– ¿Sabes quién es más insufrible que tú?

– ¿Quién?

– Nadie.

Robert echó la cabeza hacia atrás y rió. Ah, sí, la vida era marav¡llosa. Había encontrado a la mujer que amaba, y aún podía tomarle el pelo a su hermana. Y la vida era tan buena que aún podía ser mejor. Porque tenía toda la noche planeada. Hacer el amor con Allie y lueg pedirle que fuera su esposa. Su voz interior lo interrumpió, indicándo que era posible que ella tuviera algo que objetar a su pasado, pero Robert no quiso hacer caso de esa molesta advertencia. Nada le estropearía esa velada. Y menos aún algo que había pasado cuatro años atrás. «Te estás engañando. Sabes cómo reaccionaría si lo supiera.» Sin duda. Y por eso precisamente que no tenía ninguna intención de explicárlo por el momento.

Más adelante. Se lo diría más adelante. Cuando ella ya lo amara lo suficiente para comprenderlo. Cierto que nunca podría explicarle toda la historia, pero seguramente conseguiría hacer que lo entendiera. Pero no esa noche. Esa noche se le declararía. Ella diría que sí, y anunciarían su compromiso al día siguiente durante el desayuno. La familia la recibiría con los brazos abiertos, porque era evidente, sobre todo después de esa cena, que Allie se entendía con ellos a la perfección. Elizabeth la quería, y no había duda de que a Caroline y a su madre les gustaba mucho. Y él… él era un hombre profundamente enamorado.

Ah, sí, la vida era maravillosa.

Después de la cena, Robert sugirió que pasaran a la sala de música.

– ¿Por qué? -La pregunta vino del duque, quien, según notó Allie, miraba a Robert con recelo mal disimulado.

– Quisiera entreteneros con una canción.

Allie casi se atragantó de risa al ver las diferentes expresiones de horror que la rodearon. Caroline y su madre parecía que hubieran encontrado un insecto nadando en sus tazas de té, mientras que el duque y lord Eddington ponían cara de haber mordido algo muy ácido. Sólo Elizabeth parecía divertida.

– Por Dios, hombre -dijo el duque-, si no te apiadas del resto de nosotros, como mínimo ten consideración con Elizabeth. Acaba de pasar por un duro trance.

– Tonterías -exclamó Elizabeth, tomando a Robert del brazo y dirigiéndose hacia la sala de música-. Ya sabes lo animosa que soy. Me encantará escuchar una canción.

Se alzó un gemido colectivo, pero, aunque a regañadientes, todos los siguieron por el pasillo. Allie caminaba junto a la madre de Robert.

– Lo siento, querida -le susurró ésta-. Es mi hijo y lo amo, pero no afina ni a palos. Hemos intentado desanimarle, pero me temo que le gusta cantar.

– Ya lo he oído cantar -le confesó Allie-. Y tocar el piano. En la mansión de Londres.

– Oh, bueno. Así ya lo sabes.

– ¿Que no tiene nada de oído? Me temo que sí. Pero bueno, yo tampoco.

– Entonces encajarás con nosotros perfectamente, querida. Todos somos terribles cantando, aunque Caroline toca el piano medianamente bien.

Al llegar a la sala de música, Pirata alzó la cabeza desde su confortable posición sobre la alfombra de la chimenea y movió la cola, ilusionado. Todos se sentaron en los sofás y sillones, excepto Robert, que tomó su lugar ante el piano. En cuanto se situó ante el instrumento, Pirata, sin duda notando lo que se avecinaba, se puso en pie y trotó ligero hacia el corredor, con la cabeza baja y el rabo entre las piernas. El duque susurró algo que sonó sospechosamente parecido a «perro listo».

Robert sonrió a su público.

– ¿Querría alguien actuar antes que yo?

– ¡No! -respondieron todos al unísono.

– Queremos que empieces y acabes, querido hermano -repuso Caroline con una dulce sonrisa.

– Os diré que la obra que voy a interpretar os dejará estupefactos…

– «Helados» reflejaría más la realidad -interrumpió el duque secamente.

Robert alzó el mentón en un gesto teatral.

– … os dejara estupefactos porque es un dueto. Y ahora le ruego a mi adorable acompañante que se una a mí. Se volvió hacia ella-. ¿Allie?

Allie sintió que el calor le ardía en las mejillas y negó firmemente con la cabeza.

– Oh. No podría.

– Claro que puede -la animó Robert-. Cantaremos la canción que cantamos en Londres, para celebrar el nacimiento de Lily.

