– ¿Y por qué iba a querer hacer una cosa así?

En vez de sentirse ofendido por la pregunta y el tono, le hizo gracia.

– ¿Quizá fuera una forma americana de saludar?

– En absoluto. Simplemente intentaba preguntarle algo de una forma discreta.

– Ah. Deseaba hablarme al oído.

– Exactamente.

– ¿Y qué quería…?

– ¡Alberta! Por fin te encuentro, querida.

Robert se volvió hacia la aguda voz. Una matrona baja, gruesa y vestida con elegancia se acercaba a trompicones hacia ellos, intentando sin mucho éxito controlar tres perritos blancos, que parecían tirar de ella en tres direcciones diferentes. Incluso si no hubiese reconocido a la formidable lady Gaddlestone, era imposible confundir a sus tres perros, esos pequeños encantos que recordaba claramente de la última vez que los había visto, cuando, para sí, les había puesto los motes de sir Meamucho, sir Muerdealgo y sir Rascapierna.

– ¡Tedmund! ¡Edward! ¡Frederick! ¡Parad inmediatamente! -La baronesa tiró de las correas, sin poder detener al trío antes de que la arrastraran más allá de él y la señora Brown. Una de las bestezuelas levantó rápidamente la pata y remojó una mala hierba que había crecido entre los adoquines. Los otros dos saltaron alrededor de Robert, uno contemplando su tobillo como si estuviera pensando en darle unos cuantos mordiscos y el otro observando su pantorrilla con una mirada indudablemente lujuriosa.

– Sentaos -ordenó Robert, alzando las cejas.

Tres traseros caninos se dieron inmediatamente con las piedras del suelo, y tres pares de ojillos negros le miraron fijamente.

– Maravilloso, lord Robert -exclamó la baronesa, jadeando agotada-. Aunque debo decir que resulta muy irritante que los chicos hagan caso a casi cualquier extraño y no a su mamá.

– Ah, pero es que Teddy, Eddie, Freddie y yo somos viejos amigos, ¿no es cierto? -Robert se agachó y les hizo cosquillas en el sedoso pelaje. Inmediatamente se le presentaron tres barriguillas para que las rascara-. Compartimos algunos paseos muy tonificantes la última vez que usted visitó Bradford Hall. -Se levantó, para consternación de los chicos, e hizo una reverencia a la baronesa-. Es una sorpresa y un placer verla de nuevo, lady Gaddlestone. No estaba al corriente de que viajara en el barco. Veo que ya conoce a la amiga de mi cuñada, la señora Brown.

– Sin duda. Alberta ha sido una magnífica compañera de viaje. Contratarla fue un golpe de genio por mi parte.

¿Contratarla? ¿De qué estaba hablando la baronesa? Robert miró a la señora Brown y notó que, aunque un ligero rubor le había cubierto las mejillas, alzaba la barbilla y lo miraba con una expresión altiva digna del príncipe heredero de la Corona, casi retándolo a que se atreviera a desaprobar el haber aceptado tal empleo. Pero él no lo hizo. Sin embargo, que hubiera aceptado un empleo le sorprendió y le despertó la curiosidad.

Antes de que pudiera pensar más en el asunto, la baronesa siguió hablando.

– Nunca podría haberme consolado si se hubiera ahogado esta mañana.

Robert se quedó mirando a la baronesa.

– ¿Ahogado?

– ¡Sí, cielos, ha sido espantoso! -Un estremecimiento recorrió el generoso cuerpo de lady Gaddlestone-. A la pobre muchacha le golpeó un cabrestante suelto y la lanzó por encima de la borda. Gracias a Dios, los chicos vieron lo que pasaba. Ladraron hasta que casi les dio una apoplejía. El capitán Whitstead realizó una brillante maniobra y la tripulación sacó a Alberta del mar. Por suerte nada como un pez.

La baronesa agitó una mano frente al rostro, y Robert confió en que no estuviera a punto de desmayarse. Pero recordó que, gracias al cielo, la baronesa no era propensa a desvanecerse artísticamente sobre el diván y llamar pidiendo sus sales. Haciendo honor a tal recuerdo, la baronesa se recuperó. En cuanto estuvo seguro de que la baronesa estaba bien, Robert dirigió su atención a la señora Brown.

– Lamento mucho que sufriera tan terrible accidente. ¿Resultó herida?

– No. Sólo asustada.

