Su voz se fue apagando, y Allie se perdió en el recuerdo. Robert la observaba, imaginándola de jovencita, indomable, divertida, traviesa y de risa fácil, dejando que los huevos le cayeran encima para divertir a un niño herido. Ésa era la mujer del dibujo que Elizabeth había hecho. ¿Dónde estaría esa mujer? ¿Habría desaparecido de forma irremediable?

Su pregunta encontró respuesta en el mismo instante en que ella lo miró.

Y sonrió.

Una sonrisa hermosa y sincera le iluminó el semblante como una flor al abrirse. Era como el sol apareciendo detrás de una nube oscura.

Le abarcó todo el rostro, formando un par de minúsculos hoyuelos en los extremos de la boca, iluminándole los ojos y cubriéndole los rasgos de puro placer y una pizca de picardía. Era, sin lugar a dudas, la sonrisa más encantadora que Robert había visto nunca.

El golpe fue como un puñetazo en el corazón. Pero antes de que pudiera recuperarse, ella le asestó otro golpe devastador. Rió. Una risa potente, alegre y traviesa, que sin duda se le hubiera contagiado si no fuera porque ya había perdido el sentido.

– Oh, debería haber visto el rostro de mamá cuando me vio -prosiguió ella, moviendo la cabeza-. No tuvo precio. Robert consiguió recuperar la voz.

– ¿Se sorprendió?

– ¿Sorprenderse? -Un sonido encantador que sólo podía describirse como una risita alegre salió de la garganta de Allie-. ¡No, cielos! Con cuatro hijos escandalosos, nada sorprendía a mamá. Ni siquiera pestañeó. Pero cuando entré en casa, la señora Yardly, la mujer más desagradable y gritona del pueblo, estaba de visita. -Imitó una mueca de desprecio, alzó la nariz y puso una voz chillona-. «¿En qué lío impropio de una señorita se ha metido ahora la marimacho de tu hija?»

Relajó la expresión y continuó con voz normal.

– Quería esconderme debajo de la alfombra, pero mamá, Dios la bendiga, miró a la señora Yardly como si acabara de crecerle una segunda cabeza. «¿Cómo, Harriet?», dijo mamá. «Me sorprende que tú no sepas que el huevo seco en el cabello y el rostro es el secreto para tener unos rizos más brillantes y un cutis más terso. Será mejor que empieces a usarlo, a partir de ahora, todos los días. A no ser, claro, que quieras tener más arrugas en el rostro.»

Se cubrió los labios con la punta de los dedos, pero no pudo contener la risa.

– Me temo que mamá puede llegar a ser muy mala.

Los labios de Robert se curvaron en una sonrisa, y aunque sabía que parecía estar totalmente relajado, un torbellino de sensaciones rugía en su interior, todas cálidas y anhelantes. Turbadoras. Y de sorprendente intensidad.

– La verdad es que parece encantadora -comentó-. Y muy parecida a la mía, que no sé cómo, simplemente alzando las cejas, puede decir más que la mayoría de gente después de un discurso de una hora. Un talento fabuloso, pero aterrador. -Miró hacia lo alto y adoptó una expresión angelical-. Claro que yo, siendo el niño perfecto, pocas veces he sido víctima de la Duquesa Alzacejas. Por desgracia, me temo que a mis hermanos no les fue igual de bien.

Allie le lanzó una mirada de duda, aún con ojos sonrientes.

– Me parece que me está contando lo que lady Gaddlestone llamaría un cuento de Banbury.

– ¿Yo? Nunca. ¿Qué le hace pensar una cosa así?

– Varias anécdotas que Elizabeth me contó en sus cartas.

Robert le restó importancia con un ademán.

– No se crea ni una palabra de lo que le diga Elizabeth, porque es evidente que sólo se entera de esos cuentos por medio de Austin, quien, naturalmente, los explica totalmente deformados para así aparecer del modo más favorable.

– Ya veo. ¿Por lo tanto usted no intentó asustar a la niñera de Caroline colocando un cubo de agua y un barril de harina sobre la puerta de su dormitorio?

– Bueno, sí, pero…

– ¿Y no retó a sus hermanos a quitarse la ropa y bañarse en el lago?

– Retar es una palabra demasiado fuerte…

– Un cuento de Banbury-concluyó ella-. Sospecho que su pobre madre tiene una arruga permanente grabada en la frente por todos los alzamientos de cejas que usted le ha hecho hacer.

– Igual a la que usted produjo en la de su madre, estoy seguro.

