no lo consiguió.
– Le debo mi más profunda gratitud.
Lord Robert hizo una profunda reverencia.
– Ha sido un placer, milady. -Se irguió y la miró con un inconfundible brillo en los ojos-. Sin duda ha sido una velada que no olvidaré fácilmente. -Su tono divertido desapareció y fue reemplazado por otra intensa mirada que dejó a Allie clavada-. Pero no debe aventurarse a salir sin un acompañante. Hay hombres peligrosos acechando por todas partes.
Dios, no hacía falta que se lo dijera. Y el más peligroso de todos estaba justo ante ella.
– Buenas noches, señora Brown.
– Buenas noches.
Allie entró en el dormitorio y cerró la puerta a su espalda con un ligero clic. Luego se apoyó sobre la superficie de madera; los ojos se le cerraron y respiró hondo. De hecho, era la primera vez que respiraba tranquila desde hacía horas. Él se había ido. Tendría que sentirse eufórica. Aliviada. Seguro que no debería sentirse… privada de algo.
¿Privada de algo? Tonterías. Tan sólo estaba cansada. Necesitaba dormir. Decir que el día había sido duro era quedarse muy corta.
La puerta del armario ropero estaba entreabierta. Ella no la había dejado así. ¿0 sí?
Lentamente examinó la habitación con la mirada. El cobertor de la cama estaba bien doblado, pero las almohadas parecían manoseadas. Y allí, sobre la cómoda… ¿no había dejado la botella de perfume en el lado derecho? Sí, estaba segura. Pero estaba en el lado izquierdo.
Fue hasta el armario y luego hasta la cómoda, rebuscando entre sus cosas. No faltaba nada. ¿Habría sido uno de los criados quien había movido la botella y había dejado la puerta entreabierta? Seguramente… cuando entraron a preparar la cama. Se masajeó las sienes, donde aún sentía los restos de un dolor de cabeza. O quizás ella misma había sido descuidada. Teniendo en cuenta su confusión mental… sí, era posible.
Aun así no se podía librar de la enervante sensación de que alguier había registrado sus pertenencias.
6
El mediodía del día siguiente encontró a Allie acabando un tardío e informal desayuno a base de huevos, jamón y finas lonchas de faisán. La abundante comida, junto con el bien merecido descanso y un baño caliente al levantarse, hizo que se sintiera más fresca y joven. Las muñecas y los pies aún estaban doloridos, pero sólo le producían una ligera incomodidad de la que podía olvidarse con facilidad. Justo en momento en el que el sirviente volvía a llenarle la taza de porcelana con una segunda ronda de café, Carters entró en la sala llevando una bandejita de plata.
– Un mensaje para usted, señora Brown -anunció con su sono voz, acercándole la brillante bandeja-. El mensajero ha indicado que no se espera respuesta.
Allie aceptó la misiva. ¿Sería de Elizabeth? Dio la vuelta a la vitela, rompió el sello de lacre y leyó el contenido.
Señora Brown,
He averiguado el origen del escudo de armas que me entrego. Es el emblema familiar perteneciente al conde de Shelbourne. El título proviene del siglo dieciséis, cuando al primer conde se le concedió el título y las tierras que lo acompañan en agradecimiento por los servicios prestados a la Corona. Al presente conde, Geoffrey Hadmore, lo conocen, sin duda, su buena amiga la duquesa de Bradford y su marido.
Espero que esta información le sea de utilidad, y de nuevo le agradezco su visita a mi establecimiento y la amable recomendación de la duquesa. Por favor, si hay algún otro asunto en que pueda asistirla, no dude en hacérmelo saber.
Atentamente,
CHARLES FITZMORELAND
Allie releyó la carta mientras el corazón se le aceleraba. Esas noticias la acercaban un paso más al final de su misión. Con un poco de suerte, no tardaría en devolver a su legítimo dueño el último de los bienes hurtados por David y en cerrar así ese largo, arduo y humillante capítulo de su vida.
«Gracias a Dios.»
El conde de Shelbourne. Lo único que necesitaba hacer era localizar a ese hombre y…
– Buenos días, señora Brown.
Allie alzó la cabeza de golpe y vio a lord Robert en el umbral. Vestido con un chaqué marrón oscuro y pantalones de color beige, tenía el aspecto del auténtico caballero inglés. Y resultaba excesivamente atractivo.
– Buenos días -contestó Allie, guardando la misiva en el bolsillo de su vestido de sarga negra.
Lord Robert se acercó despacio y se detuvo cuando estuvo justo frente a ella, al otro lado de la mesa. Se llevó la mano a la barbilla y fingió teatralmente que la examinaba, inclinando la cabeza a derecha e izquierda, como si fuera un crítico de arte observando una escultura.
– Ummm. Lo que sospechaba. Parece M.M.R. -Al ver la mirada interrogante de Allie, le lanzó una desenfadada sonrisa-. Mucho Más Recuperada. ¿Cómo se encuentra?
– Como dice usted, M.M.R. Las manos, los pies y la cabeza casi no me duelen. ¿Y usted?
– Muchísimo mejor que la última vez que la vi. Es sorprendente las maravillas que pueden obrar unas cuantas horas de sueño, un buen desayuno y una charla con el magistrado.
– ¿Qué le ha dicho?