– ¡Oh, pero usted nunca lo hubiera dicho! -interrumpió lady Gaddlestone-. Estuvo realmente magnífica, mantuvo la calma y flotó hacia la superficie como un corcho. Cielos, yo hubiera gritado como una loca, y luego me hubiera hundido como una piedra. El capitán Whitstead quedó muy impresionado. Y por mi parte, creo que mc habría desmayado por primera vez en mi vida si no hubiera tenido que rescatar de los hicos a uno de los los tres se habían lanzado contra los tobillos del señor Redfern. ¡Oh, nunca los había visto morder y gruñir de tal manera! Por suerte, el señor Redfern se mostró muy comprensivo cuando le expliqué que todo ese alboroto había afectado la delicada naturaleza de los chicos. Naturalmente, sus pantalones nunca serán los mismos, estoy convencida. -Lanzó un pequeño suspiro y prosiguió-: Ahora sólo nos cabe esperar que Alberta no sufra ninguna molestia posterior, como una congestión pulmonar. -Clavó una severa mirada en la señora Brown. Deberías tomar un baño caliente en cuanto te instales y luego irte a la cama.

La señora Brown asintió con la cabeza.

– Yo…

– Y usted-insistió la baronesa, mirando fijamente a Robert- debe asegurarse de que la cuiden adecuadamente hasta que la duquesa pueda hacerse cargo de ella.

– Sin duda alguna.

– Excelente. -Lady Gaddlestone asintió, claramente satisfecha de que sus órdenes fueran a ser obedecidas-. Bien, según creo, la duquesa está a punto de dar a luz. ¿Ha llegado ya el bebé?

– Hasta ahora, no. -Una risa apagada resonó en la garganta de Robert-. Pero Austin ha hecho un surco en el salón de tanto pasear de arriba abajo.

– Bueno, espero que se me informe cuando el bebé nazca, para poder programar una visita. Adoro comprar regalos para los bebés. -Inspeccionó a Robert de arriba abajo-. Tiene muy buen aspecto, joven -proclamó con un gesto de aprobación-. Cuesta creerlo, pero me atrevería a decir que resulta aún más apuesto que la última vez que lo vi. Tiene un aspecto parecido a su padre. Y el mismo brillo malicioso en los ojos.

– Gracias, milady. Yo…

– Quizá pueda animar un poco a la señora Brown -continuó imparable la baronesa-. La pobre sigue de capa caída por la pérdida de su amado David. Lo que necesita es reírse. Le he dicho docenas de veces que es demasiado seria, ¿no es cierto, señora Brown?

La señora Brown no tuvo oportunidad de responder, porque la haronesa siguió hablando.

– Pero, como mínimo, ha disfrutado con los chicos. Han conseguido incluso que sonriera un par de veces. Es una mujer muy hermosa cuando sonríe, con lo que no intento insinuar que no lo sea cuando no sonríe, lo que desgraciadamente ocurre casi todo el tiempo, pero cuando sonríe es muy hermosa. Dígame, querido joven, ¿tienen un perro el duque y la duquesa?

– Sí. Tienen…

– Excelente. La compañía canina le ira muy bien a la señora Brown. Y ahora, querido joven dígame, ¿está casado?

– No.

– ¿Prometido?

– Me terno que no.

La baronesa enarcó las cejas y apretó los labios, y Robert casi podía oír los engranajes funcionando en la cabeza de la mujer.

– Excelente -exclamó finalmente, y Robert no estuvo muy seguro de querer saber qué pretendía decir con eso. La baronesa miró más allá de Robert y agitó la mano enguantada-. Mi carruaje está listo para partir.

Extendió la mano y Robert, con cortesía, se inclinó y rozó la punta de los dedos con los labios.

– Siempre es un placer verla, lady Gaddlestone. Bienvenida a casa.

– Gracias. Debo decir que es un alivio tener los pies de nuevo sobre suelo inglés. -Se volvió hacia la señora Brown-. Nos volveremos a ver antes de que regreses a América, querida.

– Eso espero -repuso la señora Brown.

– Puedes contar con ello. -Dando un ligero tirón a las correas, puso a su jauría en movimiento y estuvo a punto de que ésta la tirara al suelo-. Adiós -resopló mientras se alejaba a trompicones.

En cuanto calculó que la baronesa no podía oírte, Robert se volvió hacia la señora Brown y le ofreció una sonrisa tímida.

– Me siento como si me hubiera pasado por encima un carruaje desbocado.

La señora Brown lo miró; estudió su atractivo semblante, su media sonrisa y sus maliciosos ojos, y sintió que se le hacía un nudo en la garganta. Con el pelo de ébano y los ojos azul oscuro, no se parecía nada al rubio David con sus ojos marrones, pero la expresión burlona, la sunrisa fácil… le resultaban dolorosamente familiares.

– Lady Gaddlestone es muy amable -dijo después de aclararse la garganta.

