»Después de buscar durante años -prosiguió-, finalmente descubrí que David se había ido a América. Contraté a Redfern, a quien yo creía lo suficientemente listo como para realizar el trabajo, pero no lo bastante para traicionarme como había hecho David, y lo envié a América para recuperar el anillo. Cuando Redfern averiguó dónde vivía David, tu marido ya había muerto, y todas sus pertenencias habían desaparecido. Redfern se enteró de que David tenía esposa, pero que ésta se había ido. -Movió la cabeza tristemente-. Tantos inconvenientes. Redfern tardó dos años en encontrarte, Alberta, y cuando lo logró, estabas a punto de partir para Inglaterra.

– Así que se embarcó en el mismo bajel -susurró Allie.

– Sí. Y esto nos lleva hasta donde estamos ahora, que, lamento decir, es un lugar bastante triste.

La soltó, y Allie retrocedió tambaleante. Geoffrey metió la mano en el bolsillo de la chaqueta, extrajo la pistola y le apuntó al pecho.

23

Michael se pasó las manos por el ojeroso rostro, y Robert refrenó su impaciencia ante la pausa.

Después de dejar escapar un largo soplido, Michael continuó con ojos fieros.

– El canalla regresó a Irlanda y le explicó a mi madre una triste historia de cómo su padre lo desheredaría si llegaba a enterarse del matrimonio. Y que aunque la amaba y amaba a su hijo, odiaba la idea de regresar a lo que, según él, era una vida de abyecta pobreza. -La voz de Michael se tiñó de desprecio-. Y como ahora su hermano había muerto, él debía tomar su puesto como heredero, para que el patrimonio que había sido de la familia durante siglos no se convirtiera en ruinas.

– Espero que tu madre lo golpeara con la sartén.

– Ojalá lo hubiera hecho. No, mamá dijo que reconoció que Nigel ya no era el joven alegre y despreocupado con el que se había casado. Era desgraciado viviendo en Irlanda y ella no tenía intención de hacerlo más desgraciado o de alejarlo de la vida que tan desesperadamente ansiaba. Sabía que si no le permitía marchar, él acabaría odiándola, y por razones que nunca entenderé, amaba a ese canalla lo suficiente para dejarlo partir.

Robert alzo las cejas.

– No era posible que ella pudiera anular el matrimonio. Te tenía a ti.

– Exactamente. -Abrió las manos en un gesto de incredulidad. Simplemente acordaron vivir separados. Mamá le prometió mudarse a otro lugar y no mencionar nunca el matrimonio, para impedir que su padre o cualquier otra persona lo descubriera, y Nigel le juró que le facilitaría los medios económicos para ella y para… mí. Con la ayuda del cura que los casó, mamá usó el dinero que Nigel le dio para empezar una nueva vida en otro lugar. Tomó el apellido Evers y dijo que era viuda. Lo único que se quedó de su vida con Nigel fue un anillo con el escudo de armas, que él le dio y que guardaba en una cajita con un doble fondo. Allí escondió un papel escrito por el cura que los casó, que era la prueba irrefutable de que el matrimonio existió y de que aún es válido, una precaución que tomó para proteger mi futuro en caso de necesidad. Por si acaso Nigel cambiaba alguna vez de opinión y quería reconocer esa unión ante su familia, le habló de la existencia de la carta y le dijo dónde la guardaba.

»Desgraciadamente, le robaron el anillo con la caja y su contenido secreto hace varios años. Ya puedes imaginarte su sorpresa cuando aparecí en su casa con la nota. -La mirada de Michael se endureció-. Pero eso no fue nada comparado con su asombro cuando le dije que Nigel no sólo había heredado el título de su padre, sino que también se había casado y había tenido otro hijo.

El impacto de la historia de Michael fue para Robert como un golpe en la cabeza. Lo miró completamente anonadado.

– Dios bendito, Michael. Geoffrey Hadmore no es en realidad el conde de Shelbourne. Eres tú.

Los labios de Michael formaron una estrecha línea.

– Eso es lo que parece. -Metió la mano en la chaqueta y extrajo dos documentos que tendió a Robert-. Antes de marcharme de Irlanda, mi madre me llevó a la iglesia donde ella y Nigel se casaron y donde me bautizaron. Éstos son los certificados oficiales del matrimonio y de mi bautismo.

