Finalmente, la señora Brown asintió secamente.

– Muy bien. Podrá acompañarme.

A pesar de su enfado, Robert no pudo evitar sentirse ligeramente divertido por el tono contrariado de la joven.

– Oh, muchas gracias.

La señora Brown se levantó.

– Le dejaré para que se ocupe de su correspondencia con el conde.

– De nuevo le doy las gracias. Sin embargo, no acostumbro escribir cartas en la sala del desayuno. No hay nada peor que huevo sobre el papel. En cuanto acabe de comer, escribiré la nota.

El rubor de la joven se intensificó.

– Perdóneme. Sólo es que estoy ansiosa por…

Dejó la frase sin concluir, y Robert se encontró deseando que la acabara.

«Sí, señora Brown. ¿Qué es exactamente lo que usted está ansiosa por hacer?»

Pero en vez de satisfacer su creciente curiosidad, ella se despidió con una inclinación de cabeza.

– Como tengo mi propia correspondencia que atender, debo desearle buenos días, caballero.

Salió rápidamente de la habitación, antes de que Robert tuviera la oportunidad de replicar. Era evidente que la despedida de la señora Brown era definitiva, al menos hasta que recibiera la respuesta de Shelbourne. Y de no ser por los acontecimientos de la noche anterior, Robert la hubiera dejado que se las arreglase sola. Porque sus planes para ese día habían sido ir a visitar a su abogado.

Pero la noche anterior le había hecho cambiar de idea. Podía visitar a su abogado cualquier otro día. Hasta que la dejara a salvo en Bradford Hall, tenía la intención de no quitarle el ojo de encima.

En su mente se dibujó la imagen del hermoso rostro de la señora Brown y reprimió un gruñido. Al llegar había afirmado que dormir unas cuantas horas le había sentado de maravilla, pero su sueño había sido cualquier cosa menos reparador.

En cuanto se tumbó en el lecho, en sus pensamientos sólo hubo lugar para ella. La sensación de su cuerpo apretado contra el suyo. Su perfume que lo envolvía. Sus ojos, muy abiertos por una mezcla de miedo y fortaleza, que lo llenaban de preocupación y admiración al mismo tiempo. Y algo más. Algo cálido que cubría a Robert como la miel. Y algo ardiente que le encendía la sangre y le hacía sentirse impaciente, frustrado y ansioso. Había permanecido en la cama incapaz de apartarla de su pensamiento, y cuando finalmente había conseguido dormir, ella había invadido sus sueños. En ellos, se había desprendido de sus negros vestidos y le había indicado que se acercara. Había ido hacia ella, hambriento, pero antes de que llegara a tocarla, ella había desaparecido, como una voluta de humo. Se había despertado con un sentimiento de vacío y abandono. Y sumamente excitado.

No, no quitarle el ojo de encima no iba a representar ningún problema.

Desgraciadamente, sospechaba que quitarle las manos de encima sí que podría serlo.

Geoffrey Hadmore iba de arriba abajo en su estudio. El sol del mediodía dibujaba una brillante línea sobre la alfombra persa y las motas de polvo danzaban bajo la luz. Se detuvo ante la chimenea y miró el reloj situado en la repisa. La una y media. Habían pasado justo tres minutos desde la última vez que había consultado el maldito aparato.

¿Dónde diantre estaba Redfern? ¿Por qué no había tenido noticias de ese canalla? Sólo podía haber una razón: había fallado. De nuevo.

«¿O es que tal vez Redfern tiene la intención de traicionarme de alguna manera?»

Una mezcla de intranquilidad y furia le hizo apretar los puños. Redfern no sería tan estúpido como para intentar algo así. Geoffrey se obligó a relajar las manos, y luego flexionó los tensos dedos. No, Redfern podía no poseer una gran inteligencia, pero no era idiota. Sabía muy bien que era mejor no traicionarlo. Pero si llegase a ser tan estúpido… bueno, entonces eso sería la última estupidez que cometiera en su vida.

Se inclinó y acarició suavemente el sedoso pelaje de Thorndyke. El somnoliento mastín alzó la enorme cabeza.

– Ah, Thorndyke, si Redfern fuera tan fiable como tú, yo no estaría en este lío.

Thorndyke le contestó con un sonido profundo y gutural. Geoffrey le palmeó la suave cabeza una última vez, luego se irguió y siguió dando vueltas por la sala. De nuevo se detuvo ante el escritorio. Tomó una hoja de papel y escribió una breve nota. No se molestó en tirar de la cinta de la campana para llamar a William, sino que salió directamente al vestíbulo y le tendió la nota al mayordomo.

