– ¿Qué está haciendo? -preguntó Allie, curiosa a pesar de sí misma-. Parece un espantapájaros.

– Usted mire y ya verá.

Tres palomas descendieron volando. Una se posó sobre el brazo derecho de lord Robert y las otras dos sobre el izquierdo, y comenzar a picotear las migas de pan que tenía en las manos.

Sin poder evitarlo, Allie se echó a reír.

– Ahora sí que parece un espantapájaros… y uno con muy poco éxito.

– Estoy a punto de tener aún menos éxito -repuso él sonriendo.

Varios pájaros más se unieron a la diversión, y en menos de un minuto, el elegante lord Robert Jamison tuvo los brazos y los hombros cubiertos de palomas arrullando. Cuando Allie ya pensaba que no podía caber ni un pájaro más, un palomo especialmente gordo se colo sobre el elegantísimo sombrero de lord Robert.

– ¡Oh, Dios! -Una explosión de risa incontrolable surgió de el y se apretó las mejillas con las manos-. Me parece que el del sombrero se está colocando para quedarse.

– Sin duda. ¿Le gustaría probar?

Allie apretó los labios.

– Gracias, pero no soy muy aficionada a las migas de pan, y verdad, no creo que le quede sitio, ni en los brazos ni en el sombrero para mí.

Lord Robert se rió, y varias palomas agitaron las alas.

– Son muy delicadas. Tome un puñado de migas y únase a nosotros.

Instantáneamente se le ocurrió que David nunca, nunca, le hubiera propuesto una cosa así. Y su desaprobación le hubiera impedido a ella hacerlo.

«David ya no está. Puedo hacer lo que me venga en gana.»

Con un aire casi desafiante, Allie se puso en pie, metió las manos en la bolsa y sacó dos puñados de migas. Luego puso los brazos en cruz como había hecho lord Robert.

– Prepárese -dijo él riendo-. Aquí vienen.

Una gorda paloma se posó sobre el brazo derecho de Allie y empezó a picotear cuidadosamente las migas de su mano enguantada. -¡Oh!

Sin darle tiempo a recuperarse de la sorpresa, dos más se colocaron sobre su otro brazo. Un avasallador impulso de reír se apoderó de ella, pero trató de contenerse para no asustar a los pájaros. Sin embargo, sus esfuerzos fueron en vano y comenzó a reír. Las grises plumas se agitaron, luego se calmaron rápidamente; los pájaros no se preocupaban porque su percha riera.

– Me gustaría que Elizabeth estuviera aquí -dijo Allie-. Me encantaría que plasmara este momento en su libreta de dibujo. ¡Está usted tan divertido con esa paloma en el sombrero!

– Usted también está bastante cómica. Una se dirige hacia el suyo.

– Oh. -Sintió el peso del ave al posarse sobre su cabeza, y la hilaridad la consumió. Poco a poco, el manto de preocupaciones le resbaló de los hombros y cayó al suelo. Rió hasta que le dolieron los costados y las lágrimas le rodaron por las mejillas. Dios, ¿cuánto tiempo había pasado desde la última vez que riera así? ¿Desde cuándo no había disfrutado tanto? Años… aunque parecían décadas.

– Se me acaba de ocurrir un apodo adecuado para usted -dijo lord Robert, deshaciéndose de un soplido de una pluma que tenía en la barbilla-. La llamaré Madam P.E.S, por Pájaro en el Sombrero.

– Muy bien, señor PE.C.

– ¿Disculpe?

– Pluma en la Cara. Tiene una enganchada en la mejilla, y otra especialmente bonita colgada de la oreja.

Siguieron riendo varios minutos. Luego, cuando las migas se agotaron, las palomas alzaron el vuelo una a una, excepto la que lord Robert tenía instalada en el sombrero.

– Creo que usted le gusta -exclamó Allie divertida, mientras se sacudía las mangas y se colocaba bien el sombrero.

– O eso o es que ha hecho un nido. Espero que no, porque es mi sombrero favorito. -Hizo varios gestos para espantar a la paloma, pero ésta no se movió-. Al parecer tendremos un pasajero extra durante un rato. ¿Le importa?

Allie apretó los labios para contener la risa que le producía su imagen con la paloma en el sombrero, pero no lo consiguió.

– En absoluto.

– Excelente. -Le ofreció el brazo con solemnidad, y ella lo aceptó con igual pompa-. Sugiero que nos encaminemos a Regent Strett -dijo, mientras tomaban el camino empedrado, bordeado de árboles que conducía hasta su carruaje-. Ninguna visita a Londres está completa si no se pasa por las tiendas.