Robert contempló los documentos mientras la cabeza le daba vueltas.

– Hadmore debe de saber que puedes reclamar el título. Si él…

– Robert, he tenido tiempo de digerir esto, de pensar, durante todo el camino hacia aquí. No creo que sepa que yo soy el hombre que podría reclamar su título, pero estoy seguro de que sabe que existe esa amenaza.

Las palabras de Michael hicieron que el estómago de Robert se tensara de temor. Se puso en pie y le devolvió los papeles a Michael.

– Jesús. Todos esos accidentes que le han ocurrido a Allie… Hadmore debe de saber que la prueba está en esa nota. Y que Allie tenía la nota. Él es el culpable.

– Estoy de acuerdo.

Empezó a cruzar la habitación casi corriendo.

– Debemos decírselo. Advertirle.

Michael le agarró por el brazo.

– Está a salvo, Robert. Está en el cuarto de los niños con tu cuñada. Me lo ha dicho el mayordomo.

Robert respiró aliviado.

– Gracias a Dios. Pero debemos decírselo. Ahora mismo. -Salió de la sala con Michael a sus talones. Llegaba al vestíbulo, dispuesto a subir las escaleras hacia el cuarto de los niños, cuando Caroline entró corriendo desde el exterior. Robert se fijó en su cabello despeinado y en su expresión de pánico, y su corazón casi se detuvo.

– Robert, gracias a Dios -exclamó Caroline, jadeando y con voz entrecortada-. Debes venir enseguida. Miles y Austin también. Necesitamos vendas… Ha ocurrido un terrible accidente.

Robert la sujetó por los brazos con el corazón temeroso.

– ¿Es Allie?

Caroline negó con la cabeza, y él cerró los ojos aliviado.

– Pero hay un hombre herido. No sé si está grave. Lo encontramos inconsciente, en el camino que lleva a las ruinas.

Los ojos de Robert se abrieron de golpe.

– ¿Encontramos?

– Allie y yo. Ella está ahora con él…

– ¿Allie está sola en el bosque con ese hombre? -Casi no pudo contener el impulso de zarandearla, mientras un temor helado se apoderaba de él-. ¿Quién es?

Ella se zafó de sus manos y lo miró fijamente.

– No sé quien es. Pero Allie no está sola. Lord Shelbourne está con ella.

Robert sintió que la sangre se le helaba en las venas. Su mirada se encontró con la de Michael por encima de la cabeza de Caroline.

– Austin está en su estudio, Caroline. Ve a buscarlo. -La empujó hacia el pasillo. Ella no necesitó más apremio y salió corriendo de una forma muy poco apropiada para una condesa.

Robert apretó los puños.

– Ya conoces a Austin y a Miles. Espéralos, luego explícales lo de Hadmore. Ellos saben el camino hacia las ruinas. Asegúrate de que vayáis armados. No hay un momento que perder.

Salió del vestíbulo a todo correr, agradecido por llevar el cuchillo en la bota, porque no tenía tiempo de recoger la pistola de su habitación. Salió de la casa por la parte posterior, y sólo hizo dos cosas: correr tan rápido como pudo y rezar con toda su alma.

Diez minutos después, con el corazón al galope y el sudor cayéndole por la espalda, giró por el recodo del camino y se encontró con el hombre tendido en el suelo. Robert no lo reconoció, pero con sólo mirarlo se dio cuenta de que estaba muerto. Y solo.

¡Maldición! ¿Dónde estaba Allie? Si ese canalla de Shelbourne le hacía daño…

Apartó con furia ese pensamiento y se obligó a calmarse, a pensar con claridad. Examinó la zona, fijándose en la tierra blanda. Las huellas de unos cascos eran visibles, y se dirigían hacia el interior del bosque. Sin más dilación corrió en esa dirección.

Allie miró la pistola y luchó contra el pánico que amenazaba con apoderarse de ella. Sin duda su vida no acabaría así… a manos de un loco. Dirigió la mirada en todas direcciones, pero no había hacia dónde escapar. Porque estaban en un pequeño claro, e incluso si intentaba salir corriendo, él podría dispararle antes de que alcanzara el árbol más próximo.