– Eso sería encantador, Robert -dijo Elizabeth.

Robert miró a su público.

– ¿Lo veis? Elizabeth piensa que sería encantador.

– Elizabeth es excesivamente educada -musitó el duque.

– La verdad -intervino Elizabeth, con los ojos reluciendo con un brillo travieso, estoy ansiosa por oír a Allie cantar y tocar el piano. Esas habilidades deben de ser de nueva adquisición. La conozco de toda la vida y tosió discretamente en la mano-, y no era exactamente una gran cantante.

Intentando no reírse, Allie puso su expresión más altiva. Luego avanzó hacia el piano como un barco a todo trapo y se colocó junto a Robert sobre el banco acolchado.

– Creo que nuestro talento musical ha sido puesto en entredicho, caballero.

– Ciertamente. Por lo tanto, debemos, en nombre del honor, resarcirnos. -Robert lanzó a su hermano una mirada angelical-. Tú ya me debes veinte libras por la partida que perdiste.

Su revelación alzó un murmullo de conversaciones. Allie se volvió hacia Robert y le habló en voz baja.

– ¿Has ganado? ¿Con los ojos cerrados?

– He ganado. Ya lo dije, yo siempre juego para ganar.

– Supongo que tu hermano estaba bastante nervioso -le murmuró con una sonrisa burlona.

– Sí. -A pesar de sus bromas, Allie podía ver claramente el ardor en los ojos de Robert-. Pero aprovecharte de las debilidades de tu oponente es parte del juego.

– Ejem. Puedes empezar cuando gustes, hermano -dijo la voz del duque. Allie apartó la mirada de Robert y se dio cuenta, no sin cierto disgusto, que la conversación se había detenido y cinco pares de ojos se clavaban en ellos con diversos grados de suspicacia.

Pero en vez de parecer avergonzado, Robert sonrió ampliamente.

– Si insistes…

Tocaron la misma canción que en Londres, y si eso era posible, su actuación fue aún más horrenda que la última vez. Probablemente porque Allie no podía recuperar el aliento de tanto reír ante las payasadas de Robert, que cantaba a todo pulmón desafinando terriblemente.

Sin embargo, cuando llegaron a la estrofa final, Robert redujo el ritmo y bajó la voz, para cantar las últimas palabras con suavidad, aunque también desafinadas.

El sol sus hermosos rasgos reflejaba

Mientras ella, a ver si él osaba, esperaba,

Y él no la decepcionó en eso

Pues sobre sus tiernos labios depositó un beso.


Mientras la última nota disonante aún resonaba en la sala, Allie sintió sobre sí la mirada de Robert y dejó los ojos clavados sobre las teclas a propósito, temiendo que si le miraba, él y todos los demás notarían lo mucho que deseaba que escenificara la letra de la canción y depositara un beso en sus labios. Sólo cuando el aplauso comenzó, Allie alzó la mirada, y entonces fijó su atención en el público.

Elizabeth se acercó, abrazó a Robert y luego a Allie.

– Ha sido estupendo.

– «Estupendo» -se oyó decir al duque en un nada disimulado aparte con lord Eddington- es una palabra americana que quiere decir: «Robert, desafinas sin remedio y deberías avergonzarte de haber arrastrado a la pobre señora Brown al abismo de tu falta de talento musical.»

– Quizá tú quisieras obsequiarnos con una canción, Austin -sugirió Caroline.

Una expresión de horror cruzó el atractivo rostro del duque.

– Dios nos salve. No deseo veros saltar por la ventana para escapar de la cacofonía. Ciertamente creo que sería mejor que Elizabeth y yo nos retiráramos. -Miró a su esposa con amorosa preocupación-. No quisiera que te fatigases, querida.

– Me encuentro un poco cansada -admitió Elizabeth. Abrazó a Allie-. Pero ha sido una velada maravillosa. Y gracias a ambos por la canción.

Como era casi medianoche, todos los demás también decidieron retirarse. Subieron juntos las escaleras y luego se separaron para dirigirse a sus respectivas alcobas. Allie tuvo mucho cuidado de no mirar directamente a Robert, porque sabía que su rostro la traicionaría. Incluso sin mirarlo, supo que se había sonrojado. Después de desear buenas noches a todos, se apresuró hacia su dormitorio. Cerró la puerta a su espalda y se recostó contra el panel de roble. Cerró los ojos y notó cómo le latía el corazón de ilusión.

¿Cuánto tardaría en llegar Robert?