Allie dudó, abrumada por un sentimiento de nostalgia. Hubo un tiempo en que hubiera aceptado inmediatamente la invitación. Le había encantado pasear por las tiendas, escogiendo hermosos vestidos y frivolos sombreros. Pero en ese momento, al no contar con fondos, la idea le resultaba casi deprimente. Lord Robert la miró y, al instante, Allie se preguntó qué habría leído aquel hombre en su expresión, porque el rostro se le cubrió por lo que sólo podía ser descrito como desilusión. Si embargo, antes de que ninguno de los dos pudiera articular palabr una voz conocida los saludó.

– ¡Alberta! ¡Lord Robert!

Se volvieron al unísono y fueron recompensados con la visión de lady Gaddlestone lanzada hacia ellos, con Tedmund, Edward y Frederick tirando de sus correas. Un agobiado lacayo trotaba detrás de la baronesa, cargado con tres almohadones de fundas de colores que, evidentemente, pertenecían a la jauría de malteses.

– Vigile la falda y los tobillos -advirtió lord Robert en voz baja- Aquí vienen sir Meamucho, sir Muerdealgo y sir Rascapierna.

La risa le subió por la garganta y tosió para disimular. ¡Dios, aquel hombre era terrible!

– ¡Qué sorpresa más encantadora! -exclamó la baronesa mientras ella y los chicos se acercaban. Tiró de las correas, pero los perros siguieron avanzando, meneando la cola, directos hacia Allie y lord Robert y emitiendo agudos ladridos de júbilo desmesurado-. ¡Tedmund! ¡Edward! ¡Frederick! ¡Parad inmediatamente!

A la paloma posada sobre el sombrero de lord Robert no le gustó nada el alboroto y salió volando con un fuerte aleteo. Lord Robert se volvió hacia Allie, y ésta se mordió el labio para no estallar en carcajadas. El despegue de la paloma le había inclinado el sombrero, que se apoyaba en un ángulo precario y le cubría completamente un ojo.

– No se estará riendo de mí, ¿verdad, madame P.E.S? -preguntó en un fingido tono de severidad.

– ¿Yo, señor PE.C?-repuso ella abriendo mucho los ojos-. ¡Claro que no!

Él le guiñó un pícaro ojo azul oscuro.

– Un cuento de Banbury -concluyó.

La baronesa consiguió finalmente detener a su jauría; tenía el grueso rostro enrojecido por el esfuerzo. Lord Robert se colocó bien el sombrero y miró a los chicos.

– Sentaos -ordenó. Los chicos obedecieron instantáneamente, mirándolo con ojos devotos.

– Realmente debe explicarme cómo hace eso -jadeó la baronesa, mientras se enjugaba la sudorosa frente con un delicado pañuelo de encaje-. Estos diablillos se niegan a obedecerme cuando se excitan. Y ahora, díganme, queridos, ¿por qué están todavía en la ciudad? Pensaba que ya habrían llegado a Bradford Hall. -Una expresión preocupada le cubrió el rostro-. Espero que no haya ningún problema con la duquesa y su bebé.

– Todo va perfectamente -la tranquilizó lord Robert-. Por lo que sé, aún no soy tío de nuevo. La señora Brown tenía que permanecer en Londres unos días para solventar ciertos asuntos. La acompañaré a Bradford Hall en cuanto haya acabado.

La mirada de la baronesa iba de uno a otro y en su rostro se reflejaba un vivo interés.

– Ya veo. Te preguntaría si estás disfrutando de tu estancia en Londres, querida Alberta, pero se ve claramente que así es. La verdad es que no creo haberte visto nunca tan… animada. -Se inclinó hacia lord Robert y le susurró en voz alta-: ¿No le dije que es extraordinariamente bella cuando sonríe?

– Cierto.

Durante unos segundos, Allie contuvo la respiración, esperando a ver si él decía alguna cosa más… si compartía la opinión de lady Gaddlestone. Lord Robert no dijo nada más, Y Allie se sintió extrañamente decepcionada. Pero recuperó la cordura y con ella una fuerte irritación consigo misma. ¡Por el amor de Dios! ¿Qué le importaba si la consideraba bonita o no? Trató desesperadamente de cambiar la direcció que estaba tomando la conversación.

– ¿Cómo le va, ahora que ha regresado a su hogar, lady Gaddlestone? -preguntó rápidamente.

– Muy bien, querida. He tenido docenas de visitas y casi me he puesto al día de los últimos cotilleos. -Le lanzó una mirada maliciosa a lord Robert-. Aunque no he oído nada sobre esta supuesta nueva moda entre caballeros de llevar palomas sobre el sombrero.

– ¿De verdad? Me extraña, porque es lo último en sombreros de caballero.

