– Y evidentemente te gusta la pintura. Ese cuadro es precioso.

La mandíbula de Robert se detuvo a medio masticar y miró por encima de la mesa. La señora Brown estaba mirando a… no, estaba sonriendo a Shelbourne con un interés cálido que sorprendió e irritó a Robert. Maldita fuera, había estado en otro mundo y evidentemente se había perdido algo. Y la manera en que Shelbourne la miraba… no, se la comía con los ojos… ¿Cuándo diantre había comenzado toda esa cálida intimidad?

Fingiendo estar inmerso en el rodaballo y los guisantes, siguió con disimulo su conversación, pero enseguida se dio cuenta de que no hacía falta disimular, porque ambos parecían haberse olvidado de su presencia.

– ¿Te gusta la pintura, Alberta?

– Me gusta mucho contemplarla, pero me temo que poseo muy poco conocimiento de esa materia.

– Entonces, después de cenar, te enseñaré la colección. Aunque es bastante modesta comparada con la de Shelbourne Manor, hay algunas… Piezas exquisitas.

La inflexión en el tono de Shelbourne al decir «piezas exquisitas», por no mencionar la atrevida mirada con que recorría los pechos de la señora Brown, hizo que todos los músculos del cuerpo de Robert se tensaran. Maldito libertino. ¿Cómo osaba mirarla así?

«¿Exactamente como tú la miras, quieres decir?», se burló su voz interior.

¡No! Robert contuvo el impulso de pasarse los dedos entre los cabellos en un gesto de exasperación. No podía negar que la había mirado con deseo, pero había una mirada calculadora en los ojos de Shelbourne… un brillo depredador que despertó algo más que celos en Robert. Hizo que se sintiera inquieto de verdad.

– Lord Robert me ha mostrado los jardines Vauxhall esta tarde -dijo la señora Brown a su anfitrión-. Un lugar encantador.

Shelbourne alzó una ceja.

– Por la tarde lo es, pero mucho más por la noche. -Se inclinó hacia ella y su voz bajó a un tono íntimo-. Todos esos paseos oscuros y apartados son muy adecuados para disfrutar de unas noches muy… estimulantes.

Robert apretó los dientes y luchó contra el avasallador impulso de abofetear a ese canalla. Pero más irritante que el comportamiento de Shelbourne, que no le sorprendía, era el de la señora Brown. En vez de parecer escandalizada, un delicado rubor le coloreaba las mejillas y lo que parecía ser una sonrisa reprimida le tironeaba los labios… Labios a los que la mirada de Shelbourne parecía pegado.

Se imponía un giro en la conversación.

– ¿Cómo van las cosas por tus tierras de Cornwall, Shelbourne? -preguntó Robert.

Shelbourne ni siquiera lo miró.

– Espléndidamente. Dime, Alberta…

– ¿Has hecho algunas mejoras? Según me dijo Austin, ha habido verdaderas innovaciones tanto en los sistemas de irrigación como en las técnicas de cultivo.

Shelbourne finalmente se volvió hacia él, con una medio sonrisa perezosa y divertida.

– Mis sistemas de irrigación están en excelentes condiciones, Jamison, gracias por preguntar. Y en cuanto a mis técnicas… No he oído ninguna queja.

– ¿De verdad? Quizá no hayas escuchado con suficiente atención.

– Se cruzaron una larga mirada, sopesándose. Luego, con un despreocupado encogimiento de hombros, que crispó los nervios de Robert, la mirada de Shelbourne regresó a la señora Brown. Se lanzó a una larga descripción de sus tierras de Cornwall. Dedicó su atención casi exclusivamente a la señora Brown, a quien, al parecer, no le molestaba en absoluto. Si tenía que juzgar por sus rubores, parecía estar disfrutando del discurso de Shelbourne. Robert decidió que la cena acabaría antes si él no prolongaba la conversación, por lo que permaneció en silencio.

En el momento que finalizó la interminable cena, Robert se puso en pie, con la intención de partir, pero Shelbourne le recordó con suavidad que le había prometido a la señora Brown enseñarle la galería de arte.

– Me encantaría verla -dijo la señora Brown.

Privado de una alternativa que no le hiciera quedar como un grosero y no queriendo permitir que Shelbourne se quedara a solas con ella, Robert los acompañó. Su mal humor aumentaba cada vez que Shelbourne tocaba a la señora Brown, lo cual parecía ocurrir constantemente. La rozaba con los dedos para llamar su atención sobre algo. Le colocaba la mano en la parte baja de la espalda para guiarla hacia el siguiente cuadro. Le tomaba la mano para colgarla de su brazo. Los celos se comían a Robert, y era peor y mucho más doloroso cada vez que ella ofrecía a Shelbourne una de sus escasas sonrisas.

