Cuento los días hasta que nos veamos de nuevo, Allie. ¡Te he echado tanto de menos!

Deseándote un buen viaje, se despide de ti, tu amiga,

ELIZABETH


Allie se quedó conteniplando esas dos últimas palabras, que siempre le provocaban un dolor en el corazón. Tu amiga.

«Sí, Elizabeth. Tú siempre has sido mi amiga. Si sólo lo hubiera valorado y entendido mejor… Bendigo tu carácter comprensivo.»

Respiró hondo, y lentamente puso la carta detrás de la segunda hoja de vitela para contemplar el retrato del cuñado de Elizabeth. El talento de ésta para el dibujo había aumentado con los años, y la imagen parecía saltar del papel.

Sería fácil reconocer a aquel hombre en medio de la multitud. Recorrió las facciones del joven con la mirada y se le hizo un nudo en el estómago. Le recordaba a David en tantas cosas… La sonrisa ladeada, los ojos risueños y el encanto juvenil reflejado en su expresión. Excepto que lord Robert Jamison era aun más apuesto que David, algo que no hubiera creído posible.

Las palabras de lady Gaddlestone le volvieron a la cabeza: «Tuvo unos líos hace algunos años, algún tipo de infracción o algo…» ¿Qué habría hecho? En el mismo instante en que se le ocurrió la pregunta, la apartó de su mente. No importaba su aspecto. El único interés que le despertaba era el deseo de que se la llevara lejos de los muelles y de la amenaza que sentía, lo más rápidamente posible. Aun así, sintió una punzada de culpabilidad al pensar en el viaje que había tenido que realizar para acudir a recibirla.

¿Cómo reaccionaría cuando le dijese que no tenía intención de ir a Bradford Hall con él?

Robert Jamison se hallaba en el muelle observando a la tripulación del Seatuard Lady asegurar los amarres del majestuoso bajel. Respiró hondo, llenándose los pulmones, y una sonrisa le cruzó el rostro. Amaba los muelles. Le encantaba la visión de los marineros trabajando al unísono, arriando las velas y asegurando las maromas. Le fascinaba la cacofonía de los vendedores, que anunciaban de todo, desde porciones de carne hasta balas de seda de colores. Incluso le gustaba la fuerte mezcla de olores que se combinaban con el penetrante aire marino para crear un aroma que no se podía encontrar en ningún otro lugar de Inglaterra.

Escrutó los rostros de los pasajeros que esperaban para desembarcar, pero no vio a nadie que se pareciera a la sonriente joven del dibujo que había hecho Elizabeth. Claro que era imposible distinguir los rasgos a esa distancia. Como el resto de la gente que se hallaba allí para recibir a los pasajeros, estaba esperando a una distancia segura, lejos de los cabrestantes que descargaban el equipaje de los pasajeros y la carga del barco.

Sacó el dibujo del bolsillo del chaleco y volvió a contemplar el rostro que había picado su curiosidad desde el primer momento en que lo vio, meses atrás, cuando Elizabeth le había entregado el retrato y le había pedido que fuese a recoger a la señora Brown al puerto. Era uno de los rostros más atractivos que había visto nunca, encantador no sólo por las agradables facciones sino también por la alegría que aquella sonrisa sugería. Lo cálido y risueño de los ojos. Y también por un algo de diablillo travieso que parecía desprenderse del papel. No tendría problemas para reconocer a aquella mujer en medio de cualquier multitud. El pulso se le aceleraba con sólo pensar que vería a esa hermosa criatura en persona. Y sabía que en eso confiaba Elizabeth.

Volvió a guardar el dibujo en el bolsillo y recordó el comentario que le había hecho Elizabeth cuando se disponía a partir de Bradford, el día anterior. “Quizá te guste mi amiga”, le había insinuado, una frase que había oído a los miembros femeninos de su familia más veces de las que podía contar. Desde que el año anterior había comentado de pasada que le gustaría sentar cabeza y tener una familia propia, su hermana, su cuñada y su madre se habían dedicado a sembrar su camino de jóvenes solteras. Al principio no se había quejado de sus esfuerzos, ya que su propia búsqueda de esposa no proporcionaba ningún resultado. Y no podía negar que había conocido una sorprendente cantidad de damas encantadoras, algunas de las cuales le habían gustado bastante y otras tantas con las que había compartido discretamente algo más que un vals.

