Y no podía olvidar tampoco que ella nunca podría ser la mujer que se los diera.

El corazón le palpitaba de dolor. El recuerdo de Robert haciendo saltar a los niños sobre sus rodillas, a unos niños que lo miraban con ojos llenos de cariño, no debería hacerle tanto daño. Había sabido que su relación con Robert nunca acabaría en matrimonio y sabía que no habría hijos en su futuro. Pero los habría en el de él. Y eso le causó tristeza y un anhelo extremadamente doloroso.

Sí, era posible que pudiera satisfacerlo durante un tiempo, pero al final él querría hijos. Y ella no se los podía dar.

Era obvio que Robert había dejado su pasado atrás, que había seguido con su vida. Recordó sus palabras sobre el incendio: «No es algo de lo que me guste hablar.» Era como si hubiera guardado lo ocurrido en una caja y hubiera escrito «En el pasado. No hablar», y luego hubiera dejado la caja en un rincón de su armario, para no volver a verla.

No importaba. Su apasionada relación se había acabado. Simplemente había finalizado un poco antes de lo previsto.

Sólo le faltaba convencer a su corazón.

Robert entró en su dormitorio y fue derecho hacia los licores. Bebió de un trago una cantidad considerable de coñac y luego se sirvió otro. Mientras se llevaba la copa a los labios, vio su reflejo en el espejo. Del cuello hacia abajo tenía el aspecto de un hombre acabado de salir la cama de su amante: desarreglado y con el batín arrugado. Del cuello hacia arriba, parecía un hombre que acabara de perder todo aquello de un zarpazo: vacío, con los ojos hundidos y demacrado.

Saludó a su reflejo con una inclinación de cabeza y alzó la copa imitando un brindis.

– Bueno, pues no ha ido muy bien, ¿verdad?

Se bebió de un trago el potente licor, disfrutando del ardor interno, que al menos servía para probar que no estaba completamente insensible. Quizá después de unas cuantas copas empezaría a sentirse mejor. Tal vez unas cuantas docenas fuera lo necesario.

– Maldición, no hay coñac suficiente en todo el imperio para hacerme sentir mejor -musitó. Claro que con suficiente coñac podía llegar a no sentir nada, lo que en ese momento sería una bendición. Se sirvió dos dedos más en la copa de cristal, se dirigió al sillón ante la chimenea y se dejó caer en él. Se inclinó hacia delante, apoyando los codos sobre las rodillas, y se quedó mirando las bajas llamas, como si contuvieran la respuesta a todas sus preguntas. Y sabía Dios que tenía una buena cantidad de preguntas. El problema era que no le gustaban las malditas respuestas. A decir verdad, sólo había conseguido una respuesta positiva a una pregunta: Allie sí que sabía a madreselva por todas partes.

Una imagen de ambos juntos y desnudos, de sus labios acariciando los de ella, le pasó por la cabeza, y con ella una sensación de agonía que lo dejó sin aliento. Aún podía notar su sabor en la lengua. Sentir la huella de su sedosa piel… una piel que no volvería a tocar.

¡No! La palabra le resonó en la cabeza con intensidad devastadora. No podía haber acabado todo entre ellos. Pero si acababan de empezar a…

Pero ¿qué alternativa tenía? La había perdido a causa de su propia estupidez. Allie le había expresado claramente sus sentimientos. No lo quería. No lo amaba.

Se frotó el pecho con la mano. Maldición, que hubiera rehusado una proposición de matrimonio dolía. Pero que no lo amara… Dios, eso era como si lo cortaran en dos con un cuchillo oxidado. Más hubiera valido que Allie le arrancara el corazón y lo tirara al suelo. Y lo pisoteara, ya de paso.

Pero sólo podía culparse a sí mismo. Se lo debería haber explicado. Era obvio que se había comportado como un idiota al creer que Allie no se enteraría, pero hacía tanto tiempo que… ¿Se lo habría contado Elizabeth? Era posible, pero lo dudaba. Supuso que podía preguntárselo, pero poco importaba ya la respuesta. Lo más probable era que Allie hubiera oído los chismorreos de algún criado. O tal vez lady Gaddlestone se lo hubiera mencionado mientras cruzaban el océano.

Lo cierto era que no importaba cómo se hubiera enterado. A sus ojos, él era culpable. No sólo de un crimen sino también de no explicárselo. Recordó la mirada de los ojos de Allie. Lo había mirado como si fuera un… criminal. La acusación había brillado claramente en su mirada, gritándole: «Eres igual que David.»

