– ¿Cómo llegó el anillo a estar entre las posesiones de su marido?

– No estoy segura. David era… coleccionista. Sin duda lo compró en alguna polvorienta tiendecilla de trastos que descubriría en alguno de sus viajes.

– Seguramente el anillo es bastante valioso. ¿Planeaba simplemente devolvérselo a Shelbourne? ¿Por qué no vendérselo? -Allie alzó la barbilla con orgullo.

– No consideraba que fuera mío para poder venderlo. -Antes de que él pudiera seguir cuestionando sus motivos, Allie continuó-: Por razones que desconozco, parece ser que alguien quería ese anillo con la suficiente desesperación como para intentar dañarme y luego robarlo. Hasta ahora no conseguía imaginarme lo que alguien podía querer de mí.

– Pero ahora está claro que querían el anillo. Y que estaban dispuestos a hacerle cualquier cosa con tal de conseguirlo. -Frunció el ceño con evidente preocupación-. Como los ataques comenzaron a bordo del barco, esa persona debe de haberla seguido desde América. ¿Quién sabía que ese anillo estaba en su poder?

– La única persona a la que le dije algo y a quien se lo enseñé fue al joyero.

El ceño de lord Robert se hizo más pronunciado.

– Quizás el anillo fuera más valioso de lo que el joyero le hizo creer, y quería apoderarse de él. ¿Le mencionó que tenía planeado viajar?

– No. Y le aseguro que él no se hallaba a bordo del Seaward Lady.

– Podría haber pagado a alguien para que la siguiera.

Allie reflexionó sobre eso durante unos instantes, luego hizo un gesto de asentimiento.

– Supongo que es posible. Pero ahora que quien sea que quería el anillo ya lo tiene, estoy segura de que no me molestarán más.

Allie le miró a los ojos. La expresión de lord Robert era indescifrable, pero muy intensa. Después de un largo momento, su mirada se posó en los labios de Allie.

Sus ojos parecieron oscurecerse y una mirada que ella hubiera jurado que era de deseo llameó en su interior.

La excitación la recorrió como fuego. Se lo imaginó acercándose a ella, inclinándose y rozándole los labios con los suyos. Sintió un cosquilleo en la boca, como si él realmente la hubiera acariciado, y se mordió el labio inferior para acallar esa turbadora sensación.

Incapaz de soportar la intensidad de su mirada, Allie contempló la alfombra mientras trataba de recobrar el equilibrio.

– Lamento mucho que se haya visto envuelto en esto, lord Robert -dijo en voz baja-, y también lamento que hayan robado objetos pertenecientes a su familia como resultado. No sé cómo los repondré, pero…

Lord Robert le tocó la barbilla con los dedos, interrumpiendo sus palabras. Le alzó la cabeza suavemente hasta que sus ojos se encontraron.

– Sólo eran objetos, señora Brown, y sin ninguna importancia. Debemos dar gracias de que ninguno de los dos haya resultado herido de gravedad. Las cosas se pueden reemplazar, las personas, no… -Un músculo le tironeaba en la mandíbula, y algo pasó por sus ojos. Algo oscuro, obsesivo y cargado de dolor. Luego, tan rápido como había aparecido, su expresión cambió. Era la misma expresión que Allie le había visto por un instante en The Blue Iris.

Una curiosidad de la que no se podía librar la impulsó. ¿Qué secretos escondía aquel hombre? ¿Cuál había sido la falta en su pasado a la que había aludido lady Gaddlestone? ¿Era su comportamiento del mismo tipo que el de David?

Una parte de ella rechazó al instante la posibilidad de que lord Robert fuera capaz de actos criminales, pero se obligó a dejar a un lado esa inclinación involuntaria e indulgente. Después de todo, casi no lo conocía. Y además lo importante no era qué secretos ocultaba o qué había hecho; que tuviera secretos y que hubiera hecho algo ya eran razones suficientes para estar alerta y mantener la distancia.

La mano de lord Robert abandonó la barbilla de Allie y él se apartó unos pasos.

– Dígame, ¿han destruido todos sus vestidos?

Allie luchó contra el impulso de colocar sus dedos sobre el lugar que acababan de abandonar los de él, y conservar así el calor que le había dejado sobre la piel.

– No todos. Aún me quedan dos, el que llevo y otro.

Lord Robert asintió abstraído, con la cabeza claramente en otro lado. Allie aprovechó ese momento para dirigirse hacia la puerta. Con suerte, habría abandonado su compañía antes de que se le ocurrieran más preguntas.