Sin embargo, como el tiempo pasaba y no elegía a ninguna por esposa, las presentaciones se habían ido tornando más incómodas, y la familia, sobre todo Caroline, se iba impacientando con él.

– ¿Qué diantre te pasa? -le preguntaba su hermana siempre que no se enamoraba locamente de la última chica que le había presentado-. Es hermosa, agradable, dócil, rica y, por motivos que no puedo explicarme, te adora. Pero ¿qué es lo que estás buscando?

Robert no lo sabía, pero sí sabía que no había encontrado a la única. La que le hiciera sentir ese algo especial, esa chispa fugaz que veía siempre que Austin y Elizabeth intercambiaban una mirada, siempre que Caroline y su marido, Miles, se hallaban en la misma habitación, siempre que su hermano William sonreía a su esposa Claudine. La había visto todos los días mientras crecía, entre sus padres, hasta que su padre murió. No sabía ponerle un nombre, no era capaz de explicarla.

Pero, por todos los demonios, él también la quería.

Deseaba la felicidad y la satisfacción de que disfrutaban sus hermanos. Demonios, le parecía que le habían presentado a todas las mujeres solteras del país. Pero tal vez su suerte estuviera a punto de cambiar. Elizabeth pensaba que la encantadora señora Brown podía gustarle. Hasta recordaba sus palabras exactas:

Tengo la sensación de que en Londres encontrarás la felicidad cine buscas.

Y las sensaciones de Elizabeth tenían tina curiosa manera de convertirse en realidad. Sin duda, la forma en que su intuición, o percepción, o visión, o como se le quisiera llamar, había conducido al increíble rescate de su hermano William, era legendaria en la familia, además de ser un secreto muy bien guardado. Habían optado por no explicarlo a nadie, para no exponer a Elizabeth a la inevitable curiosidad y el escepticismo que su extraño talento, sin duda, hubiera despertado.

¿Se referirían esas palabras a la señora Brown? ¿O había querido decir que encontraría una cierta paz, un cierto alivio para el peso que sentía en el corazón? Una serie de imágenes le pasaron por la cabeza, y se encogió como si fuera a recibir un golpe. El fuego que ardía sin control. Los gritos de pánico de los hombres, los relinchos aterrorizados de los caballos. El rostro de Nate…

Cuando pidió que le explicara su críptico comentario, Elizabeth simplemente le honró con una de esas sonrisas femeninas indescifrables que afirman: «Sé algo que tú no sabes.» Bueno, pues él lo sabría, fuera lo que fuera, bien pronto: los pasajeros estaban desembarcando.

Alargó el cuello, y escrutó el rostro de cada persona que se acercaba. Un par de hombres jóvenes. Claro que no. Un caballero de mediana edad, seguido de una pareja con aspecto cansado, cada uno sujetando a un niño. Robert sonrió a los niños y recibió unas muecas desdentadas como respuesta. Devolvió su atención a los pasajeros. Marcó con un «no» mental a un clérigo, a un apuesto caballero y a un grupo de habladoras matronas que pasaron frente a él.

Su mirada se desvió hacia una mujer vestida de luto de la cabeza a los pies, y otro «no» se formó rápidamente en su cabeza. Aunque Elizabeth le había explicado que la señora Brown era viuda, su marido había muerto hacía años. Ya no llevaría ropas de luto.

Pero había algo en el rostro de la mujer que le hizo mirarla por segunda vez. Los ojos separados y el intrigante hoyuelo en medio de la barbilla… y la manera en que lo estaba mirando, como si lo reconociera.

Se sintió confuso, y alzó una mano para protegerse los ojos del sol. Aquélla no podía ser la mujer. ¿Dónde estaba la radiante sonrisa? ¿La alegría que despedía? ¿El toque de diablillo travieso? La tristeza y la seriedad envolvían a aquella mujer como una oscura nube. Robert miró detrás de ella, pero el único pasajero que quedaba era una gruesa matrona que batallaba por la pasarela con un trío de escandalosos perritos blancos.

Volvió a mirar a la mujer de negro. Ella caminó directamente hacia él, mientras escrutaba su rostro. Robert vio fugazmente un perdido mechón marrón que se escapaba del negro sombrero de la niujer. La reconoció de repente, y aunque supo sin lugar a dudas que era la señora Brown, su mente aún se negaba a ver en esa mujer a la del retrato que Elizabeth le había dado. Eran exactamente iguales… pero no se parecían en nada.