Dios, eso dolía. Pero no la podía culpar, sobre todo porque él no había dicho nada que le pudiera hacer cambiar de opinión. Deseaba decirle toda la verdad, tanto que le dolía el cuerpo, pero estaba ligado a promesas que no podía romper. Nunca se lo había explicado a nadie. Y había dado su palabra de no hacerlo. Por desgracia, había más cosas en juego que sus deseos y sus afectos.

Maldición, no era un criminal. Pero había cometido un crimen…

Sí, había hecho lo que tenía que hacer, pero nunca había pensado que, cuatro años después, esos actos le costaran la mujer a quien amaba.

Si lo hubiera sabido, ¿habría tomado las mismas decisiones aquella noche? Bebió un largo trago de coñac y cerró los ojos.

«No lo sé. Que Dios me ayude, no lo sé.»

Claro que si consideraba todo lo ocurrido, su pasado importaba un bledo. Era tan sólo el último clavo del ataúd. Podría haber sido un santo, y Allie seguiría rechazándolo. No lo amaba. No lo quería. No descaba volver a casarse nunca. Al derramar sus sentimientos como una fuente, lo único que había conseguido era quedar como un burro. Ya había esperado que a ella le costara aceptar su proposición de matrimonio. Su error fatal había sido subestimar la intensidad de esa reticencia.

Se acabó el coñac y depositó la copa vacía en la chimenea. Dejó espar un prolongado gemido y se cubrió el rostro con las manos. Maldición, se había acabado. Tenía que aceptarlo. Le había ofrecido todo que tenía: su amor, su corazón, su apellido, y ella lo había rechazado.

¿Por qué no había podido enamorarse de una dócil muchachita inglesa sin un maldito marido difunto, sin problemas, sin ningún loco tras ella y sin aversión al matrimonio? Alguien dispuesto a aceptar que los errores pasados se quedaban en el pasado. Alguien que, al proponerle matrimonio, hubiera sabido la respuesta correcta era: «Oh, sí, Robert. Me encantaría ser tu esposa. Te amo, Robert» y no «No tengo ningún deseo de volverme a casar. Quiero un amante, nada más. Para siempre no es en lo que estoy pensado».

Una palabrota que pocas veces pronunciaba salió de sus labios. Por un momento pensó en dejar Bradford Hall y escaparse a Londres, o adonde fuera, mientras ella permaneciera allí, pero descartó esa idea. Con la advertencia de peligro que le había hecho Elizabeth rondándole por la cabeza, se negaba a dejar a Allie sola, lo quisiera ella o no. Y también tenía que permanecer allí para esperar que Michael regresara de Irlanda. No, tenía que dejar a un lado sus sentimientos y seguir como si nada hubiera sucedido. Como si sus sueños de una esposa y una familia no se hubieran hecho pedazos. Como si su corazón no se hubiera roto.

Lester Redfern avanzaba trabajosamente en la oscuridad, maldiciendo el barro que se le pegaba a las botas y hacía que cada pie le pesara cien kilos. Maldición, un hombre de su calibre no debería tener que aguantar ese frío, esa lluvia y esa porquería.

Ráfagas de viento agitaban los árboles a su alrededor, y Redfern miraba a derecha y a izquierda, nervioso y con el corazón golpeándole el pecho. Diablos, odiaba los bosques, sobre todo por la noche, con todos esos ruidos raros y esas sombras, que uno ni sabía dónde estaba. Se quedaba con Londres.

Pero por grande que fuera su odio hacia los bosques, era poca cosa comparado con lo que llegaba a odiar los caballos, y un caballo en concreto. Ese jamelgo encabritado lo había tirado al barro, después de morderle la mano. Flexionó los magullados dedos y murmuró una letanía de maldiciones. Y todo eso mientras estaba desenganchado a la bestia después de que las ruedas de su calesa se hubieran quedado atrapadas en el barro.

Por todos los demonios, aquello era una locura. Iba a morir ahí fuera bajo la lluvia y el frío. La humedad le calaba las suelas de las horas. Apretó los dientes. Con esa lluvia, que hasta borraba los camino.Y tendría suerte si llegaba a Bradford Hall, suponiendo que pudiera en contrar el maldito lugar, al cabo de un mes. Había tardado todo el día en cubrir una distancia que hubiera recorrido en una hora si esa maldita lluvia no hubiera empezado.

