– No pasa nada,Fenton -repuso Robert, quitando importancia con un gesto-. Lo esperaba. -Su mirada buscó la de Michael- ¿tienes noticias?

– Sí. tenemos que hablar. Ahora mismo. En privado.

– Sígueme -indicó Roberr, y se apresuró por el corredor.

Michael clavó una mirada en él mayordomo.

– Asegúrese de que la señora Brown permanezca en la casa -ordenó. No permita que salga nadie. Ni que entren. ¿lo entiende?

El mayordomo asintió con la cabeza.

Satisfecho, Michael siguió a Robert por el pasillo.

Fenton contempló desaparecer por la esquina la amplia espalda del desconocido. Sacó un pañuelo y se enjugó la frente, mientras la indignación se apoderaba de él. ¡Un rufián zafio y sucio! Fenton se miró la ropa y ahogó un grito. Dios, la chaqueta estaba arrugada y la camisa torcida… estaba totalmente desarreglado. No sabía quién podía ser ese Michael Evers, pero estaba claro que no era un personaje adecuado para invitar a Bradford Hall ¿quién se creía que era, ese bruto, entrando en el vestíbulo a empujones, maltratándolo y dándole ordenes?

Fenton dejó escapar un reoplido elegante. No recibiría ordenes de ese hombre. Claro que no. ¡Él recibía órdenes del duque! Por culpa de ese tal Evers, Fenton tenía que retirarse a su habitación para arreglar su aspecto. No podía dirigir a los criados en su presente estado, ni permitir que el duque lo viera así.

Llamó a un lacayo para que se ocupara del vestíbulo y consiguió no fijarse en la sorprendida expresión del joven al ver su aspecto. Cielos. debía de ser peor de lo que suponía. Después de explicarle la manera correcta de abrir la puerta, Fenton se dirigió a sus habitaciones. Aquello era absolutamente irregular. En cuanto se arreglara, buscaría a su Excelencia y le informaría sobre el comportamiento de ese tal Evers.

Robert cerró la puerta de la biblioteca detrás de Michacl, quien se hallaba en un estado de gran agitación.

– ¿Qué has averiguado? ¿Pudo tu madre traducir la carta?

Michael se pasó los dedos por el pelo, ya muy despeinado.

– Sí. No te lo vas a creer. Hasta a mí me cuesta. -Miró a Robert con una expresión de sorpresa y amargura al mismo tiempo-. He galopado hasta llegar aquí como si el mismísimo diablo me persiguiera y ahora no sé ni por dónde empezar.

– Háblame de la nota. ¿Tiene algo que ver con el marido de Allie?

– Sólo de forma indirecta. -Sus oscuros ojos se clavaron en los de Robert-. Cuando le enseñé la carta a mi madre, se puso blanca como una sábana y casi se desmayó.

Robert estaba totalmente confuso.

– ¿Por qué?

Michael soltó una carcajada seca.

– La maldita carta se la escribieron a ella.

– ¿Qué? ¿Quién?

– El cura que la casó con mi padre. -Michael comenzó a pasear ante la chimenea, y Robert se guardó de agobiarle a preguntas, para que pudiera recuperar la calma-. Cuando mi madre vio la nota, se hundió, llorando y pidiéndome que la perdonara. No tenía ni maldita idea de qué me estaba hablando. Cuando conseguí calmarla, me contó esta historia… de la que la nota es la prueba.- Se detuvo un instante y cerró los ojos con fuerza-. Dios, aún no me lo puedo creer.

Alarmado por la inquietud de su amigo, quien jamás solía alterarse, Robert se acercó a él y le puso una mano en el hombro.

– Michael. Explícamelo.

Michael lo miró con ojos cansados.

– No recuerdo a mi padre -dijo con voz ronca-. Murió cuando yo era un bebé… o eso es lo que siempre creí. Hasta esta visita a mi madre. Me confesó que el hombre con el que se había casado no se llamaba Evers. Fue un nombre que ella eligió al azar.

Las cejas de Robert se enarcaron.

– Entonces ¿con quién diablos se casó?

– Ésta es la parte de la historia que no te vas a creer.

Allie aspiró el aroma a rosas del aire y alzó el rostro para capturar más rayos de sol, cálidos y brillantes.

– Te saldrán pecas -le advirtió Caroline con una sonrisa.

– No me importa. Cuatro días enteros metida en la casa estaban a punto de volverme loca.

Pasearon durante varios minutos, con el silencio sólo roto por el piar de los pájaros. Allie saboreó cada segundo, grabándose en la memoria el bello jardín, el idílico lugar y a Caroline, una mujer que realmente le gustaba y a la que echaría de menos. Como echaría de menos tantas cosas de aquel hermoso sitio.

