Un lacayo apareció junto a su codo y Allie aceptó el café agradecida. Podía sentir el peso de la mirada de lord Robert sobre ella, pero como no quería perderse en sus ojos azul oscuro, dedicó toda su atención al desayuno con el celo de un científico ante un microscopio.

– ¿Ha dormido bien? -le preguntó él pasado un momento, cuando el único sonido era el de los cubiertos chocando contra el plato.

«No. He dado vueltas y más vueltas casi toda la noche, y la culpa es toda tuya.»

– Sí, gracias. ¿Y usted?

Después de todo un minuto sin que él le respondiera, Allie se arriesgó a alzar la vista de las lonchas de jamón y echarle un vistazo. Y casi se atragantó.

Tenía la mirada clavada en sus pechos.

Toda la tensión que se había aliviado con el amable saludo y la amistosa conversación, regresó de nuevo acompañada de una tormenta de calor. Para su horror, notó que se le endurecían los pezones. Y para su absoluta vergüenza, estaba claro que Robert lo había notado, porque sus ojos se oscurecieron y respiró entrecortadamente.

Allie sintió que el rubor le cubría las mejillas. Tenía que tomar la servilleta o cruzar los brazos o cualquier cosa, pero se dio cuenta de que no podía moverse. Un doloroso anhelo la invadió, devolviendo a la vida terminaciones nerviosas que habían estado aletargadas durante tres largos años.

De repente, lord Robert alzó la mirada y Allie se quedó sin respiración al ver el inconfundible deseo que manaba de sus ojos.

– No -dijo él, con voz baja y ronca-. No he dormido en absoluto bien.

– La… lamento oír eso.

«Por favor, por favor, deja de mirarme así. Me hace sentir cosas que no quiero sentir… Me hace desear cosas…»

Lord Robert tomó la taza de café, rompiendo su hipnótica mirada, y Allie sintió que el alivio le relajaba algunos de los tensos músculos.

– Pero, claro, pocas veces duermo bien si no estoy en mi cama -continuó él-. He pasado la noche aquí.

El corazón de Allie se detuvo un instante. Sólo unos cuantos metros los habían separado la noche anterior.

– Ah, ¿sí?

– Sí. En vista de los peligros a los que se ha enfrentado, además del hecho de que no sabemos si puede haber próximas amenazas, consideré que sería lo mejor. Envié un criado a mi residencia ayer por la noche para que recogiera lo necesario. Planeo quedarme aquí hasta que salgamos para Bradford Hall, lo que puede ocurrir muy pronto. -Metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y extrajo una nota-. Esto llegó ayer por la noche después de que usted se retirara. Lo envía Shelbourne. Nos ha invitado a visitarle esta mañana. No he contestado todavía, porque no sabía si usted aún querría reunirse con él en vista de que ya no tiene el anillo. Como él no sabe que usted lo tenía…

– Sí que lo sabe. Le escribí una carta ayer explicándoselo. Quería que supiese que tenía el anillo y que deseaba devolvérselo. -Respiró profundamente-. Me siento terriblemente mal por tener que decirle que ya no está en mi poder, pero no tengo alternativa.

Lord Robert se levantó y dejó la servilleta sobre la mesa.

– En tal caso, le escribiré inmediatamente, diciéndole que nos espere. Si me disculpa…

Aunque intentó no hacerlo, Allie contempló la imagen de lord Robert en el enorme espejo de marco dorado que colgaba sobre el aparador de caoba. Cuando salió por la puerta, exhaló un aliento que no sabía que estaba reteniendo y luchó contra el fuerte impulso de abanicarse con la servilleta.

No había ninguna duda: lord Robert estaba tan guapo saliendo de una habitación como entrando en ella.

Robert venció la tentación de poner cara de pocos amigos cuando el conde de Shelbourne se inclinó sobre la mano de la señora Brown.

– Es un placer -dijo el conde-. Al parecer, Jamison siempre conoce a las mujeres más hermosas. Me siento muy honrado de que nos haya presentado. -Colocó la mano de la señora Brown sobre su brazo y la condujo hasta un abultado sofá cercano a una pared del bien amueblado salón. Se sentó junto a ella, colocándose de tal modo que Robert se vio obligado a sentarse a varios metros de distancia en un sillón orejero.