Se quedaron sonriéndose durante unos segundos, y Robert casi pudo notar que algo pasaba entre ellos. Una sensación de igualdad y entendimiento, pero también algo más… un conocimiento íntimo que le calentó por dentro.

– Reconozco que el dicho de lady Gaddlestone es adecuado -dijo Robert-. Al igual que otras palabras que recuerdo haberle oído decir.

– ¿Sí? ¿Cuáles?

– Dijo que usted necesitaba reírse. Y que era excesivamente seria.

Caminó lentamente hacia ella, como una polilla atraída por una llama, y se detuvo cuando sólo los separaban dos pasos. Todo rastro de diversión se borró de los ojos de la joven, y en su lugar apareció la expresión retraída y cautelosa que tenía normalmente. El impulso de alargar la mano y acariciarle la sedosa mejilla casi superó a Robert, al igual que el deseo de oírla reír de nuevo.

La mujer feliz y sonriente que había sido seguía estando en su interior. Y su breve aparición lo había cautivado por completo. ¡Y por Dios que deseaba volver a verla!

Pero por su expresión resultaba evidente que esa mujer se había retirado de nuevo tras los muros que la señora Brown había construido a su alrededor. El corazón de Robert protestó, cargado de compasión por ella.

– Sé demasiado bien lo que es que te roben la risa y tener un peso en el corazón -dijo en voz baja, incapaz de detener las palabras.

Algo que parecía furia destelló en los ojos de Allie, pero desapareció antes de que pudiera estar seguro.

– No lo entiende…

– Lo entiendo. -Le tomó la mano y se la apretó suavemente. La muerte de Nate le perseguiría durante el resto de su vida. La única diferencia entre su pena y la de la señora Brown era que ésta mostraba su tristeza y su soledad, en su vestido de luto, mientras que él había aprendido a esconder su tristeza ante el mundo.

Demonios, era joven y hermosa. Y había sufrido el mismo tipo de pérdida personal profunda que él. Merecía divertirse. Y iba a hacer todo lo posible por que así fuera.

La guió hacia la puerta.

– Vamos. Hace un día demasiado hermoso para permanecer en casa. Vayamos al parque. Hay algo que me gustaría enseñarle… Algo que le agradará.

La señora Brown dudó y él tiró suavemente de su mano.

– Por favor. Es una de las cosas que más les gusta hacer a mis sobrinos cuando están en la ciudad. Y también una de las favoritas de Elizabeth. No me lo perdonará nunca si no se lo enseño.

– ¿Qué es?

– Eso estropearía la sorpresa. -Le sonrió-. Confíe en mí.

La expresión que cruzó el rostro de la señora Brown hizo que Robert se preguntara si tal vez le había sugerido por error que hicieran añicos los muebles con un hacha. El rostro de Allic se aclaró, pero contempló durante tanto rato a Robert que éste no pudo evitar bromear.

– Le prometo que no intentaré sonsacarle secretos de seguridad nacional, señora Brown. Sólo he sugerido un paseo por el Parque, no alta traición.

Allie le sonrió.

– Claro. Lo siento. Sólo es que, por un momento, me ha recordado mucho a… mi marido.

Ya le había dicho lo mismo en otra ocasión. Robert se compadeció de ella, pero también se sintió orgulloso por el cumplido. Ser comparado con el hombre al que ella adoraba era un honor, y le hacía sentir ternura y algo más que no podía nombrar.

– Gracias. Y ahora, salgamos de aquí.

Geoffrey Hadmore estaba sentado en un sillón orejero de felpa del White's con su tercer coñac en la mano. Su reflejo en el espejo del otro lado de la sala de suntuosos paneles de madera mostraba una calma exterior que estaba muy lejos de sentir. Un dolor le martilleaba tras los ojos y la furia hervía bajo su piel, retorciéndole las entrañas.

«¿Dónde diablos estás, Redfern?»

Hizo rodar la copa de cristal entre las palmas de las manos y el ambarino licor ondeó ligeramente. En su mente se fue formando un plan y lentamente movió la cabeza asintiendo. Sí, si no recibía noticias de ese canalla antes de que acabara el día, tendría que ocuparse en persona de asunto.


Lester Redfern observó a la señora Brown y a un caballero acomodarse en el interior de un elegante carruaje negro lacado, tirado por un brioso par de caballos grises. Entraron en el parque y luego desaparecieron de su vista. ¡Ya era hora que saliera de la casa!