– Si me disculpa, me gustaría retirarme.

Lord Robert se volvió hacia ella, con una expresión de sorpresa como si hubiera olvidado que la joven se hallaba en la sala.

– Claro. Estoy seguro de que ya habrán ordenado su dormitorio. Buenas noches, señora Brown.

Allie murmuró sus buenas noches y se apresuró a salir de la habitación. En parte, había esperado que él saliera de la biblioteca con ella, para dirigirse a su propia residencia, pero al parecer tenía la intención de quedarse un rato más. No podía negar que su presencia en la mansión la hacía sentirse más segura, pero al mismo tiempo la alteraba dolorosamente. Y cada vez temía más sus propias reacciones.

Con voluntad propia, su mano se alzó hasta su rostro y le rozó la barbilla con la punta de los dedos. Dios, lord Robert casi no la había tocado, pero aun así había sentido esa suave caricia como si fuera un rayo. Y la forma en que la había mirado…

Se llevó los dedos a los labios. Él había deseado besarla. No tenía ninguna duda. Se lo había visto en los ojos. Un suspiro susurrado salió de sus labios, y sintió el calor del aliento contra los dedos. ¿Qué habría hecho si él se hubiera atrevido?

Derretirse. En un tembloroso charco de deseo. Y luego…

Se obligó a parar y, con una exclamación de disgusto, bajó la mano. Con la intranquilidad retorciéndole las entrañas, recorrió el corredor hasta llegar a las escaleras.

Qué Dios la ayudara, los sentimientos que le inspiraba lord Robert la aterrorizaban. Eran exactamente las mismas emociones soñadoras y poco prácticas que le había despertado David… excepto por un detalle.

Los sentimientos que lord Robert despertaba en ella eran aún más intensos.

Robert contempló las llamas, abrumado por los recuerdos. Procuró detenerlos, pero los peligros a los que se enfrentaba la señora Brown, junto con el relato de lady Gaddlestone en The Blue Iris y sus propias palabras momentos atrás hicieron que los recuerdos del pasado regresaran como una gigantesca ola, arrastrándolo todo a su paso.

«Las cosas se pueden reemplazar, las personas, no.»

La señora Brown le había dado una explicación, pero tenía la fuerte sospecha de que no le había contado toda la historia que había detrás del anillo. Con todo, había decidido no presionarla más, ya que no le iba a decir nada nuevo. Sin embargo, aquella mujer había corrido verdadero peligro. Y era muy probable que aún lo corriera. La idea de que algo pudiera pasarle…

Apretó los puños y tensó la mandíbula. ¡No! No le sucedería nada malo. Se encargaría personalmente de eso. Le había fallado a Nate. No volvería a fallar. Con nuevas fuerzas, paseó por delante de la chimenea.

Al diablo con el decoro, se quedaría en la mansión en lugar de regresar a su residencia. Después de todo, Elizabeth nunca le perdonaría si algo le pasara a su amiga.

«Tú nunca te lo perdonarías», le informó su voz interior.

Bueno, claro que no. No quería que nadie sufriera daño… no sólo ella en particular.

Dejó escapar un gruñido y se pasó las manos por los cabellos. ¿A quién demonios estaba intentando engañar con todas esas tonterías? Claro que no quería que nadie sufriera daño, pero era vital, crucial que ella no sufriera el más mínimo daño.

Otro gruñido salió de sus labios. Fue hasta el sofá de cuero, se sentó pesadamente sobre el cojín y se frotó los cansados ojos con las manos.

Demonios, había estado a punto de besarla. Lo había deseado con tal intensidad que casi podía sentir su sabor en la lengua… Lo había anhelado con tal fuerza que había llegado a asustarse, porque de alguna manera sabía que ocurriría algo mucho más serio que un simple roce de labios.

Al infierno. La atracción que sentía hacia ella aumentaba a cada momento. Admiraba su valor. No se había quejado ni una sola vez durante todos los infortunios que había padecido. Robert respetaba el esfuerzo y el gasto que había realizado para descubrir al dueño del anillo e intentar devolvérselo, sin ganar nada a cambio. Y que alguien hubiera intentado lastimarla, que pudiera seguir estando en peligro, era algo que despertaba todos sus instintos de protección.

Y luego, sin duda estaba su físico, que lo atraía de una manera como nunca antes había sentido. Conocía a muchísimas mujeres hermosas, pero ninguna le había afectado tanto como ella. Había algo en sus ojos… a pesar de sus valientes palabras y acciones, había algo de soledad y temor, de tristeza y vulnerabilidad en su mirada, que le robaba el corazón. El contraste entre la mujer real y la mujer del dibujo lo fascinaba.