Seis. Seis malditas veces había sonreído a Shelbourne desde que habían entrado en la galería. Y ocho veces durante la cena. No era que Robert las estuviera contando, ¡pero a él no le había dedicado ni una mirada! El evidente placer que la señora Brown encontraba en la compañía de Shelbourne lo preocupaba y realmente lo confundía.

¿Dónde estaba la devoción hacia su marido? ¿Las atenciones de Shelbourne la habían animado a abandonar el luto? Mientras que Robert se hubiera sentido feliz viéndola abandonar los signos externos de dolor, le costaba aceptar que Shelbourne fuera el hombre que la hiciera desear hacerlo.

«Yo. Quiero ser yo.»

Por mucho que le desagradara, se vio obligado a admitir que Shelbourne poseía las cualidades que la mayoría de las mujeres admiraba. Era rico, apuesto y con un título, y su belleza tenía un cierto toque de peligro. Pero a Robert no le parecía que la señora Brown entrara en la categoría de «la mayoría de las mujeres».

Aun así, quizá todo lo que necesitara era que un hombre la cortejara. Que la encandilara. Que le mostrara, sin sombra de duda, que la encontraba deseable.

«Yo. Quiero ser yo.»

Le falló el paso al pensarlo, y justo a tiempo, porque había estado a punto de estrellarse contra la espalda de Shelbourne; él y la señora Brown se habían detenido ante lo que, afortunadamente, era el último cuadro.

– Es muy hermosa -murmuró la señora Brown.

– Sí -coincidió Shelbourne-. Pero palidece comparada contigo.

La mirada de Robert recorrió el cuadro. Un Gainsborough. Uno muy bello. Y la joven en el campo de flores era indiscutiblemente hermosa. Pero sí que palidecía comparada con la señora Brown.

Y maldita fuera, él quería ser quien le dijera cosas así. Quería que su mirada se dirigiera a él.

«A mí. Quiero que ella me quiera a mí.»

Y había llegado el momento de que hiciera algo al respecto.

– Dado tu interés en la pintura -estaba diciendo Shelbourne-, tienes que ver los Mármoles de Elgin mientras estés en la ciudad. ¿Por qué no te recojo mañana y…?

– Imposible -Intervino Robert, sin siquiera disimular la irritación de su voz-. Partimos para Bradford Hall al amanecer. Lo cierto es que ya es hora de que nos despidamos.

Shelbourne los acompañó por el corredor hacia el vestíbulo sin que su mirada se apartara del rostro de la señora Brown.

– Estoy desolado, Alberta. ¿Cuánto tiempo permanecerás en Kent?

– Seis semanas.

– ¿Y después?

– Después me embarcaré de regreso a casa -repuso suavemente.

Robert sintió que se le encogía el corazón al oír esas palabras.

– Quizá pase por Kent dentro de unas semanas. En tal caso, no olvidaré hacer una visita a Bradford Hall. Será un placer volver a ver a Bradford y a la duquesa. -Shelbourne se inclinó y sus labios casi rozaron la oreja de la señora Brown-. Y un gran placer volver a verte a ti.

Por fortuna, alcanzaron el vestíbulo en ese instante, porque Robert se sentía como una tetera a punto de lanzar un chorro de vapor.

– Gracias por la cena -dijo la señora Brown, atándose las cintas del sombrero en un lacito bajo la barbilla-. He disfrutado mucho de la comida y de los cuadros.

– Igual que yo he disfrutado de tu compañía, Alberta. -Shelbourne se llevó la mano de la joven a los labios y se la besó, durante mucho más rato del necesario y con una mirada ardiente que Robert reconoció demasiado bien.

Apretó los puños. Las normas sociales que le habían inculcado desde pequeño era lo único que le impedía lanzarse como una piedra sobre aquel hombre.

– Una cena muy agradable. Muchas gracias -mintió, inclinando la cabeza en dirección a Shelbourne. Luego, antes de que Shelbourne tuviera tiempo de mirar de nuevo a la señora Brown, se interpuso entre ellos y se apresuró a acompañarla al carruaje que los esperaba. -Disculpeme -murmuró, después de ayudarla a subir-. He olvidado el bastón.

Regresó a la casa y Willis le abrió la puerta. Shelbourne aún se hallaba en el vestíbulo.

– Permíteme un minuto, Shelbourne.

Shelbourne enarcó las cejas al oír el tono seco de Robert.

