Cuando Robert se sentó sobre el asiento forrado de terciopelo gris frente a la señora Brown, en el carruaje que los llevaría de vuelta a la mansión de los Bradford, las sombras del ocaso comenzaban a oscurecer el cielo. Después de indicar al cochero que partiera, sonrió a su acompañante. Para su inmensa satisfacción, los labios de la joven se curvaron ligeramente como respuesta.

– ¿Ha disfrutado del paseo?

– Mucho. La verdad es que me costaría decidir qué me ha gustado más, si los deliciosos pasteles a los que generosamente nos ha invitado.

– Ha sido un gran placer.

– … ese té divino o la estimulante conversación.

– La baronesa habla más que mucho.

– Sí. Pero usted ya sabía eso cuando la invitó a acompañarnos y regalarnos con los relatos de sus viajes. Sabía que eso la complacería ir inmensamente. -Le lanzó una mirada que Robert no pudo descifrar y luego continuó-: Y sospecho que hubiera seguido allí sentado escuchándola hasta medianoche.

Robert sintió el extraño impulso de esquivar la mirada de la joven como si él fuera un muchacho todavía inexperto y ella le hubiera pillado diciendo una mentira.

– Como me gusta viajar, disfruto escuchando ese tipo de aventuras.

– Y yo también. Sin embargo, creo que mi momento favorito de la tarde ha sido verlo con todas aquellas palomas encima. -Evitó que sus labios sonrieran-. Es una imagen que nunca olvidaré.

– Y yo tampoco olvidaré la suya, partiéndose de risa y con una paloma en el sombrero.

Sus miradas se unieron durante varios segundos, y el corazón de Robert dio una loca voltereta. Qué ojos tan hermosos. Sus profundidades doradas le recordaban el buen coñac: cálido y penetrante. Casi se sentía emborracharse con sólo mirarla.

– Me doy cuenta -dijo ella con voz suave- de que la única razón por la que ha hecho esto ha sido para divertirme. Ha sido un detalle muy amable por su parte. -Bajó la mirada hacia su regazo-. Me ha sentado muy bien reír. Muchas gracias.

Los dedos de Robert deseaban alzarle la barbilla, pero apretó las manos y resistió. Demonios, ¿tendría idea de lo expresivos que eran sus ojos? ¿De cómo brillaban cuando reía? ¿O de la forma tan desgarradora en que reflejaban la tristeza que sin duda sentía? ¿Sería consciente de que el hecho, dolorosamente obvio, de que guardaba secretos los velaba como una sombra?

Que Dios lo ayudase, todas las veces que sus ojos se habían encontrado mientras tomaban el té, el corazón le había latido de tal forma que parecía haber corrido varios kilómetros en lugar de estar sentado en una silla. Y sus labios… Posó la mirada sobre ellos y ahogó un gemido. Aquellos labios carnosos y encantadores se habían curvado hacia arriba en cuatro ocasiones en el salón de té. Y en las cuatro ocasiones, el pulso se le había acelerado.

Al recordar su reacción no pudo evitar sentirse irritado. Ridículo. Su respuesta física hacia ella rozaba a todas luces lo ridículo. Quizás el golpe que había recibido en la cabeza le había causado algún tipo de alteración. Una buena teoría… hasta que la confrontaba con el hecho de que se sentía así de afectado desde el primer momento en que había posado los ojos en ella.

No, si tuviera que ser escrupulosamente sincero consigo mismo, diría que le había causado efecto incluso antes de verla. Su interés, o fuera cual fuera el nombre que eligiera para denominarlo, se había iniciado cuando Elizabeth le dio el dibujo de una hermosa mujer, sonriente y vibrante.

Maldición, si ya su simple imagen trazada en carboncillo lo había fascinado, debería haber supuesto que la mujer le afectaría profundamente. Y quizás, en los recovecos de su mente, lo había intuido. Pero lo que no podía suponer era que le hiciera sentirse… así. Tan alterado y frustrado.

Su mirada se posó en el vestido de luto y se le tensó la mandíbula. Por todos los demonios, aquellas ropas fúnebres lo irritaban. Tendría que estar adornada de ligeras muselinas color pastel. Ricas sedas y satenes. Pero había algo más. El hecho de que pasados tres años aún proclamara por medio de su vestimenta su devoción hacia un hombre muerto le molestaba de una manera que no se sentía inclinado a examinar. No se creía ningún santo, pero se enorgullecía de considerarse un hombre íntegro. Un hombre decente. Y con toda seguridad un hombre decente e íntegro no albergaría deseos lujuriosos hacia una mujer enlutada, no desearía borrar la imagen de su querido y difunto marido de su mente, ni se sentiría tan absoluta y dolorosamente atraído hacia ella como para devanarse los sesos buscado una excusa para tocarla.