Se detuvieron en una bifurcación y Caroline señaló a la derecha, hacia los bosques.

– Este camino llega a las ruinas de una antigua fortaleza de piedra. De pequeños era nuestro lugar favorito. ¿Te gustaría verlo? El paseo por el bosque es muy agradable.

Allie miró por encima del hombro y vio que aún se las podía ver desde la casa.

– ¿Está lejos?

– No. A unos pocos minutos andando.

– De acuerdo.

En cuanto se adentraron en el bosque, bajo la sombra de los altos olmos y los robles, la temperatura descendió. Allie avanzó por el sendero en silencio, esperando a que Caroline tocara el tema que, Allie sentía, tenía prioridad en su mente.

Pasaron varios minutos antes de que Caroline empezara a hablar lentamente.

– Allie, hasta un ciego podría ver que tú y Robert sentís algo el uno por el otro. Y que ambos sois desgraciados. No quiero entrometerme…- Una risita cortó sus palabras-. La verdad es que me encantaría entrometerme, pero le prometí a Miles que no lo haría. Así que sólo te preguntaré: ¿puedo hacer algo para ayudar? Pensaba que… si mañana os organizara una merienda en el campo, quizá podríais hablar en privado y resolver lo que sea que pasa entre vosotros.

Allie se sintió desolada. Al día siguiente a esa hora, Bradford Hall y sus habitantes no serían más que un recuerdo. Era el momento de informar a Caroline de su decisión. Y de sacarla del error de creer que ella y Robert podrían resolver sus diferencias.

– Me temo que no…

Se interrumpió cuando ella y Caroline doblaron un recodo del camino. Ambas mujeres se detuvieron como si hubieran chocado contra una pared.

Ante ellas, a menos de tres metros, un hombre yacía sobre el suelo y otro estaba inclinado sobre él. Un caballo marrón se hallaba junto al camino, pateando nerviosamente la tierra. Alguien ahogó un grito, Allie no estaba segura de si había sido ella o Caroline o quizá las dos. El hombre inclinado se alzó de un salto y se volvió hacia ellos.

Los ojos de Allie se abrieron de sorpresa, pero fue Caroline quien habló primero.

– ¡Lord Shelbourne! ¿Qué ha pasado?

Los oscuros ojos del hombre pasaron de la una a la otra durante varios segundos.

– No… no lo sé -contestó con voz entrecortada-. Iba de camino a Bradford Hall para ofrecer mis felicitaciones al duque y la duquesa por el nacimiento de su hija cuando, hace un momento, me he encontrado con este hombre tendido en el camino. He oído un ruido de ramas y he visto a un hombre corriendo entre los árboles. -Señaló en la dirección que se alejaba de la casa-. Sin duda algún canalla ha intentado robar a este pobre hombre. Acababa de desmontar y estaba comprobando sus heridas cuando ustedes aparecieron.

– ¿Está vivo? -preguntó Caroline, con los ojos abiertos de temor.

– Sí. Pero necesita ayuda. Está sangrando y parece que se ha dado un buen golpe en la cabeza. -De nuevo su mirada pasó de la una a la otra-. Lady Eddington, ¿sería usted tan amable de ir a buscar ayuda? Y, señora Brown, ¿me ayudaría a socorrerlo mientras lady Eddington regresa?

Caroline dudó por un momento.

– No quiero dejar a Allie sola…

– No estará sola -la interrumpió lord Shelbourne, con aire ofendido-. Estará comnigo. Ahora parta, debe darse prisa.

– Claro repuso Caroline, sonrojándose-. Volveré lo antes Posible. -Torció el recodo y corrió hacia la casa.

Allie se apresuró a acercarse al hombre caído y se arrodilló a su lado. El rostro del hombre estaba vuelto hacia el otro lado y ella lo movió cuidadosamente para mirarlo.

– ¿Señor? ¿Puede oírme?

Algo pegajoso y caliente le cubrió los dedos, y la cabeza del hombre cayó sin fuerza hacia su lado. Allie se quedó helada, y lo miró incrédula y sorprendida.

– Cielo santo, conozco a este hombre -afirmó-. Se llama Redfern. Estaba a bordo del Seazard Lady. Se le ocurrieron miles de preguntas. ¿Qué diablos estaba haciendo el señor Redfern por allí? ¿Eran graves sus heridas? Le apretó los dedos sobre el cuello, buscando el pulso.

