– ¿Tiene intención de aceptar? -preguntó, mucho más fríamente de lo que pretendía-. Creía que necesitaba esta noche para prepararse para el viaje de mañana.

– La verdad es que es cierto, pero no puedo rechazar la invitación del conde. Véalo usted mismo -le respondió, tendiéndole la carta.

Robert leyó las escasas líneas, y notó que se le tensaba el mentón al pasar por la frase «oportunidad de conocernos mejor».

– ¿Tienen la caja de la que habla?

– Sí. Supongo que se la debería haber llevado esta mañana, pero no se me ocurrió hacerlo. Lo más seguro es que me hubiera deshecho de ella al hacer la maleta esta noche. Es una caja oxidada y abollada por encima. Me alegra especialmente poder devolvérsela, sobre todo porque no le puedo devolver el anillo.

– Así que desea aceptar la invitación sólo para devolverle una caja oxidada y abollada.

– Sí. Lo considero un asunto de honor. ¿No lo haría usted?

– Sí, supongo que sí -admitió él, con un humor levemente mejor-. Sin embargo, debo advertirle que Shelbourne tiene… una cierta fama con las mujeres. -Casi se atragantó ante esa benigna descripción, pero no veía la necesidad de predisponerla en contra del conde con la pura verdad: que Shelbourne era un libertino hastiado sin ningún escrúpulo en lo referente a las mujeres. Pero si resultaba ser necesario, le diría toda la verdad-. Elizabeth no me perdonaría si permitiera que usted estuviera a solas con alguien que puede manchar su reputación. Por lo tanto, insisto en acompañarla.

La señora Brown pareció aliviada.

– Muchas gracias. Porque aunque siento que debo ir, no tengo ningún deseo de cenar a solas con el conde.

Humm. Estaba claro que Shelbourne era el único en desear que se conocieran mejor. Excelente. Y aunque no era muy correcto invitarse a cenar, en esas circunstancias no tenía alternativa. Y saber que eso irritaría aún más a Shelbourne le animó mucho.

– Entonces enviaré una respuesta diciéndole que espere a dos invitados. -Consultó su reloj-. Tenemos casi dos horas antes de tener que partir. Como estaremos fuera esta noche, sugiero que usemos este tiempo para prepararnos para el viaje de mañana.

– Un plan excelente. -Con una pequeña inclinación de cabeza, la señora Brown comenzó a subir las escaleras y desapareció de su vista al torcer por el pasillo que llevaba a su dormitorio.

Robert se dirigió al estudio de Austin, con la intención de usar su papel de carta. Tenía que enviarle la respuesta a Shelbourne. Y después tenía otra carta que redactar, mucho más importante.

Allie entró en el dormitorio y se dirigió directamente hacia la cómoda de caoba. Alzó la oxidada caja y se la puso en la palma de la mano.

– Estaré encantada de perderte de vista -le susurró a la abollada caja-. En cuanto te haya devuelto, seré libre.

Por fin David y todo el daño que causó serían exorcizados de su vida, aunque sospechaba que aún le quedarían unos cuantos demonios rondando.

Incluso así, un profundo alivio la invadió. Finalizada su misión, podría disfrutar de su visita a Elizabeth. Seis maravillosas semanas en la campiña inglesa, con nada más apremiante que hacer que ponerse al día con su amiga de la infancia y dejar atrás los últimos retazos de su pasado. Luego regresaría a América…

Para nunca volver a ver a lord Robert.

Esas inoportunas palabras aparecieron en su mente sin ser llamadas. Completamente irritada porque de nuevo él se hubiera entrometido en sus pensamientos, volvió a dejar la caja sobre la cómoda, pero evidentemente con más energía de la que pretendía, porque oyó un ligero chasquido.

Alzó la caja de nuevo, examinó la superficie pulimentada de la cómoda y comprobó con alivio que no le había causado ningún daño. Luego puso la caja a la altura de los ojos.

El fondo parecía estar separándose. Intentó ponerlo en su lugar apretando ligeramente, pero en cuanto hizo presión, toda la caja se abrió en dos partes.

– Oh, Dios. -Contempló las piezas consternada, un sentimiento que rápidamente fue reemplazado por el de sorpresa. Al parecer, una de las partes era un fondo falso. Con un papel doblado oculto en un pequeño hueco.