El carruaje se paró con una sacudida, y Robert respiró aliviado cuando vio que habían llegado a la mansión. Al ayudarla a bajar del carruaje, se fijó en que ella no lo miraba y en que retiraba la mano en el instante en que sus pies tocaban los adoquines, detalles que tendrían que haberle complacido, pero que lo hicieron sentir irritado y ligeramente dolido. Recorrió el camino de entrada delante de ella, regañándose todo el trayecto.

«Ella no siente lo mismo, idiota. Está claro que no le cuesta resistirse. -Pero ¿y aquel momento en la sala de billar esa misma mañana? Estaba seguro de que entonces ella sí que había sentido algo-. Obviamente sólo ha sido una momentánea falta de juicio por su parte. Ya lo ha olvidado.»

Y él necesitaba hacer lo mismo.

Mientras subían las escaleras, la puerta de roble de doble hoja se abrió de golpe. El saludo de Robert murió en sus labios al ver el rostro preocupado de Carters. Entró apresuradamente en el vestíbulo y agarró al mayordomo por el brazo.

– ¿Qué ha ocurrido? ¿Es Elizabeth?

Carters tragó saliva y negó con la cabeza.

– No, lord Robert. Nadie está herido.

– Pero pasa algo malo.

– Me temo que sí. Lamento tener que decírselo, pero han robado en la mansión.

El cielo ya había oscurecido cuando Geoffrey subió con deliberada calma los escalones que conducían a su mansión. En cuanto puso el pie en el último, la puerta de paneles de roble se abrió hacia dentro silenciosamente, girando sobre goznes bien engrasados. Willis se inclinó mientras Geoffrey entraba en el vestíbulo.

– ¿Ha llegado algún mensaje para mí? -le preguntó al mayordomo.

– Llegaron dos a primera hora de la tarde, milord contestó Willis, tomando el sombrero, el abrigo y el bastón de su señor-. Pero no se los he enviado a White's porque ninguno de ellos procedía del caballero del que está esperando noticias. Las cartas le esperan en su escritorio.

Geoffrey apretó los puños.

– Estaré en el estudio. A no ser que llegue algún otro mensaje, no deseo que se me moleste.

– Sí, milord.

Segundos después, Geoffrey entró en su estudio privado y se dirigió directamente hacia las botellas de licor. El dolor de cabeza había aumentado hasta convertirse en un golpeteo rítmico e insoportable que le crispaba los nervios. Bebió un dedo de coñac, disfrutando del lento ardor que le bajaba hacia el estómago. El licor no le alivió el martilleo que sentía detrás de los ojos, pero sirvió para calmarle los nervios, que colgaban peligrosamente de un hilo.

¡Maldito fuera Redfern hasta el fin de sus días! Le daría una hora más. Pero si no tenía noticias suyas para entonces, se vería obligado a poner su plan en marcha. Aquella incertidumbre ya había durado demasiado. La posibilidad de que pudieran destruirlo… A veces le parecía estar volviéndose loco.

«¡No! Loco, no. Sólo es la tensión. Es sólo este inaguantable estado de suspense.»

Con una mueca de dolor, se apretó las sienes con las palmas de las manos en un inútil intento de detener aquel constante martilleo. No perdería lo que era suyo, no permitiría que eso ocurriese.

Miró la sala, los opulentos cortinajes de seda color crema que cubrían las paredes, los elegantes muebles y las valiosísimas obras de arte y una niebla rojiza pareció rodearlo, cubriéndolo de una rabia oscura que le golpeteaba en las venas y amenazaba con ahogarlo.

«Esto es mío. Todo es mío. Hasta la última mota de polvo. He vendido mi alma por ello… y no soy el único que lo hizo. De tal padre tal hijo…»

El canalla de David Brown le había robado el anillo y su caja, descubriendo así la verdad. Le había chantajeado. Y en ese mismo instante, el anillo y la prueba que podía poner en duda la validez del matrimonio de sus padres se hallaba Dios sabía dónde. Si se descubriera la verdad…

La frente se le perló de sudor y apretó con tal fuerza la copa que el vidrio tallado se le marcó en los dedos y en la palma de la mano. El corazón le palpitaba con tanto ímpetu que podía sentir los latidos en lo oídos. Respiró pausada y profundamente, intentando recobrar la compostura.

«No puedo perder el control. Debo permanecer tranquilo. Centrado.»