– Quiero que se entregue esto inmediatamente. -Indicó la dirección de Redfern-. Si se encuentra en casa, espera la respuesta. Si no, déjalo allí.

– Sí, milord.

– Estaré en el club. Llévame allí cualquier carta de él en cuanto la recibas.

Redfern sostenía en la mano el sobre lacrado. Sabía de quién procedía. Ni siquiera tenía que leer nada para adivinar qué contenía. No había respondido a las persistentes llamadas a la puerta, ni había recogido el sobre hasta que finalmente el hombre se había marchado.

Pero había llegado la hora de la verdad. Había fracasado. Fracasado cn encontrar el anillo y fracasado también en deshacerse de la señora Brown.

¿Dónde había fallado su plan? Oh, todo había empezado como un regalo, y le había ahorrado la molestia de sacarla de la casa. Incluso aporrear a aquel tipo en el callejón no había sido ningún problema.

Sí, y después de dejar a los dos fuera de juego y bien ataditos, había vuelto a la mansión. Lo único que le faltaba era encontrar el anillo. Entonces podría acabar con la señora Brown. También tendría que deshacerse del tipo. Con toda seguridad, el conde no querría ningún testigo que pudiera irse de la lengua. Quizás incluso le pediría al conde un extra, ya que tendría que matar a dos personas en vez de a una. Sí, las cosas parecían ir como la seda.

Pero, después de buscarlo durante más de una hora, no había encontrado el anillo. El pánico le recorrió la espalda. Si no encontraba el anillo, no recibiría su recompensa. Pero había mirado por todas partes. Incluso lo había puesto todo en su sitio de nuevo para que nadie sospechara nada Tendría que decirle al conde que no había ningún anillo, una perspectiva que le revolvía el estómago.

Las últimas palabras del conde resonaban en sus oídos. «Encuentra ese anillo. Y cuando lo encuentres, quiero que ella desaparezca.» Bueno, ¿y qué se suponía que debía hacer con la señora Brown si no encontraba el anillo? ¿Matarla? ¿Dejarla ir?

Pensaría en ello mientras regresaba al almacén. Seguro que para cuando llegara, ya sabría que hacer.

Pero cuando llegó allí, lo único que quedaba de la señora Brown y del tipo eran un montón de cuerdas rotas. El canalla debía de tener un cuchillo. Era una maldita mala suerte. Nunca en toda su carrera las circunstancias le habían sido tan adversas. Pero el conde no tendría ningún interés en oír hablar de circunstancias imprevisibles.

Con mano temblorosa, rasgó el sello y contempló la breve misiva. La frente se le cubrió de sudor. Aunque casi no sabía leer, comprendió lo suficiente. Era imposible malinterpretar el mensaje del conde.

Debía encontrar el anillo. Ese mismo día.

Si no, era hombre muerto.

Y Lester Redfern no tenía ninguna intención de morir.

Allie salió de su dormitorio aferrando la carta que acababa de sellar. Se apresuró a bajar por la curvada escalinata y llegó al vestíbulo. Esperaba ver a Carters, pero en vez de él junto a la puerta había un joven lacayo.

– Me gustaría que se entregara esta carta -dijo-. En la residencia londinense del conde de Shelbourne.

– Como ordene, señora. -El lacayo tendió una mano enguantada-. Me ocuparé de ello inmediatamente.

Allie le entregó el sobre, rezando para que el conde se encontrara efectivamente en la ciudad. Con suerte, lord Robert ya habría enviado su nota. Debería haberlo hecho… Lo había dejado en la sala del desayuno hacía dos horas. Sin duda había tenido tiempo más que suficiente para regresar a su casa y escribir una breve carta.

– ¿Alguna cosa más, señora Brown? -Le preguntó el joven sirviente.

– No, nada. Gracias. -Miró los dos pasillos que partían del vestíbulo en sentidos opuestos. ¿Cómo podía ocupar el tiempo mientras esperaba la respuesta? Necesitaba una distracción, algo que le ocupara la mente. De otra manera sólo se dedicaría a ir de arriba abajo impacientemente.

– Si busca a lord Robert -dijo el lacayo-, se halla en la sala de billar.

– ¿Lord Robert está aquí?

– Sí, señora. En la sala de billar. -Señaló hacia el corredor de la izquierda-. La segunda puerta a la derecha. Si no desea nada más, me encargaré de su carta.

– Gracias -murmuró Allie.