– Claro. ¿En el estudio?

– El vestíbulo es suficiente.

Después de una casi imperceptible señal de Shelbourne, Willis los dejó solos. Luego Shelbourne miró a Robert con los ojos entrecerrados.

– ¿Qué demonios puede ser tan importante, Jamison, para dejar sola a esa deslumbrante criatura?

– Es de ella de quien quiero hablarte. Déjala en paz.

– Con toda seguridad eso es algo que la dama debe decidir por sí misma. Y te diré, Jamison, que no me ha dado la impresión de que fuera lo que ella quería.

– No conoce tu reputación como yo. -Shelbourne parecía divertido.

– Oh, pero no te preocupes, explícasela. Mi terrible reputación suele ser la mitad de mi atractivo. Y tengo una especial debilidad por las viudas experimentadas.

Robert le dedicó su mirada más fría y decidida.

– Lleva tus atenciones a otra parte, Shelbourne.

– Ella no te pertenece, Jamison. -Una mirada astuta e inquisidora le pasó por los ojos-. ¿O sí?

Robert necesitó de toda su fuerza de voluntad para no borrar con el puño aquella expresión satisfecha del rostro de Shelbourne.

– Todo lo que debes saber es que nunca será tuya. ¿Me he explicado con claridad?

– No creo que me guste tu tono, Jamison.

– No creo que me importe un comino, Shelbourne. -Dio un paso hacia el conde. Shelbourne era alto, pero Robert lo superaba por un par de centímetros, lo cual aprovechó al máximo-. Ya he dicho lo que he venido a decir. Y será muy inteligente por tu parte no darme motivo para repetirlo.

Sin esperar a Willis, Robert abrió la puerta y avanzó a grandes zancadas por el camino hasta el carruaje.

Desde la estrecha ventana del vestíbulo, Geoffrey vio partir el carruaje. Humm. Estaba claro que Jamison sentía algo por la señora Brown. Una pena. La mujer no iba a permanecer mucho tiempo en este mundo. Y si Jamison se cruzaba en su camino, sus días también estarían contados.

11

En el mismo momento en que el carruaje se detuvo ante la mansión Bradford, Robert supo que algo no iba bien. Parecía como si todas las lámparas y velas de la casa estuvieran encendidas, porque la luz escapaba por todas las ventanas. Antes de que la señora Brown y él hubieran recorrido la mitad del camino adoquinado que llevaba a la entrada, las dos hojas de la gran puerta de roble se abrieron. Carters apareció bañado de luz, con los rasgos, normalmente inexpresivos, marcados por la inquietud.

Robert sintió temor. ¿Y ahora qué? ¿Le habría pasado algo a Elizabeth? ¿Al bebé? Casi propulsó a la señora Brown hasta el vestíbulo.

– ¿Qué pasa? -preguntó a Carters, obligándose a no sacudir al hombre por las solapas-. ¿La duquesa?

– No, lord Robert. -Una furia inconfundible brilló en los ojos de Carters-. Pero alguien ha intentado robarnos de nuevo.

– ¿Hay algún herido?

– No, señor. Y tampoco se han llevado nada. El villano trató de entrar en la habitación de la señora Brown por el balcón, pero se asustó cuando Clara se puso a gritar. Acababa de preparar el lecho de la señora Brown y se estaba ocupando del fuego cuando la vidriera que da al balcón se abrió. Y ahí estaba, vestido de negro de los pies a la cabeza, según ha dicho ella. Nunca en toda mi vida he oído a una mujer gritar así. Nos asustó a todos, claro, pero peor fue el susto que se llevó la pobre Clara.

– ¿Y luego qué ha pasado? -preguntó Robert.

– Fui el primero en llegar al dormitorio, y me encontré con Clara gritando y blandiendo el atizador. Al parecer había asustado al villano, que saltó por la barandilla hasta el suelo. Para cuando conseguí enterarme de lo que había pasado, el tipo ya había desaparecido.

– ¿Dónde está Clara ahora?

– Se ha acostado, señor. La cocinera le preparó una tisana para calmarle los nervios. Casi se desmaya después, pero Clara nos ha salvado de otro robo.

– Ciertamente -murmuró Robert-. ¿Cuándo ha ocurrido?

– No más de media hora después de que ustedes partieran, señor. En cuanto dejé a Clara con la cocinera, envié a buscar al magistrado. El señor Laramie habló con Clara y luego se marchó. Me pidió que le dijera que le informaría de cualquier novedad, y que me asegurara de que todas las puertas y ventanas estuvieran cerradas. He registrado toda la casa. Estamos seguros.