El impulso de agarrar a Owen por el cuello y apretar fue muy fuerte, pero logró contenerse. Había formas mejores de servir a la justicia. Así que fue a ver a Nate y le explicó lo que había oído. Luego aseguró al desolado padre que él se encargaría de la situación, a su manera, y le juró que se haría justicia. Dios, había actuado como un joven estúpido e impetuoso.

«Todo por mi culpa…»

Se pasó las manos por el cabello y exhaló un largo suspiro. Se le hizo un nudo en el estómago al imaginar la reacción de Allie ante esa historia, especialmente dada su desastrosa experiencia con David.

Era un peligro que no estaba dispuesto a correr.

Aún no. Por supuesto, deseaba poder decirle la verdad. Deseaba no estar atado por una promesa. No podría evitar por siempre contarle la versión de la historia que todo el mundo sabía, pero seguramente podía retrasarlo un poco más.

Sí, seguro que no había nada malo en esperar un poco más.

12

Redfern cojeó por el camino empedrado que llevaba a la casa del conde, maldiciendo su mala suerte. Maldita fuera esa criada aulladora. De no haber sido por ella, ya tendría la puñetera caja. Y no un tobillo torcido por saltar desde el balcón. Y por si no fuera suficiente haber caído mal y haberse torcido el tobillo, además había tenido que ir a parar sobre un arbusto espinoso. Ahora le molestaba el tobillo, sus mejores pantalones y la chaqueta estaban llenos de agujeros y el trasero le dolía de muerte. ¿Había huesos en el trasero de un hombre? Porque si los había, seguro que se los había roto. Y todo por culpa de una criada gritona. Típica mujer. Nunca sabían cuándo callarse. Quizá cuando se hubiera librado de la pesadilla en que se había convertido ese trabajo, haría una visita privada a esa criada.

Pero por el momento el conde no estaría nada satisfecho de que hubiera fallado de nuevo. ¿Y para qué demonios querría ese trasto? Había pensado en la posibilidad de evitar al conde, de no presentarse hasta que tuviera la caja, pero decidió que lo mejor era informar a lord Shelhourne de que continuaba su búsqueda. De lo contrario, al conde se le podría meter en la cabeza matarlo primero y preguntar después.

«Mañana me haré con ella. Sin falta.»

Llamó a la gran puerta de doble hoja. El mayordomo de Shelbourne, Willis, abrió con los aires de superioridad de siempre. Redfern odiaba la forma en que ese pomposo tipo le miraba, con la cabeza tiesa, como si fuera su maldita majestad y él, Redfern, sólo un pedazo de basura enganchado a su zapato. Que el diablo se lo llevara, aquel tipo parecía desdeñar todos sus comentarios. ¡Y sólo era un sirviente! Bueno, en cuanto Redfern cobrara su recompensa, lo primero que haría sería contratar a un mayordomo elegante al que pudiera dar órdenes de malos modos.

Después de un cuarto de hora de espera, durante el que tuvo que estar de pie sobre su dolorido tobillo, porque a pesar de toda la cursilería de la elegante casita del conde, no había ni una silla en el maldito vestíbulo, finalmente Willis lo condujo por el corredor. Bueno, cuando Redfern cobrara su recompensa, la segunda cosa que haría sería comprarse una bonita casa y llenar el maldito vestíbulo de malditas sillas para que todo el maldito mundo pudiera sentarse. Sí, tendría una buena posición y nunca jamás recibiría órdenes de ningún noble estirado.

Segundos después, Willis abrió la puerta. Redfern le ofreció su mejor mueca de asco y entró cojeando sobre la alfombra. La puerta se cerró a su espalda con un ligero sonido.

El conde se hallaba sentado cerca de la chimenea en un sillón de cuero marrón, con una copa de coñac en una mano y la otra sobre la enorme cabeza de su mastín.lánto el conde como el perro lo contemplaron con ojos entrecerrados mientras avanzaba cojeando, y Rcdfern no estaba seguro de quién lo hacía sentir más incómodo, si el hombre o la bestia. No le gustaban los perros, sobre todo los perros que parecía que le podían arrancar un brazo de un solo mordisco. Shelbourne parecía adorar a aquella bestia monstruosa, porque siempre estaba acariciándolo. Incluso había oído al conde hablar dulcemente a la enorme bestia varias veces, con una estúpida vocecilla aguda que uno usaría con un perrito. Se permitió un encogimiento de hombros mental. No había forma de entender a los de alta alcurnia.