En el cuarto de Lily, Elizabeth contemplaba el sueño de su minúscula hijita. Austin se le acercó por detrás, colocándole las manos sobre los hombros, y Elizabeth se apoyó sobre su pecho. Él le dio un cariñoso beso en el cuello, luego juntó su mejilla con la de ella y juntos contemplaron admirados a Lily.

Un suspiro se escapó de entre los labios de Elizabeth. Austin se irguió, y la hizo girar para quedar frente a ella.

– ¿Te encuentras bien? -preguntó, mientras su ansiosa mirada le recorría el rostro.

Elizabeth se obligó a sonreír para tranquilizarlo.

– Sí. Solo cansada. -Pero negó con la cabeza-. No, no es sólo el cansancio. También estoy preocupada. Por Robert y Allie.

– ¿Has visto algo más?

Elizabeth lo miró a los ojos.

– Robert está enamorado de ella. -una ligera sonrisa curvó las comisuras de los labios de Austin.

– Querida, incluso yo, que no poseo tu clarividencia, puedo ver eso. -Al ver que no le devolvía la sonrisa, se puso serio-. Pensaba que esa unión te complacería. Es más, ¿no habías predicho que se enamoraría de ella?

– Sí. Y me haría muy feliz, excepto que…

– ¿Estás preocupada por el peligro que sentiste?

– Sí. Aún lo siento. Pero siento algo más… algo incluso más inminente. -Sacudió la cabeza-. A Robert se le va a romper el corazón, Austin.

Los dedos de Austin se tensaron sobre sus hombros.

– ¿Estás segura? Parece evidente que a ella no le resulta indiferente.

– Lo sentí, con mucha intensidad, cuando los toqué en la sala de música. Sufrimiento. Para ambos.

Michael Evers se tendió sobre el colchón lleno de bultos, con todos los músculos del cuerpo doloridos por el cansancio. Había cabalgado duramente casi sin descansar, cambiando de caballo con frecuencia, intentando adelantarse a la tormenta que se estaba formando en el cielo hacia el sur de su ruta. Había llegado a Liverpool hacía menos de una hora. Exhausto, había buscado una posada, había comido un poco de estofado y luego se había derrumbado sobre la cama.

Al día siguiente por la mañana cruzaría el mar de Irlanda hacia Dublín, un viaje que no le apetecía. Odiaba el agua. Odiaba todo lo que tenía que ver con ella. Navegar, pescar, todo eso. Era muy probable que su desagrado surgiera de su incapacidad para nadar. Siempre que se aventuraba cerca del agua, una capa de sudor le cubría todo el cuerpo. Claro que ese temor era algo que nadie conocía. «Nunca hay que mostrar debilidad», era su lema. Y en el tipo de trabajo al que se dedicaba y dadas las compañías que frecuentaba, no se podía permitir que nadie lo supiera. Prefería cabalgar sobre un maldito caballo durante todo el día que pasar cinco minutos en un puñetero barco. Sí, que le dieran la sólida piel de un caballo bajo su trasero y no unas planchas de madera a merced de las impredecibles mareas y las olas, que ondeaban y rompían de un modo que hacía que se le revolviera el estómago.

La verdad era que podía haber conseguido pasaje para la barcaza de ganado que zarpaba a medianoche. Pero, demonios, no podía enfeenrarse a la idea de cruzar toda esa agua a oscuras. Lo mejor era pasar la noche allí, descansar y cruzar a la luz del día, cuando pudiera ver qué pasaba. Ver donde estaban las barandillas de la borda, para no caerse accidentalmente desde el maldito puente.

Además, durante años la señora Brown había estado en posesión de la nota que en ese momento estaba oculta en su chaleco. ¿Qué podían importar unas cuantas horas más?

18

Exactamente treinta minutos después de medianoche, Robert entró sigilosamente en el dormitorio de Allie y cerró la puerta con llave. Se hallaba junto a la chimenea, rodeada de un halo de luz dorada que la hacía parecer etérea. Excepto por los ojos. Éstos se veían maliciosamente despiertos y cargados de deseo.

Robert sintió un nudo en la garganta. Le parecía que había esperado una eternidad para encontrarla, que la había buscado por todas partes. Y ahí estaba. Esperándolo. Por fin. Cuando sus miradas se encontraron, Robert atravesó la sala, sus pies descalzos se hundieron en la mullida alfombra. Iba cubierto sólo por su bata azul marino, anudado a la cintura, y a cada paso la tela de seda rozaba dolorosamente su recalentada piel. Se detuvo ante ella, con el corazón saltándole dentro del pecho como si hubiera corrido diez kilómetros.