– Humm. No pensaría lo mismo si esa bestia emplumada le hubiera arruinado el sombrero.

– Ah, pero hubiera sido un escaso precio a pagar.

Allie notó que lord Robert la miraba y que flexionaba el brazo por el codo, donde reposaba la mano de ella, apretándole ligeramente le dedos. Frunció el ceño. Esas palabras le sonaban demasiado familiares.

De repente cayó en la cuenta. Había repetido las palabras que el usara cuando le habló de hacer malabares con huevos para Joshua «Fue un escaso precio a pagar por verle sonreír.» El significado de las palabras de lord Robert se le hizo perfectamente claro.

La había llevado allí y había puesto en peligro su traje sólo con un propósito. Hacerla sonreír.

Se volvió rápidamente y descubrió que la estaba mirando. Aquellos ojos hermosos, llenos de picardía y calor, con su atractivo realzado por la sonrisa que le rondaba en las comisuras de los labios. Un torrente de sensaciones descendió sobre ella, confundiéndola y enterneciéndola al mismo tiempo.

Antes de que tuviera tiempo de pensar una respuesta, él volvió a centrar su atención en la baronesa.

– La señora Brown y yo nos dirigíamos hacia Regent Street. He pensado que le gustaría visitar la pastelería y tomar el té en The Blue Iris. ¿Le gustaría acompañarnos? Me encantaría oírlo todo sobre sus viajes por América.

La baronesa le dirigió una gran sonrisa.

– Querido, nada me gustaría más.

Cómodamente instalada en una lujosa silla de terciopelo azul junto a la enorme chimenea de ladrillo de The Blue Iris, lady Gaddlestone bebía su té y charlaba alegremente sobre sus aventuras en América, sin dejar de agradecer al destino su valioso don de poder mantener una conversación dedicándole sólo la mitad de su atención. Porque la otra mitad de su atención estaba centrada en la fascinante situación que se desarrollaba ante sus ojos entre Alberta y lord Robert.

Mientras regalaba a su público con historias de elegantes recepciones, iba tomando mentalmente ávidas notas.

«¡Cielos, cómo acaba de mirarla! Con esa expresión divertida, pero en cierto modo pasional. -Luchó contra el impulso de abanicarse con la servilleta de lino-. Y mira el rubor que está cubriendo las mejillas de Alberta. ¡Y esa sonrisa encantadora que acaba de dedicarle!»

Oh, no había duda de que lord Robert estaba loco por ella. Y era evidente que la querida Alberta no era en absoluto inmune al indiscutible encanto de lord Robert. Sospechaba que no se equivocaba y se obsequió con una imaginaria palmada en la espalda. Claro que pocas veces se equivocaba en asuntos de ese tipo. Tomó un sorbo de té para disimular, tras la taza de porcelana, una irreprimible sonrisa de satisfacción.

Con su expresión facial de nuevo bajo control, continuó con su relato.

– Sí, el baile de disfraces que dieron los señores Whatley en Filadelfia fue muy divertido, pero podría haber sido un completo desastre. Me enteré de que justo la noche después del baile, la mansión de los Whatley ardió.

La mano de lord Robert se detuvo de golpe a medio camino hacia su boca, y varias gotas de té se derramaron por el borde de la taza. Algo que la baronesa no supo descifrar destelló en su mirada.

– ¿Hubo algún herido? -preguntó tenso.

– No, gracias a Dios -respondió la baronesa-. Los señores Whatley no se hallaban en casa, y todos los criados consiguieron escapar de las llamas. Pero la mansión quedó completamente destruida. -Se estremeció-. Si el incendio se hubiese producido la noche anterior, con la casa atestada de invitados, no quiero ni pensar en cuánta gente podría haber resultado herida o incluso muerta.

Otra expresión extraña nubló el rostro de lord Robert y se le tensó la mandíbula. También pareció palidecer, pero seguramente sólo era un efecto debido a la tenue iluminación del salón de té, ¿o no? Aun asi mostraba un aire angustiado. Lady Gaddlestone se fijó en Alberta, que también parecía haber notado la repentina tensión en lord Robert. Pero entonces, en menos de un segundo, su expresión se aclaró, y la dejó dudando si se habría imaginado la momentánea inquietud del joven. Movió la cabeza. Ay, era terrible llegar a cierta edad; quizá necesitab anteojos.

Bueno, tal vez la reacción de lord Robert ante su relato hubiera sido sólo una imaginación suya, pero era imposible equivocarse respecto a su reacción ante Alberta. Se arrellanó más cómodamente en la silla e inició otro de los relatos de sus viajes, sin dejar de pensar en qué vestido se pondría para la boda que, sin duda, se avecinaba.