Se palpó la chaqueta. La pistola y el cuchillo estaban en su sitio Apretó los labios con decisión. Se caló el sombrero y se dirigió hacia la mansión.

7

Allie se hallaba sentada sobre un curvado banco de piedra en Hyd Park, bajo la sombra de un enorme sauce. Respiró hondo, pero no con siguió calmarse.

No debería haber ido al parque.

Oh, cierto, el tiempo era magnífico. Una cálida brisa estival le arremolinó el cabello, y retazos del sol de la tarde se filtraban entre la hojas, formando estrechas sombras sobre el suelo. A lo lejos veía briosos caballos y elegantes carruajes que recorrían lentamente el parque y damas y caballeros distinguidos que paseaban por los caminos empedrados.

A menos de diez metros se hallaba el carruaje que los había llevad allí. El cochero se estaba ocupando de las yeguas grises y les ofrecía sendas zanahorias que había sacado del bolsillo. Aunque no podía negar que había disfrutado del trayecto en coche, el aire fresco y el sol, tampoco podía negar que la presencia de lord Robert la intranquilizaba de una manera cada vez más alarmante. A pesar de todos sus esfuerzos para evitarlo, el joven le estaba despertando sentimientos que había creído enterrados hacía mucho. Pasar más tiempo en su compañía, cada vez más agradable, era una mala idea. Aun así había sido incapaz de resistir la invitación a dar una vuelta por el parque.

Alzando una mano enguantada para protegerse los ojos del sol, contempló al lacayo junto al carruaje entregar a lord Robert lo que parecía ser una pequeña bolsa. Luego lord Robert caminó hacia ella, con la bolsa en la mano y una sonrisa en los labios.

Allie intentó apartar la mirada, pero fue incapaz. Él se movía grácilmente, y sus fuertes piernas, enfundadas en botas, devoraban la distancia que los separaba. Un sonido de pura admiración femenina se le formó en la garganta. Cielos, era absolutamente atractivo. Sin duda, docenas de corazones femeninos debían de rendirse ante su puerta. Las ropas, hechas a medida, se le ajustaban perfectamente y le acentuaban las musculosas piernas y los anchos hombros… hombros de los que recordaba perfectamente el calor y la fuerza.

Allie apretó las manos sobre el regazo y se obligó a alejar la tentadora imagen. Odiaba sentirse tan consciente de él. ¿Qué fallo de su carácter o qué debilidad de su espíritu la dominaba y no le permitía borrar a ese hombre de su mente? Sólo con pensar en él sentía cosquilleos recorriéndole la piel. Y tenía una manera de mirarla que la hacía sonrojarse y sentirse confusa. Y anhelante. La forma en que él reía un instante y al siguiente la miraba con la expresión más seria, la confundía.

«El problema es que se parece mucho a David.»

Esa idea la dejó perpleja. ¿Era realmente ése el problema? ¿O quizá sería la aún más desconcertante posibilidad de que no fuera exactamente como David? Cierto que en muchas cosas, como su fácil encanto o los secretos que parecían destellar en sus ojos, sí que eran iguales; pero en otros aspectos no se parecía nada a su difunto marido. No mostraba la impaciencia de David. Y aunque lord Robert era solícito con ella, no la hacía sentirse una inútil y frágil pieza de porcelana, como era el caso de David en muchas ocasiones. Y la facilidad con que se reía de sí mismo, bueno, eso era algo que David jamás hubiera hecho. Sí, si fuera exactamente como David, Allie sabría cómo protegerse contra él. Pero eran esas diferencias lo que más notaba.

Repentinamente se dio cuenta de lo que estaba haciendo y se quedó helada. Dios, estaba buscando excusas para… para que le gustara. Estaba racionalizando la atracción imposible y no deseada que sentía hacia él. Estaba convenciéndose de que era aceptable.

Tenía que parar. Inmediatamente. Ya había dejado que un hombre encantador y atractivo le arrebatara el corazón y eso casi la había destruido. Nunca volvería a permitirse ser la víctima de otro hombre o de parecidos sentimientos.

– ¿Está lista? -La voz de lord Robert la devolvió a la realidad. Se hallaba ante ella, con una amplia sonrisa en el rostro-. Ésta es la versión favorita de mis sobrinos. Mire.

Dejó la bolsa en el banco junto a ella, luego metió las manos y extrajo dos grandes puñados de lo que parecían ser migas de pan. Luego puso los brazos en cruz y abrió las manos con las palmas hacia arriba.