Mientras se sentaba en el sillón, del que tuvo que admitir a regañadientes que era muy cómodo, observó en silencio a Geoffrey Hadmore y a la señora Brown. Con sus hermosos ojos marrón dorado muy abiertos y mostrando su angustia, la joven relató a Shelbourne, como lo había hecho a Robert la noche anterior, el hallazgo del anillo entre las pertenencias de su marido y que había descubierto que le pertenecía a él. Después le explicó la historia del robo, disculpándose una y otra vez, y le prometió devolverle el anillo inmediatamente, si lo recuperaba.

Shelbourne, con los oscuros ojos destellando calidez y admiración, le tomó la mano entre las suyas.

– Querida, sin duda ese anillo no era más que una chuchería barata que alguno de mis tíos o primos vendió o regaló. Y no puedo echar en falta algo que ni siquiera sabía que existiera. Aunque aprecio en mucho los esfuerzos que ha realizado para devolvérmelo, no debe volver a pensar en ello. Ahora tiene que hablarme de América. Un lugar fascinante. Me encantaría viajar allí alguna vez…

Robert se removió en su asiento e intentó no prestar atención a las palabras de Shelbourne. Por todos los demonios, resultaba un esfuerzo terrible no mostrar su impaciencia con toda la palabrería que salía de los labios del conde. Si hubiera estado dirigida a alguien que no fuera la señora Brown, no le habría prestado ninguna atención y simplemente habría disfrutado del té y de lo que parecían ser unas galletas excelentes que reposaban sobre una ornada bandeja de plata. Pero como toda la atención de Shelbourne y todo su encanto se dirigían hacia la señora Brown, Robert apretaba los dientes de irritación.

En ese momento, el mastín de Shelbourne entró en el salón, el golpeteo de sus enormes patas silenciado por la alfombra persa de color marrón y azul. Robert se palmeó la rodilla invitando a acercarse a la bestia, de la cual recordaba, por paseos en el parque, que llevaba por nombre Thorndyke y cuyo enorme tamaño escondía un carácter de gatito mimoso.

Detectando a un amigo, Thorndyke trotó y colocó la enorme cabeza sobre el muslo de Robert, mirándolo con una expresión cariacontecida. Robert acarició el cálido pelaje del animal y luego compartió una galleta con él. Thorndyke lo miró con una devoción canina que proclamaba que a partir de ese instante eran amigos para toda la vida.

Robert lanzó una mirada a la pareja del sofá y su irritación se multiplicó inmediatamente al observar el atractivo rubor que reñía las mejillas de la señora Brown.

– Es muy amable por su parte decir eso, lord Shelbourne -murmuró la joven.

Maldición, ¿qué diantre habría dicho Shelbourne? Estaba tan contrariado que se lo había perdido. Sin embargo, no se perdió la susurrada respuesta de Shelbourne.

– Por favor, llámame Geoffrey. -Una sonrisa lenta y admirativa, similar a las que Robert había visto a Shelbourne lanzar a numerosas mujeres, se dibujó en el rostro del conde-. No veo ninguna razón para comportarnos con tanta formalidad, ¿no crees? ¿Y puedo llamarte Alberta?

– ¡Dios, pero qué hora es! -exclamó Robert, poniéndose en pie de un salto y sacudiéndose de los pantalones las migas de las galletas, que Thorndyke despachó inmediatamente-. No tenía ni idea de que fuera tan tarde. De verdad que tengo que irme. Una cita importante, ya sabes.

La señora Brown pareció sorprenderse, pero rápidamente agarró su bolso de rejilla. Shelbourne se puso en pie y lanzó a Robert una mirada que sin duda intentaba ser agradable, pero que no acababa de ocultar la irritación que había en sus ojos.

– Si debes irte, Jamison, no te retendré, claro. Pero no hay ninguna necesidad de que la señora Brown se vaya tan pronto. Estaré encantado de acompañarla a su residencia en cuanto nos hayamos conocido un poco más.

«Apuesto a que sí.»

Dibujando una sonrisa que imitaba a la de Shelbourne, Robert negó moviendo la cabeza con aire apesadumbrado.

– Una oferta muy generosa, Shelbourne, pero me temo que es imposible. La cita es de la señora Brown, y por lo tanto debe estar presente.

Shelbourne lo miró fijamente durante unos instantes. Robert mantuvo una expresión completamente neutra. Sin duda, el conde hubiera deseado discutir el asunto, pero se volvió hacia la señora Brown, que se había puesto en pie y esperaba junto al sofá.

Shelbourne le tomó la mano, se la llevó a los labios y le plantó un beso excesivamente largo en la punta de los dedos, aumentando la irritación de Robert en varios grados.