– Usted debe de ser lord Robert Jamison -dijo, deteniéndos a unos cuantos pasos de él-. Lo he reconocido por el dibujo que Eli zabeth me envió.

«Desearía poder decir lo mismo.»

Era imposible que aún estuviera de luto por su marido. Pero seguramente se trataba de eso, ya que Elizabeth no le había mencionado que la señora Brown hubiera sufrido alguna pérdida más reciente. Sintió compasión por ella. Sin duda debía de haber adorado a su marido y su muerte la había consumido de aquella manera tan dramática. Los ojos del color del buen coñac añejo, parecían angustiados y tensos en su pálido rostro. Qué pena que el luto la hubiera marcado así. Qué injusto que el hombre a quien amaba hubiera sido apartado de ella, Llevándose consigo la risa y la alegría de su esposa. Se la veía pequeña y terneros en esos severos ropajes, como si el dolor se la hubiera tragado por completo. Robert dejó a un lado la decepción y la pena que sentía por ella esperando que no se le hubiera reflejado en el rostro, y le ofreció su sonrisa más encantadora acompañada de una formal reverencia.

– Cierto. Y usted debe de ser la señora Brown.

– Sí. -Ni siquiera la sombra de una sonrisa apareció en aquel rostro. Su expresión se hizo incluso más grave mientras recorría con mirada el lugar donde se hallaba. Robert la contempló; se sentía extrañamente falto de palabras. Se devanó los sesos buscando algo que decir, pero ella lo dejó sin habla al acercarse más a él. Estaba tan cerca que la punta de sus zapatos le tocaban las botas y la falda negra le rozaba h pantalones. Tan cerca que sintió su perfume, una seductora mezcla de aire marino e inspiró profundamente algún tipo de flor. Antes de que tuviera tiempo de identificar la delicada fragancia, ella apoyó la mano enguantada en su manga y se alzó de puntillas, inclinándo hacia él.

iIba a besarlo! ¿Era así como hacían las cosas en América? La única otra americana que conocía era Elizabeth, y no podía negar que ésta se comportaba de una forma directa y amistosa, aunque no tan directa como eso. Pero no podía herir los sentimientos de la señora Brown rechazando su saludo tan poco británico.

Inclinó la cabeza y rozó con sus labios la boca de ella. Y se le paralizó todo el cuerpo. Durante unos segundos fue incapaz de moverse. No podía respirar. No podía hacer otra cosa que mirar fijamente los sorprendidos ojos de la mujer, mientras dos palabras inesperadas le resonaban en la cabeza.

«Por fin.»

Frunció las cejas y se agarró de ella como si se hubiera convertido en una columna de fuego. Por fin. Por todos los demonios, se había vuelto loco. Su próxima parada sería el manicomio estatal.

Las mejillas de la señora Brown se habían teñido de rojo.

– ¿Qué diantre esta usted haciendo? -preguntó en una voz que temblaba de inconfundible indignación.

¡Qué mal trago! Fuera lo que fuese lo que ella pretendía, era evidente que no era su intención que la besara. Y él deseaba con toda su alma no haberlo hecho. La boca todavía le hormigueaba con la insinuación de su sabor, y casi no podía resistir el impulso de lamerse los labios. O el de inclinarse sobre ella y lamerle los suyos.

Claramente turbado, Robert recorrió con la mirada el rostro de la joven, su atractivo rubor, las oscuras pestañas que enmarcaban los ojos, entre dorados y marrones, el hoyuelo que le agraciaba la barbilla, luego los labios… unos labios hermosos y gruesos. Húmedos, deliciosamente rosa, el inferior sensualmente lleno, y el superior, aunque pareciera imposible, más lleno aún.

¡Dios! ¿Qué clase de canalla era para atreverse a tener el más mínimo pensamiento lascivo hacia ella? ¡Pero si estaba de luto! Aunque tampoco era que hubiese tenido un pensamiento lascivo. Claro que no. Ese cosquilleo inexplicable que sentía sólo era… sorpresa. Sí, sólo era eso. Ella le había sorprendido. ¿Y la sacudida que había notado? Simplemente bochorno. Sí, se había comportado como un burro. No era la primera vez, y por desgracia, dudaba de que fuera la última.

Aliviado de haber vuelto a poner las cosas en la perspectiva correcta, dio otro paso hacia atrás.

– Mis disculpas, señora. No quería ofenderla. Le aseguro que pensé que usted tenía intención de besarme.