Se enjugó la frente con el pañuelo y luego, con pasos rápidos, avanzó sobre la alfombra persa de color marrón dorado hasta llegar a su escritorio, donde su mirada cayó sobre las dos cartas que reposaban sobre la pulimentada superficie de madera de cerezo. Alzó la que se hallaba encima, rompió el sello y recorrió el contenido con la mirada.

Apreciado lord Shelbourne

Me hallo en posesión de un anillo que pertenece a su familia. Me agradaría mucho poder devolvérselo lo antes posible. Por favor póngase en contacto conmigo en la mansión Bradford en Park Lane para concertar una cita.

Atentamente,

SRA. ALBERTA BROWN


Sorprendido, releyó la misiva y luego la arrugó en su puño. Un torbellino de pensamientos y emociones se le formó en la cabeza, y trató de imponer algún tipo de orden.

Aquella mujer tenía el anillo. Gracias a Dios. Ya no tendría que sufrir pensando en su paradero. El alivio lo golpeó como si fuera un puño, pero fue reemplazado inmediatamente por la furia que le provocaba la desfachatez de la mujer.

¿Quería devolverle el anillo? Una risa desganada surgió de sus labios. Claro que sí, pero ¿a qué exorbitante precio? Sin duda aún más de lo que su maldito marido le había exigido.

Lanzó la carta al fuego con una maldición y la observó consumirse entre las llamas. Redfern le había vuelto a fallar. Maldición, ¿por qué diantre no podía arreglárselas para robar un pequeño anillo a una simple mujer? ¿Tan difícil era esa tarea?

Se mesó los cabellos y se volvió. Su mirada cayó sobre la otra carta que esperaba en su escritorio. ¿Qué sería, una carta de chantaje? Agarró el papel, rompió el sello y se apresuró a leer las escasas líneas.

Las cejas se fruncieron y apretó los labios. Con el duque y la duquesa aún en Kent, esperando el nacimiento de su hijo, Robert Jamison hacía de acompañante de la señora Brown durante su estancia en Londres. Y Jamison quería presentarle a una mujer americana llamada Alberta Brown, cuyo difunto marido David… ¿cómo lo había escrito? Leyó la carta de nuevo. Ah, sí… «Cuyo difunto marido era uno de sus conocidos.»

La amargura le quemaba la garganta. Oh, sí, sí que David Brown era uno de sus conocidos. Rezaba una oración de gracias todos los días desde que el canalla había muerto. Su único pesar era no haber tenido el placer de rodear con sus manos el miserable cuello de Brown y apretar hasta que la vida le abandonase. De no haber sido por Brown, no se hallaría en ese maldito embrollo. ¿Y Jamison? ¿Qué sabría? ¿Estaría involucrado como algo más que un simple acompañante de la señora Brown? Por todos los demonios, no podía arriesgarse a que nadie de la familia del duque descubriera…

Llamaron a la puerta, y el ruido lo apartó de sus inquietantes pensamientos.

– Entre.

Willis atravesó el estudio con una bandeja de plata en la mano.

– Esto acaba de llegar, milord.

Geoffrey aceptó la misiva. La impaciencia le invadió al ver su nombre escrito con la inconfundible caligrafía de semianalfabeto de Redfern. En cuanto Willis salió de la habitación, rompió el sello.

Tengo el anillo. Espera a mañana.

Se quedó contemplando aquella solitaria línea, mientras la mandíbula le temblaba. Era evidente que o Redfern o la señora Brown mentían. O estaban intentando estúpidamente jugar un complicado juego con él. O quizá no…

Willis había dicho que las dos primeras cartas habían llegado a primera hora de la tarde. De repente lo comprendió y lanzó una carcajada. La señora Brown debía de haber enviado la nota antes de que Redfern robara el anillo. Ella ya no lo tenía. Pero tan rápidamente como le había llegado, el alivio que sentía se evaporó.

Quizás ella ya no tuviera el anillo, pero eso no quería decir que no hubiera descubierto el secreto. Aún podía saber… podía saber que otro hombre tenía derecho a reclamar legalmente su título.

Arrojó las notas de Jamison y Redfern a la chimenea y se quedó ante ella, agarrado a la repisa, apretando hasta que los nudillos se le tornaron blancos. Observó las llamas lamer el papel, mientras su mente trabajaba a una velocidad enfebrecida. Sólo había una solución. Tenía que reunirse con ella. Conocerla. Averiguar qué sabía, si es que sabía algo, de su secreto. Descubrir si planeaba chantajearlo. ¿Conocería ella la identidad del hombre que podía arruinarle la vida y arrebatárselo todo?