Bueno, no estaba dispuesto a andar hasta Bradford Hall, de eso estaba seguro. El conde tendría que esperar para recuperar su querida carta hasta que mejoraran las condiciones atmosféricas.

– Y me va a tener que pagar un extra por el esfuerzo que hago-masculló Redfern -. Y también tendrá que reponerme las botas y conseguirme un elegante abrigo.

Un fuerte chirrido le llamó la atcncidn. En medio de la oscuridad consiguió ver más adelante lo que parecía el brillo de un fárol. Una chispa de esperanza prendió en su frío, mojado y embarrado ser, y se lanzó hacia allá. Dobló una esquina y casi cayó de rodillas de alivio. Balanceandose bajo las rafagas de viento, con los goznes chirriando, había un cartel: El Cubil del Oso. Una posada, o como mínimo un pub, donde podía conseguir comida, calentarse delante del fuego y rezar para que parase esa maldita lluvia. Y cuando cesara, lo que seguramente ocurriría pronto, seguiría su camino hacia Bradford Hall. Y hacia la señora Brown.

20

Robert estaba sentado a oscuras en la sala de billar, contemplando las ardientes ascuas de la chimenea y contando las campanadas del reloj de la repisa, que daba la medianoche. Las ráfagas de viento golpeaban las ventanas, pero al menos la implacable lluvia por fin había cesado. Había pensado con ironía que tal vez Austin, Miles y él tuvieran que empezar a construir un arca. Durante los últimos cuatro días, habían estado cayendo espesas cortinas de agua desde un cielo gris, un cielo que estaba totalmente acorde con su humor.

Cuatro días. Cuatro días desde el último encuentro con Allie en su dormitorio. Cuatro días intentando con todas sus fuerzas evitarla en la enorme casa, que de repente no parecía mayor que la choza de un camino. Cuatro noches interminables e insomnes, tumbado en la cama, intentando sin éxito pensar en algo, en cualquier cosa que no fuera ella.

El resto de la familia se había retirado hacía más de una hora, y él también, pero después había salido de su cuarto, incapaz de enfrentarse a otra noche en vela en su cama vacía. Solo. Miró la copa de coñac que tenía en las manos. Previamente ya había vaciado la botella de su habitación.

Allie y él habían conseguido evitarse durante esos días, aunque no estaba seguro de si era él quien la evitaba a ella o ella quien lo evitaba a él. Había pasado la mayor parte del tiempo en el despacho de Austin, ayudando a su hermano con las cuentas de las tierras, lanzándose a la tarea con un entusiasmo que había sorprendido a Austin. Pero Robert necesitaba tener la mente y las manos ocupadas para no pensar en Allie. Para no buscarla y encontrar alguna excusa que le permitiera tocarla.

Cuando no estaba ayudando a Austin con las cuentas, se quedaba leyendo solo en la biblioteca, jugaba al billar con Austin o Miles y pasaba largos ratos con James y Emily en el cuarto de los niños, aunque le resultaba una tortura ver aquel sofá. Sabía por Caroline que Allie había pasado la mayor parte de los últimos cuatro días con ella y su madre, hablando, bordando y jugando a las cartas. Y según Austin, también visitaba a Elizabeth todas las tardes.

Robert ansiaba escaparse de la casa, donde no podía dejar de captar esquivos efluvios de la fragancia de Allie en los pasillos, y cabalgar durante largo rato. Sin embargo, la lluvia impedía las actividades al aire libre.

De todas maneras no podía decirse que hubiera estado chocando con ella en cada esquina. En realidad, las únicas veces en que la había visto durante esos cuatro días habían sido durante la cena, cuando toda la familia se reunía en el comedor principal. Y esas cuatro ocasiones le habían resultado un infierno.

Allie se había sentado frente a él, con los malditos vestidos negros, y cada noche más pálida y reservada, participando en las conversaciones, pero haciendo claros esfuerzos para ello. Y aunque los ojos de Robert se obstinaban en ir hacia ella, Allie nunca lo había mirado, excepto cuando sus miradas se habían cruzado, de forma totalmente casual por parte de ella, aquella misma noche.

El efecto de conectar con la mirada marrón dorada de Allie habia sido para Robert como un golpe en el corazón. Todo se le había borrado excepto ella. Durante un angustioso instante, Robert había esperado, rogando ver una chispa en sus ojos, alguna indicación de que ella lo echaba de menos. Que lo deseaba. Que lo amaba.