Redfern se detuvo delante del conde. El calor del fuego sólo alivió parcialmente el frío de intranquilidad que le atenazaba la espalda. No, el conde no parecía contento, y eso que aún no le había comunicado las malas noticias. Quizás esa visita había sido una mala idea.

– ¿Y bien? -preguntó el conde en aquel tono helado suyo.

– Tengo buenas noticias, milord -dijo, intentando dar un tono de seguridad a su voz-. La caja que quiere la tendrá mañana a esta hora. Tiene mi palabra.

– ¿De verdad? A no ser que intentes robarme a mí, no veo cómo será posible eso. Verás, Redfern, yo tengo la caja.

– ¿Usted? -repitió Redfern confuso-. ¿Cómo…?

– La señora Brown me la ha dado.

Aunque confundido, Redfern comprendió al instante las implicaciones de esas palabras. Relajó los hombros aliviado.

– Bueno, pues muy bien. Ya tiene lo que quería. Ahora, respecto a mi recompensa…

– Me temo que hay un problema, Redfern. Verás, la caja contenía un papel que quiero tener en mi poder. Y el papel ya no está en la caja, lo que me hace pensar que la señora Brown aún lo tiene.

– Por todos los demonios, ¿qué es esto? Primero quería el anillo. Luego la caja. Ahora ese papel. Pero ¿por qué diablos si lo que quería era ese papel, no lo dijo desde el principio? -Apretó las manos para contener un avasallador deseo de abofetear al conde-. Me culpa de haber fallado en el trabajo, pero ¿cómo espera que tenga éxito si no tengo la maldita información?

La mirada que el conde le clavó sin duda tenía intención de helarle la sangre, pero nada podía enfriar la furia que corría por dentro de Redfern.

– Lo quería todo -dijo el conde-. El anillo, la caja y el papel estaban juntos hasta que tú los separaste. Mi error fue suponer que serías lo suficientemente inteligente para cumplir una orden bien simple. -El conde tomó tranquilamente un trago de coñac y prosiguió-: Quiero esa nota, Redfern. Y me la vas a conseguir. ¿Lo entiendes?

– Entiendo -dijo, y pensó: «Pero ésta es la última maldita cosa que hago para tipos como tú.»

– Bien. La señora Brown parte mañana hacia la casa de campo de los Bradford, en Kent. Estoy seguro de que llevará la nota consigo.

Redfern dudó un instante. Maldita fuera, esperaba que el conde no le pidiera que leyera la maldita nota. Bueno, si lo hacía, se inventaría cualquier historia. Había llegado hasta donde estaba sin casi saber leer. Claro que el conde no sabía eso. Y no era asunto suyo, tampoco.

– ¿Cómo sabré que es el papel que está buscando? Ya sabe cómo son las damas, siempre guardando cartas y cosas así.

– Esa carta es vieja y tendrá muchas dobleces, para que pueda caber en la caja del anillo. La tendrá escondida en alguna parte, no la dejará a la vista. Tráeme la carta y te haré rico más allá de lo que pudieras soñar. Si fracasas… -El conde se encogió de hombros-. Creo que ya me he explicado claramente respecto a esa posibilidad.

Muy claramente. Aun así, Redfern se alegró ante las perspectivas. Iba a ser un hombre rico. Porque el maldito conde iba a tener que pagarle un rescate digno de un rey antes de que Redfern le diera la condenada carta.

Robert observó al extraño personaje que acudió a abrir la puerta de la casa de Michael Evers. Aunque adecuadamente vestido con las ropas de un sirviente, el hombre tenía más aspecto de asesino que de mayordomo, sin duda debido a los enormes músculos que se marcaban bajo la chaqueta negra, la cabeza rapada, la cicatriz que le cruzaba la frente en diagonal y el aro de oro que le colgaba de la oreja izquierda. Se le veía capaz de pulverizar una piedra sin siquiera sudar.

– Muy temprano para hacer visitas, ¿no? -aulló el gigante. Cruzó los gruesos brazos sobre el enorme pecho y miró a Robert desde su gran altura con una dura mirada de sus ojos negros.

Robert le entregó su tarjeta de visita, que se perdió en la enorme palma del tamaño de un jamón.

– Necesito ver al señor Evers inmediatamente.

Obsequió al mayordomo con su mirada más aristocrática, aunque resultaba terriblemente difícil mirar con altivez a alguien que le pasaba más de un palmo.

– Bueno, iré a ver si el señor Evers quiere hablar con usted -repuso el gigante, y le cerró la puerta en las narices.