10

Allie fue hacia la luz del sol poniente, que aún entraba por la ventana, y miró con el ceño fruncido el papel amarillento oculto en el doble fondo. ¿Sería algo que había pertenecido a David? Dispuesta a descubrirlo, sacó el papel con cuidado y lo desdobló. Podía ver que había algo escrito, pero estaba muy desvaído. Acercó el papel a la luz e intentó descifrar las palabras. Parecían ser de una lengua extranjera que era incapaz de reconocer. Aunque ella no era una experta, no creía que se tratase de francés, español o latín.

Contempló la nota de nuevo. ¿Podría ser que estuviera escrita en gaélico? David conocía esa lengua. Muchas veces, en momentos de pasión, le había susurrado en la oscuridad palabras románticas y hechiceras que ella no entendía. Era gaélico, le había dicho él. Frases que había aprendido en sus numerosos viajes a Dublín, cruzando el mar de Irlanda desde su Liverpool natal.

Sintió una consternación que no tenía nada que ver con el haber roto la caja. Si esa nota tenía algo que ver con David, era posible que aún no pudiera dejar atrás su pasado. La tentación de volver a doblar la nota y meterla de nuevo en la caja, o mejor aún, de destruirla, de tirarla al fuego, casi la abrumó.

«Nadie lo sabrá»

Esas palabras resonaron en su mente con irresistible persuasión. «Nadie lo sabrá.» ¿Qué importaba si la nota tenía que ver con David? Estaba muerto. No le debía nada.

«Destrúyela. Nadie lo sabrá.»

Pero algo la retenía. Nadie lo sabría, excepto ella misma. Y por mucho que deseara que no fuera así, su conciencia, por no hablar de su curiosidad, no la dejaría tranquila si al menos no intentaba descifrar el contenido de la nota. Y tal vez no tuviera nada que ver con David. Quizá perteneciera a lord Shelbourne, a quien, después de todo, pertenecían el anillo y la caja. Y si esa nota era propiedad del conde, entonces no podía destruirla. Debía devolvérsela.

Pero que David hablara gaélico, junto con todo lo demás que sabía sobre él… No, no podía negar la posibilidad real e inquietante de que la nota estuviera de alguna manera relacionada con su difunto marido.

Exhaló un inquieto suspiro. Descubrir el contenido significaba tener que enfrentarse a la posibilidad de que esa nota pudiera aportar información sobre la gente a la que David había timado. Y si conseguía descifrar las palabras, si era realmente una lista de las víctimas de su marido, entonces tendría que…

¡No! La palabra resonó en su cerebro, y se apretó las sienes con los dedos. Que Dios la ayudara, pero no podía pasar más tiempo reparando sus daños; pero, por otra parte, ¿cómo podía dejar de hacerlo? Sin embargo, la sola idea de soportar más estrecheces económicas y humillaciones personales como las que había aguantado durante los últimos tres años, y sobre todo cuando el final parecía estar tan cerca, la dejaba sin aliento.

«No pienses en ello ahora. Puede que ni siquiera sea ésa la cuestión. Y si lo es… entonces ya decidirás.»

No podía destruir la nota. No hasta que supiera. Tampoco podía volver a ponerla en la caja. No podía arriesgarse a que lord Shelbourne la encontrara, y a que información potencialmente peligrosa cayera en sus manos o en las de otra persona. Con un pesado suspiro, dobló la nota cuidadosamente y la ocultó en un pequeño bolsillo en el forro de su bolso de rejilla, sin dejar de maldecirse por haberla encontrado. Había tenido tan cerca la libertad… pero, como mínimo, se libraría de la caja. Se sentó en el borde de la cama y se dispuso a juntar las pirias.

Geoffrey se apoyó contra la repisa de la chimenea del salón, contemplando al criado servir un aperitivo a sus invitados. Le resultaba casi imposible mantener una apariencia tranquila. Alberta le había entregado la caja hacía un cuarto de hora, en cuanto entró en la sala. Él le había echado una rápida mirada, y luego se había reído. «No es una pieza especialmente hermosa, ¿verdad?» Después de darle las gracias, se la había metido en el bolsillo como si no tuviera importancia, pero pasado el rato, sentía como si le fuera a quemar los pantalones.

Finalmente, incapaz de soportar el suspense por más tiempo, se excusó.

– Si me disculpáis un momento, tengo que decirle algo a Willis. -Salió de la habitación manteniendo un paso mesurado y lento. Entró en su estudio y cerró la puerta con llave.