– iAggg! -Inclinó la cabeza hacia atrás, cerró los ojos y exhaló largamente. Maldición, no quería sentirse así. No con aquella mujer, cuyo corazón pertenecía a otro hombre y cuyo hogar se hallaba en otro continente. ¿Por qué demonios no podía sentir todo eso por una muchacha inglesa y sin complicaciones?

¿Y qué diantre iba a hacer al respecto?

Al día siguiente, Allie entró en la sala del desayuno poco después del amanecer, y se detuvo como si se hubiera golpeado contra una pared de cristal.

Lord Robert estaba sentado en el otro extremo de la pulida mesa de caoba, bebiendo de una taza de porcelana y hojeando el periódico.

Dios, ¿qué estaba haciendo allí tan temprano? Ya sabía que aquel día aparecería por la mansión, pero esperaba tener las horas de la mañana para preparar mentalmente su encuentro. Resultaba evidente que no iba a poder darse ese lujo, porque allí estaba sentado, fuerte y masculino, enfundado en una chaqueta azul, una camisa blanca como la nieve y con un pañuelo al cuello perfectamente anudado.

Lord Robert alzó la vista del periódico y sus ojos se encontraron con los de Allie por encima de la taza de porcelana. ¡Que el cielo la ayudara si la miraba como lo había hecho la noche anterior!

Pero sus miedos eran infundados, porque tan sólo le sonrió amistosamente.

– Buenos días, señora Brown. Se ha levantado temprano esta mañana.

Allie tragó saliva para humedecerse la reseca garganta.

– Lo mismo podría decir de usted, lord Robert.

– Ah, bueno. Soy un pájaro matutino -repuso, dejando la taza sobre el platito-. Por favor, desayune conmigo. Los huevos escalfados están especialmente buenos.

Allie avanzó hasta el aparador, aspirando el delicioso aroma de café que impregnaba el aire, y se sirvió dos huevos, varias lonchas finas de jamón y una gruesa rebanada de pan recién horneado.

Se sentó en una silla frente a él y lo oyó reír por lo bajo.

– Debe de ser cosa de familia -dijo lord Robert.

– ¿Disculpe?

– Sé que Elizabeth y usted son primas lejanas. -Hizo un gesto con la cabeza indicando el abundante plato-. Está claro que el gusto por un desayuno de sanas proporciones es cosa de familia. Siempre bromeamos sin piedad sobre el cariño que le tiene Elizabeth a la primera comida del día.

– Siempre ha sido mi favorita -repuso la joven mientras extendía la servilleta sobre su regazo-. Un día, cuando Elizabeth y yo teníamos ocho años, nos retamos a ver quién podía comer más huevos en el desayuno.

– Así que ha usado huevos para más cosas que para dejarlos caer sobre su rostro.

– Me temo que sí.

– ¿Y quién ganó la competición?

El recuerdo la llenó de tierna nostalgia.

– Ninguna de las dos. Mientras intentábamos tragarnos el séptimo huevo, mamá nos hizo parar. Las dos tuvimos fuertes dolores de barriga el resto de la mañana, y mamá no se compadeció de nosotras en absoluto.

Lord Robert rió, y los ojos de Allie se clavaron en la forma en que sus firmes labios se tensaban sobre los dientes, blancos y parejos.

– Al menos compitieron con huevos. Recuerdo haber lanzado un reto similar a Austin, pero con pastelillos.

Allie enarcó las cejas.

– Suena muy divertido, la verdad.

– No cuando los pastelillos están hechos de barro. -Los ojos le brillaron de pura picardía-. Claro que Austin desconocía ese detalle cuando aceptó.

– Oh, vaya. ¿Qué edad tenía usted?

– Acababa de cumplir cinco años. Austin tenía nueve. -Una risita le surgió de los labios-. Gané. No tuve que comer más que una cucharada, porque Austin se rindió en cuanto probó un poco.

– Sin embargo, tengo la sensación de que usted hubiera comido mucho más que una cucharada si eso hubiese sido necesario para ganarle. -Lord Robert inclinó la cabeza asintiendo.

– Absolutamente. Siempre juego para ganar. Aunque hasta el día de hoy recuerdo claramente lo horrible que sabía el barro.- Hizo una mueca cómica y tembló exageradamente-. Nunca más.