Momentáneamente anonadado, Robert se quedó en el porche, sintiendo el fresco aire de la mañana a su alrededor. Luego se sintió divertido. Sin duda, Michael empleaba a un grupo de gente bastante pintoresco, tanto en su salón de boxeo como en su casa, y siempre parecía haber alguna que otra cara nueva. Aquel gigante le resultaba desconocido. Según recordaba, el último mayordomo de Michael había sido un tipo delgado como un palo y con un parche sobre un ojo.

Robert sabía que su amigo podía permitirse contratar a sirvientes profesionales, y también vivir en una residencia más lujosa, gracias a su lucrativa carrera. Pero Michael prefería vivir con sencillez, en una parte de la ciudad que, aunque decente, no era en absoluto elegante. Y en una ocasión le había explicado a Robert que le gustaba contratar a gente que necesitaba una segunda, y en algunos casos una tercera o una cuarta oportunidad. Un sentimiento noble y admirable, sin duda, y por otra parte Michael podía defenderse con facilidad de cualquier rufián que fuera lo suficientemente estúpido para intentar engañarle.

La puerta se abrió. Con un gesto de la cabeza, el gigante le indicó que entrara.

– Por aquí -gruñó, y condujo a Robert a través de un corto pasillo. Abrió una puerta y gritó desde el umbral-. Aquí está el tipo que quería verle.

Robert entró en la sala del desayuno. Michael lo miró por encima de una humeante taza de lo que, por el penetrante aroma, debía de ser un café muy fuerte.

– Buenos días, Jamison. Tienes un aspecto un poco mejor que la última vez que te vi.

– Y me siento mucho mejor.

– Entonces, ¿no te han vuelto a machacar la cabeza?

– No. Aunque sospecho que tu…, esto…, mayordomo se ofrecería voluntario.

– No te preocupes de Chafador. Ladra más de lo que muerde.

– Creo que no tengo ningún interés ni en que me ladre ni en que me muerda. ¿Debería tratar de saber por qué le llaman Chafador?

– Seguramente no. -Hizo un gesto a Robert para que se acercara-. Siéntate. Toma un poco de café. ¿Quieres algo de comer?

– No, nada, gracias. No puedo quedarme. Partimos para Bradford Hall en cuanto regrese a la mansión.

– ¿Partimos?

– Yo y Al… la señora Brown.

– ¿Sí? ¿Y cómo está la encantadora viuda? Totalmente recuperada, espero.

Para su irritación, Robert sintió que se le calentaba la nuca.

– Está muy bien.

Michael lo observó durante varios segundos con una mirada penetrante e inescrutable, luego movió lentamente la cabeza asintiendo.

– Así que es eso, ¿no? Lo sospechaba.

Robert ni siquiera intentó negarlo.

– Sí. Es eso. Pero corre peligro, no hay duda. Han pasado más cosas desde la noche en que la raptaron, y necesito tu ayuda.

Se sentó frente a Michael y le explicó los inquietantes acontecimientos que habían ocurrido desde la última vez que se habían visto: el robo, el otro intento de robo y finalmente el descubrimiento de la nota. Al final y después de remarcar la necesidad de discreción, sacó el delicado papel del bolsillo del chaleco.

– ¿Puedes leer esto? -le preguntó, entregando a Michael la misiva. Michael desdobló el papel con cuidado y luego pasó varios minutos examinando el contenido.

– Está escrito en gaélico -dijo-. Por desgracia, aparte de unas cuantas palabras, no sé ese idioma. Siempre he sido más un luchador que un erudito.

Robert se inclinó sobre la mesa y señaló a Michael las dos palabras que había descifrado.

– ¿No crees también que esto es «Evers» y esto el nombre de la ciudad donde naciste?

– Sí. -Una expresión intrigada inundó el rostro de Michael, y se acercó más al papel.

– ¿Reconoces alguna cosa más? -preguntó Robert.

– Parece que aquí pone «Brianne» -indicó Michael-. Ese nombre es muy extraño.

– ¿Extraño? La verdad, a mí me parece un nombre bonito.

– Lo es. -Michael lo miró, y en sus ojos había una mezcla de confusión y sospecha-. Es el nombre de mi madre.

Robert alzó las cejas y se rascó la barbilla.

– Muy extraño, cierto. Claro que seguramente hay miles de mujeres llamadas Brianne en Irlanda…

– Pero es muy curioso que mi apellido, la ciudad en la que viví y también el nombre de mi madre aparezcan todos juntos en esta nota -concluyó Michael. Unió las cejas en un gesto de preocupación-. Me pregunto si esto podría explicar…