– Ha encontrado el caso de lo más desconcertante. -Fue hasta el aparador, se sirvió un plato de huevos con jamón y se sentó frente a Allie en la gran mesa de caoba-. Aunque me ha asegurado que hará todo lo que esté en su mano para localizar al responsable, también me ha advertido que no es probable que se le encuentre. A no ser, claro, que lo intente de nuevo. -Le clavó una seria mirada azul oscuro-. Lo que no hará en esta mansión porque no habrá nadie a quien raptar puesto que nadie estará paseándose por el jardín. ¿Correcto?
Allie inclinó la cabeza en conformidad.
– Excelente. Y ahora, con respecto a sus planes para hoy… Lo he arreglado para que tenga un carruaje a su disposición. Yo también estoy a su disposición, encantado de escoltarla por toda la ciudad o acompañarla de compras, ayudarla en cualquier recado… lo que usted desee.
Los dedos de Allie rozaron el borde de la carta del señor Fitzmoreland.
– En realidad hay algo en lo que puede ayudarme. ¿Conoce al conde de Shelbourne?
Las cejas de lord Robert se alzaron de sorpresa. Después de lo que pareció un largo silencio, le respondió.
– Lo conozco, sí.
En sus ojos se veían las preguntas que querría formular, pero no dijo nada más, sólo la observó de una manera que la hizo preguntarse si lord Robert estaría en buenas o malas relaciones con el conde. Cuando fue evidente que no iba a decir nada más, ella insistió.
– ¿Sabe dónde reside?
El tenedor cargado de huevo se detuvo a medio camino de la boca de lord Robert, que le lanzó una mirada desconfiada, revestida de algo más que ella no supo definir.
– Las tierras de la familia están en Cornwall.
– Ah. ¿Y eso está lejos de aquí?
– Mucho. A una semana de viaje como mínimo. -Robert vio cómo el semblante de la joven se cubría de decepción, y se le ocurrió una docena de preguntas. ¿Por qué razón estaría indagando sobre Geoffrey Hadmore? ¿Cómo se habría enterado de su existencia? Se aclaró la garganta y añadió-: También mantiene una casa aquí, en la ciudad.
Una inconfundible esperanza iluminó los ojos de Allie.
– ¿Cree usted posible que se halle en Londres?
– Pienso que es muy probable. Odia el campo. ¿Por qué me pregunta por él?
La señora Brown se inclinó hacia delante y el seductor aroma de su perfume floral llegó hasta Robert. Aunque no sonreía, Robert no podía negar que era cuando más animadas había visto sus facciones, lo que a la vez lo confundió y lo irritó. Los ojos de la mujer casi destellaban. Demonios, ¿por qué tenía que ponerse tan… tan lo que fuera ante la idea de que Shelbourne se hallara en la ciudad?
– Deseo tener un encuentro con él. Lo antes posible. ¿Podría presentármelo?
Robert se inclinó hacia delante y la observó con atención. ¿Presentárselo? ¿A uno de los peores bribones de Londres? Dios santo, Elizabeth lo decapitaría. Eso sin mencionar el nudo que se le formaba en el estómago al pensar en un encuentro entre el conde, un muy buen partido, y la encantadora viuda. Era cierto que no conocía a Shelbourne muy bien, pero su reputación con las mujeres era sabida de todos. Las encandilaba, las seducía y luego solía desembarazarse de ellas con una frialdad que Robert ni entendía ni le gustaba. No tenía ninguna duda de que la hermosa señora Brown atraería el interés de Shelbourne.
«Como ha atraído el tuyo.»
Apretó los dientes ante el inoportuno comentario de su conciencia y volvió a centrar su atención en el asunto que estaban tratando. ¿Qué razón podía tener para querer conocer a tal libertino? De repente se quedó de piedra. ¿Podía ser que ya conociera la reputación de Shelbourne? ¿Sería posible que estuviera pensando en mantener una relación con ese hombre?
Apretó los puños ante esa idea. En vez de responder a la pregunta que le había formulado, le contestó con otra.
– No estaba al corriente de que usted conociera a nadie en Inglaterra excepto a Elizabeth. ¿Cómo es que ha oído hablar de Shelbourne?
– Conocía… conocía a mi marido.
Parte de la tensión de sus hombros desapareció y se reprochó mentalmente el albergar sospechas injustificadas. Lo único que la señora Brown pretendía era conocer a un amigo de su esposo. Moralmente comprensible. Y mientras él la acompañara, Shelhourne se compotaría honorablemente.
– En tal caso, enviaré una nota a su mansión para concertar una cita. Si está en la ciudad, yo la acompañaré.
Un velo pareció cubrir el semblante de la señora Brown.
– Muchas gracias. Le agradezco que envíe la nota, pero no necesito que nadie me acompañe.
Algo que se parecía mucho a los celos, pero que no podía ser tal cosa, recorrió el cuerpo de Robert, sensación que se intensificó al ver el intenso rubor que cubrió las mejillas de la mujer. Tal vez, después de todo, sus sospechas no fueran infundadas.
– Me temo que debo insistir -dijo, obligándose a sonreír-. El protocolo inglés y todo eso, ya sabe.
Un ceño oscureció la frente de la señora Brown y se mordisqueó el labio inferior. Se la veía claramente dividida entre el deseo de que Robert no la acompañara y el deseo de respetar las convenciones. Y si Robert no hubiera estado tan emocionado de verla mordisquearse el carnoso labio, se habría sentido terriblemente molesto de que rechazara su compañía.
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