– No he pretendido decir otra cosa. Sin embargo, sería capaz de hablar hasta hacer oír a un sordo. -Su mirada recorrió el rostro de la señora Brown; se veía preocupación en sus ojos-. ¿Está segura de que se encuentra bien después del accidente?

«¡Accidente!»

– Sí, gracias.

– Ahora que la baronesa se ha marchado, quizá me dirá lo que estaba a punto de decirme antes de que apareciera. -Una luz juguetona le iluminó los ojos-. ¿Algo que me quería susurrar al oído?

Allie notó que le ardía el rostro. ¿Podría ser que ese hombre no se tomara nada en serio? ¡No sólo había tenido la temeridad de besarla sino que se atrevía a bromear sobre ello! Se aferro a su vestido para evitar tocarse los labios, donde la había besado. ¿Como era posible que un roce tan ligero, que había durado menos de un segundo, la hubiera afectado tanto?

«Me sorprendió, eso es todo. Estos latidos acelerados… son simplemente el resultado de lo inesperado. Y lo indeseado.»

Echó una mirada por el bullicioso puerto y otro estremecimiento le recorrió la espalda. Alguien la estaba observando. Estaba segura.

– Sólo pretendía preguntarle discretamente si podíamos marcharnos cuanto antes -dijo, intentado contener su inquietud-. Había notado que lady Gaddlestone venía hacia nosotros y…

– Ah. No me diga más. Lo entiendo perfectamente. Incluso la gente que nos gusta puede resultar agotadora en ciertas ocasiones. Partiremos inmediatamente. -Le dedicó una sonrisa y le ofreció el brazo, inclinando la cabeza en otro gesto tan similar a los de David que Allie tuvo que apretar los dientes-. Mi carruaje está aquí cerca.

Como ella no se decidía a tomarlo del brazo, él cogió su mano con naturalidad y la colocó sobre el codo que mantenía doblado.

– ¿Lo ve? -comentó-. No me como a nadie. Casi nunca.

Allie comenzó a caminar a su lado, intentando reconciliar el impulso de apartar la mano y el innegable alivio que la seguridad de su presencia le ofrecía. Sentía el brazo firme y musculoso, más que el de David, bajo la mano. Y aunque lord Robert era varios centímetros más alto que David, acomodó sus largas zancadas a sus pasos más cortos, a diferencia de David. Allie siempre había sentido que tenía que correr para mantenerse al lado de su marido.

Cuando llegaron junto a un elegante carruaje lacado en negro, lord Robert dio instrucciones al lacayo que les esperaba para que fuera a recoger el baúl de Allie. Luego la ayudó a subir al vehículo y se sentó en el asiento de terciopelo gris frente a ella. La joven decidió que había llegado el momento de explicarse y se aclaró la garganta.

– Me temo que le debo una disculpa, lord Robert. Ha recorrido todo el camino desde Bradford Hall para acompañarme a ver a Elizabeth, pero lo cierto es que debo permanecer en Londres al menos un día o dos. Tengo algunos negocios de los que ocuparme. -Obligó a sus manos a estarse quietas y no tirar de la tela de su vestido-. Hay varios asuntos en relación con las posesiones de mi difunto marido que debo solucionar. Se instaló en América, pero era inglés, ¿sabe? De Liverpool.

– No, no lo sabía. -Lord Robert miró el vestido de luto. La compasión que se veía en su mirada era inconfundible-. Lamento mucho su pérdida.

Allie bajó los ojos para que él no pudiera leer en ellos.

– Gracias.

– Aunque no es exactamente el momento adecuado para hablar de ello, sé lo que es perder a alguien a quien se quiere. Mi padre murió hace unos años. Lo echo de menos todos los días.

Parecía querer decir algo más, pero permaneció en silencio.

– Lo entiendo -repuso Allie-. Yo también pienso en David todos los días. -Respiró hondo y añadió-: Estoy segura de que está ansioso por regresar a Bradford Hall a esperar el nacimiento de su sobrina o sobrino, y no deseo causarle más molestias. Si me recomienda una pensión de confianza, yo misma organizaré mi traslado a la propiedad cuando haya terminado con mis asuntos.

Robert estaba claramente sorprendido, pero no le hizo ninguna pregunta. Al contrario.

– No será necesaria una pensión, señora Brown. Elizabeth y Austin insistirán en que se aloje en su mansión de Londres.

– Oh, pero no puedo…

– Claro que puede. Elizabeth pedirá mi cabeza si le permito alojarse en una pensión. Y como hay varios asuntos que podrían requerir mi atención, no tengo ningún inconveniente en permanecer en Londres hasta que esté lista para ir a Bradford Hall. Tengo unas habitaciones en Chesterfield que están a poca distancia de la mansión.