Fue hasta el escritorio y sacó lentamente la caja del bolsillo, conteniendo el impulso de lanzarse sobre ella como un perro sobre un hueso. Con el corazón acelerado, separó las piezas de la caja y miró el fondo.

El fondo vacío.

El pánico se apoderó de él, y pasó unos dedos temblorosos y frenéticos por toda la superficie de metal oxidado. ¿Habría otra abertura? Pero después de varios minutos de desesperada búsqueda, se obligó a admitir la terrible verdad. El papel no estaba.

Una retahíla de obscenidades salió de sus labios, y tiró la caja contra la pared con toda su furia. Mesándose los cabellos, fue de un lado al otro de la sala, mientras expelía el aire de los pulmones en dolorosos jadeos.

¿Dónde demonios estaba la carta? Ella debía de tenerla. La debía de haber encontrado. O al menos tenía que saber su paradero.

Debía averiguarlo. Debía. Debía. Ahora. Se detuvo y cerró los ojos con fuerza. Maldita fuera, la cabeza estaba a punto de estallarle.

«Tengo que recobrar la calma. Debo averiguar lo que sabe. Y luego deshacerme de ella.»

Que Redfern encontrara la nota no le hubiera inquietado, porque el tipo no sabía leer más allá de cuatro palabras, y un viejo documento estaría muy por encima de sus capacidades, un detalle del que Geoffrey se había asegurado antes de contratar sus servicios. Todos sus esfuerzos hubieran sido en vano s¡ Redfern, una vez que encontrara la nota, pudiera haber tenido la oportunidad de extorsionarle como había hecho David Brown. Y la avaricia de Redfern le hubiera impedido mostrar la nota a alguien para que se la leyera, porque entonces se arriesgaba a tener que compartir su recompensa. Pero la señora Brown… Estaba seguro de que no era ni analfabeta ni estúpida. Y sin duda debía de ser tan ambiciosa como lo había sido su marido.

Respiró profundamente varias veces hasta recuperar la compostura, luego se acercó al espejo y se arregló el cabello. Se alineó perfectamente las solapas de la chaqueta e hizo un mínimo ajuste al fular. Una vez seguro de que su aspecto era de nuevo impecable, salió del estudio y se reunió con sus invitados.

Alberta Brown se creía muy lista.

«Un error, querida. Un error fatal.»

Allie sintió inmediatamente algo raro en el comportamiento del conde cuando éste regresó al salón. Desde su asiento frente a la puerta, lo observó detenerse en el umbral, con la mirada clavada en ella. Un escalofrío de aprensión le recorrió la espalda al ver su expresión glacial.

– ¿Todo bien? -preguntó lord Robert, observando a su anfitrión con una expresión de desconcierto. Estaba claro que él también notaba que algo iba mal.

– Claro. -El conde hizo un gesto con la mano quitando importancia al asunto-. Un pequeño error de cálculo en la cocina, al parecer, pero Willis me ha asegurado que todo está en orden. ¿Pasamos al comedor?

Allie aceptó el brazo que le ofrecía, esperando que no se notara el rechazo que le inspiraba. Tal vez sólo se estuviera imaginando la inquietud del conde.

Pero cuando llegaron al rodaballo delicadamente cocido a fuego lento del segundo plato, Allie ya estaba segura de que no eran imaginaciones suyas. La manera en que el conde no dejaba de mirarla, como si estuviera intentando leerle el pensamiento… Sí, definitivamente había algún problema. ¿Se encontraría enfermo? Desechó esa idea en cuanto se le ocurrió. No, parecía como si una furia contenida hirviera bajo la superficie de sus impecables maneras.

¿Podría ser que supiera algo de la nota? ¿Que supiera que no estaba en la caja y que ella la tenía en su poder? También descartó esa teoria de inmediato. ¿Cómo podría saber algo de la nota cuando ni siquiera conocía la existencia del anillo o de la caja hasta que ella llegó a Inglaterra?

No se le ocurría ninguna respuesta, pero el comportamiento del conde la inquietaba de una manera que no sabía definir. Además, su instinto le advertía contra aquel hombre. Seguramente lo mejor era no decir nada.

Alzó la cabeza y sonrió al conde.

– Su… tu casa es muy hermosa, Geoffrey.

La expresión del conde se relajó. Entonces se dibujó una lenta sonrisa sobre su rostro, mientras su mirada bajaba lentamente hasta posarse en la boca de Allie.

– Muchas gracias.

Allie señaló el bodegón con marco dorado que colgaba en la pared tras él.