Geoffrey la miró, inclinada sobre el cuerpo yaciente de Redfern, yluchó por mantener la compostura. ¡Maldito fuera su sentido de la oportunidad! A causa de su llegada, sus planes se habían venido abajo. Y podía estar agradecido de que ella y lady Eddignton no hubieran llegado un minuto antes, porque lo hubieran visto clavándole un cuchillo por la espalda a Redfern.

Miró hacia el suelo. El mango del puñal, ligeramente visible sobre la caña de la bota, estaba manchado de sangre. Pasó la mano rápidamente, y se dio cuenta de que también tenía manchas en la manga de la chaqueta y en el blanco puño de la camisa. ¿Lo habría notado lady Eddington? No, evidentemente no. E incluso si lo hubiese notado, habría supuesto que se habría manchado ayudando al herido.

Miró a Redfern y recordó la reacción de éste cuando se lo encontró en el bosque. El rostro de Redfern había sido la personificación de la sorpresa. Geoffrey, generosamente, le había dado la oportunidad de entregarle la nota, pero el pobre Redfern aun no la había recuperado. Ése había sido su último error.

Pero necesitaba darse prisa, antes de que lady Eddington volviera con media docena de personas. Tenía que descubrir donde estaba la nota y luego escaparse de allí. Y por desgracia para Alberta, ella tendría que acompañarle.

Inclinada sobre el cuerpo de Redfern y ocupada en la tarea de encontrarle el pulso, Allie no se molestó en volverse ante la pregunta de lord Shelbourne. ¿Dónde estaba el pulso? Tenía que haber pulso.

– ¿Una nota? Humm, sí. Sí, la he visto.

– ¿Dónde está?

– Está… -Sus manos se detuvieron de golpe y Allie frunció el ceño. Estaba claro que lord Shelbourne conocía la existencia de la nota. Pero no se la había mencionado cuando le devolvió la caja vacía… De repente recordó su extraño comportamiento durante la cena.

– Dime dónde está esa nota, Alberta.

Lentamente se fue dando cuenta de la urgencia y la amenaza que contenía aquella orden. Algo no iba bien. Como en un sueño, extendió la mano sobre el pecho del señor Redfern y luego la levantó, mientras la invadía una sensación de horror.

– Está muerto -murmuró. Se levantó con piernas temblorosas y se volvió hacia lord Shelbourne-. Está… -Se le apagó la voz mientras su mirada recorría la manga manchada del hombre y después se alzaba hasta su rostro. La desesperación que ardía en sus ojos le produjo un estremecimiento.

– Muerto. Sí, lo sé. -Salvó la distancia que los separaba en tres rápidos pasos. Extendió la mano y la agarró con fuerza por el brazo. Acercó su rostro al de Allie, y ésta retrocedió involuntariamente- ¿Dónde está la nota, Alberta?

Allie lo miró a los ojos de caoba, que le recordaron los de una serpiente. De repente todas las piezas encajaron. Redfern… los accidentes en el barco… el rapto y los robos de Londres… la nota… lord Shelbourne… todo estaba relacionado. Y aunque no supiera los detalles, su instinto le decía que se hallaba frente al peligro del que Elizabeth le había advertido. Y en vista del estado del señor Redfern y de la mirada desesperada en los ojos de lord Shelbourne, el peligro era mortal.

Intentó zafarse, pero los dedos del hombre se cerraron dolorosamcnte sobre su brazo. Pensó en gritar, pero estaban demasiado lejos de la casa para que la oyeran. Tal vez Caroline oyera los gritos, pero eso sólo haría que regresara, sin ayuda, y la pondría también en peligro. Además, gritar haría que lord Shelhourne se enfureciera y le daría motivo para dejarla inconsciente o amordazarla. O atarla. Lo mejor era permanecer lo más calmada posible.

Y ganar tiempo. Hasta que Caroline regresara con ayuda. Tragó saliva para humedecerse la reseca garganta.

– Sé dónde está la nota.

– ¿Dónde?

Pensó en decir que la había quemado, pero se decidió por una historia más larga. Porque lo que necesitaba era tiempo.

– Se la di a alguien.

Geoffrey apretó la mano, y Allie ahogó un grito ante el dolor que le subió por los hombros.

– ¿A quién, maldita sea?

– A… un caballero de Londres. A un traductor. La carta estaba escrita en un idioma extranjero que no podía leer.

Una expresión de sorpresa cruzó las tensas facciones de Geoffrey.

– ¿Un idioma extranjero? ¿Qué tontería es ésa?

– Es cierto. Creo que el idioma podría ser gaélico. -Él frunció el ceño y luego hizo un gesto de asentimiento. -Gaélico. Sí, supongo que es posible. -Entrecerró los ojos