Miró hacia el corredor de la izquierda. Él estaba allí. En la segunda sala. Debería evitarlo, a él y a su turbadora presencia. A sus ojos risueños que ocultaban secretos. Sí, debía regresar a su aposento y leer. Dormir un poco. Algo. Lo que fuera. Su cabeza lo sabía, lo mismo que su corazón.

Sin embargo, sus pies no sabían nada de eso y se dirigieron directamente hacia el corredor izquierdo.

La segunda puerta estaba entreabierta. La abrió un poco más y se quedó mirando desde el umbral. Lord Robert le daba la espalda. Estaba estudiando la mesa de billar mientras sujetaba con la mano un palo estrecho y muy brillante. Vestía con los mismos pantalones beige de antes, pero se había sacado la chaqueta. Una camisa blanca como la nieve se tensaba sobre sus anchas espaldas. La mirada de Allie fue bajando lentamente, recorriendo la esbelta cintura y los ajustados pantalones. Sus ojos se posaron sobre el trasero del joven y suspiró. Pensara lo que pensara de él, no se podía negar que lord Robert estaba… muy bien hecho.

Un involuntario suspiro de pura admiración femenina se le escapó de los labios, un suspiro que, al parecer, lord Robert oyó, porque se volvió hacia la puerta. Y en vez de contemplar sus posaderas, Allie se encontró mirando fijamente su…

«Oh, Dios.»

Sin duda estaba bien hecho. Allie lo sospechaba después de lo cerca que habían estado la noche anterior, pero ya no le quedaba ninguna duda.

– Buenas tardes, señora Brown.

Estas palabras susurradas la arrancaron de su pasmo, y alzó rápidamente la mirada para encontrarse con la de él. Sus ojos azul oscuro la observaron con una mirada inquisitiva y a la vez de complicidad. Allie notó un súbito calor en el rostro, y casi no pudo resistir el impulso de cubrirse las ardientes mejillas con las manos. Quizá si rezaba con suficiente intensidad el suelo de madera se abriría y la tierra se la tragaría. Dios, la había pillado mirándolo. Y no simplemente mirándolo, sino mirándole eso.

Decidida a recobrar la compostura, alzó la barbilla y enarcó las cejas.

– Buenas tardes, lord Robert. No sabía que había regresado. -¿Regresado? No me he marchado.

– Pensé que se había ido. A escribir la carta que me prometió.

– La he escrito y la he enviado hace siglos. Tomé prestado papel de carta de Austin. Supongo que ha terminado con su propia correspondencia.

– Sí.

– En tal caso, quizá le gustaría pasear en coche por el parque. Hace un tiempo excepcionalmente bueno.

La idea de compartir un carruaje con él, sentada lo suficientemente cerca como para aspirar su aroma masculino, para observar sus ojos burlones y contemplar sus labios curvarse en esa sonrisa devastadora y traviesa, era terriblemente tentadora. Y por lo tanto totalmente prohibida.

– No, gracias contestó. Pero, por fávor, no debe dejar que le impida disfrutar de la tarde.

Interiormente se avergonzó del tono seco que había empleado. No pretendía ser tan brusca.

Pero en lugar de ofenderse, lord Robert se echó a reír.

– Ah, pero si ya la disfruto afinando mi juego. -Hizo un gesto con la cabeza indicando la mesa cubierta de fieltro-. ¿Juega?

– Me temo que no.

– ¿Le gustaría aprender?

Un «no» automático se alzó hasta sus labios, pero entonces dudó. Necesitaba desesperadamente algún tipo de distracción, y le agradaban mucho los juegos. Paseó la mirada por la mesa. Tenía casi unos cuatro metros de largo y dos de ancho. Sin duda lo suficientemente grande para mantenerse a una prudente distancia de él… mucha más distancia de la que podía proporcionarle un carruaje.

– Bueno, sí. Creo que podría ser divertido. -«Y seguro.»

– Excelente. Es un juego muy simple. Sólo hay tres bolas, una roja y dos blancas, y unas cuantas reglas. Todo lo demás es práctica y un poco de suerte. -Cruzó la sala, tomó otro afilado palo del soporte que había en la pared y regresó hasta ella.

– Esto es el taco -le dijo, tendiéndole el palo-. El objetivo del juego es ser el primero en sumar los puntos que convengamos.

– ¿Y cómo se consiguen los puntos?

– De varias maneras. -Y procedió a describirle el juego, explicándole términos desconocidos como «pot»,«carambola» y «tacada». Mientras hablaba, se inclinaba sobre la mesa y le iba mostrando las jugadas, informándole sobre bandas, agujeros y la «D».