– Estoy desolado de que debas marcharte tan pronto -dijo Shelbourne- pero estoy encantado de que nos hayan presentado. No es muy frecuente que mi hogar sea honrado con la presencia de semejante belleza.

Robert tuvo que contener el impulso de arrastrar a Shelbourne a la calle y presentarle a los adoquines. Con la cabeza por delante. El canalla estaba mirando a la señora Brown como si fuera un trozo de tarta azucarada al que quisiera mordisquear.

Tomándola del brazo con un aire posesivo que hizo que Robert apretara los puños, el conde se dirigió con la señora Brown hacia el vestíbulo.

Como la anchura del pasillo sólo permitía el paso de dos personas, Robert se vio obligado a avanzar detrás.

– Me encantaría continuar con nuestra conversación… Alberta. ¿Me harías el honor de permitirme acompañarte a la ópera esta noche?

– Muchas gracias -repuso Alberta calladamente-, pero como estoy de luto, me temo que no puedo aceptar.

«Ja! Mira, ¿no ves que está de luto, depravado? Así que será mejor que le eches el ojo a otra.»

La ópera, claro. Robert conocía lo suficientemente bien a Shelbourne para saber que la música era la última cosa que tenía en mente. Reconocía ese brillo concupiscente en los ojos del conde.

«Pues claro que lo reconoces -le replicó su conciencia-. Es el mismo que aparece en tus propios ojos al mirar a la encantadora señora Brown.»

Su irritación aumentó un grado más y envió a su conciencia al diablo. Sí, ella le despertaba deseos concupiscentes. Pero, como mínimo, él sabía cómo debía comportarse. Shelbourne, Robert estaba convencido, no se lo pensaría dos veces. Sí, a diferencia de Shelbourne, él no iba a hacer notar su deseo a una mujer que aún lloraba a su difunto marido. No, él calmaría esos anhelos con una amante.

Frunció el ceño. Palabrería. Él no tenía una amante en ese momento. Había estado demasiado ocupado buscando una esposa.

Bueno, simplemente redoblaría sus esfuerzos para encontrar esposa y entonces le presentaría sus deseos concupiscentes a ella. Encontraría una hermosa jovencita inglesa, se casaría con ella y…

En ese momento, la señora Brown se volvió hacia él y sus miradas se encontraron. El efecto fue como un golpe en sus partes bajas. Apretó la mandíbula, aceptando la verdad como si fuera el toque de difuntos. Iba a ser muy difícil buscar una esposa cuando ni siquiera podía pensar en otra mujer que no fuera la que lo estaba mirando en ese mismo instante.

En su estudio privado, Geoffrey apartó el cortinaje color rojo borgoña y contempló el carruaje que se llevaba a Jamison y a la señora Brown hasta que desapareció de su vista. Por primera vez en lo que le habían parecido décadas, se permitió un suspiro de alivio.

Ni el comportamiento ni la conversación de la señora Brown habían dado a entender que ella conociera su secreto. Por supuesto, podría tratarse de una actriz consumada, pero una vez que el anillo estuviera en su poder lo que ella supiera no tendría la menor importancia. Él haría desaparecer la evidencia. Y ataría los cabos sueltos.

En ese momento vio a Lester Redfern, que caminaba con paso decidido hacia la casa. Hablando de cabos sueltos…

Oh, sí. En cuestión de minutos, el anillo sería suyo y la pesadilla que lo había perseguido durante tanto tiempo llegaría a su fin.

– No sabía que tuviera ninguna cita -dijo Allie mientras el carruaje avanzaba lentamente por las atestadas calles. Lo cierto era que habría contradicho a lord Robert en su obvia mentira si no hubiera estado tan ansiosa por marcharse. Sin duda tendría que haberse sentido halagada por el obvio interés del apuesto conde, pero todo lo contrario, sus atenciones le habían resultado repulsivas.

– Claro que no -contestó él mientras una sonrisa infantil le iluminaba el rostro-. Esta cita es una sorpresa.

Dios, qué difícil era resistirse a esa sonrisa, pero debía hacerlo. Por su propia tranquilidad.

– Me temo que no me gustan mucho las sorpresas -replicó ella tensa-. ¿Adónde nos dirigimos?

– A ningún lugar siniestro, señora Brown, le doy mi palabra. Simplemente he concertado una cita para usted con la modista. Pensé que desearía reemplazar los vestidos que le destrozaron.