Sintió que le invadía la rabia, y que ésta le hacía superar parte de su miedo. No. No iba a permitir que sucediera. No permitiría que otro hombre la controlara, que le robara algo más, esta vez su vida. La ayuda estaba en camino. Lo que necesitaba era un poco más de tiempo.

Sin embargo, una mirada al rostro de su captor hizo quc se desvanecieran sus esperanzas de que le concediera ese tiempo. Parecía perfectamente tranquilo; la mano que sujetaba la pistola, firme; la mirada, decidida. Pero aun así tenía que intentar detenerlo.

– Geoffrey… -Se le quebró la voz y tuvo que aclararse la garganta-. Piensa en lo que estás a punto de hacer. Si me matas, te colgarán. Te atraparán y todo habrá sido por nada.

– Pero no me atraparán, querida. Ya te he explicado mi plan, mi explicación para cuando me pregunten. Nadie se atreverá a dudar de la palabra del conde de Shelbourne. -Inclinó la cabeza y lo que pareció auténtico pesar le cruzó el rostro-. Desearía no tener que matarte, Alberta. Eres una mujer muy hermosa. En otras circunstancias podíamos haber disfrutado mucho juntos. -Le recorrió el cuerpo con la mirada.

Allie sintió que se le cortaba el aliento con una combinación de repulsión y esperanza. Se obligó a concentrarse en la esperanza, se tragó su desagrado y forzó una sonrisa.

«Di lo que sea, haz lo que sea para ganar unos cuantos minutos más.»

– Todavía podemos disfrutar juntos -dijo en lo que esperaba que fuera un tono seductor-. Tu secreto estará seguro conmigo, Geoffrey. Nunca se lo diré a nadie.

Geoffrey enarcó las cejas y durante varios segundos meditó las palabras de Allie.

– Una oferta tentadora, querida. Pero me temo que ésta es la única salida. Adiós, Alberta.

Alzó la pistola varios centímetros. El cerebro de Allie le gritaba que saliera corriendo, pero sus pies parecían clavados en el suelo.

– ¡Detente! -La cortante orden llegó desde la izquierda, y las rodillas de Allie casi se doblaron de alivio. Robert surgió de entre los árboles con el cuchillo en la mano. Geoffrey volvió la atención hacia él y apuntó la pistola en su dirección.

– Quédate donde estás, Jamison.

El alivio de Allie se convirtió en temor. Robert estaba solo. El corazón casi se le detuvo. Y ahora la pistola le apuntaba a él.

La mirada de Robert la recorrió y ella le hizo un gesto con la cabeza para indicarle que estaba bien. Luego, con la mirada fija en Geoffrey, Robert avanzó lentamente hacia ella.

– Detente, Jamison, o disparo.

– Adelante – le invitó Robert con una voz sepulcral-. Es la única manera en que podrás detenerme.

El miedo le heló la sangre a Allie. Quería gritarle que se detuviera, pero antes de conseguirlo él cubrió los últimos pasos que los separaban y se puso ante ella, como escudo entre Allie y Geoffrey.

– Ahora somos dos, Shelbourne -dijo Robert-, y hay más en camino. No tendrás tiempo de recargar la pistola después de disparar. Se ha acabado. Tira el arma al suelo.

– Esto no te concierne, Jamison. -Los ojos de Geoffrey brillaban de odio. No tienes derecho a inmiscuirte en asuntos de los que no sabes nada.

– Lo sé todo -repuso Robert fríamente- Todo sobre la carta en la caja del anillo. Todo sobre el hombre muerto en el camino allá detrás, y sobre las muchas veces que has intentado acabar con Allie. También sé que no eres el conde de Shelbourne.

El rostro de Geoffrey se transformó en una roja mueca de furia.

– La única prueba es esa nota. Cuando la tenga…

– Te equivocas. También está el certificado de matrimonio entre tu padre y su esposa irlandesa. Y el registro del bautismo de su hijo. He visto ambos documentos.

Todo el color desapareció del rostro de Geoffrey.

– Imposible. Estás mintiendo. ¿Cómo puedes haber visto esos documentos?

– Tu medio hermano, el verdadero conde, me los ha enseñado después de su llegada a Bradford Hall, hace menos de una hora. Los ha conseguido en la iglesia de Irlanda donde su madre se casó con Nigel Hadmore. Se ha acabado. Tira el arma.

Sin duda, Geoffrey se daría cuenta de lo insostenible de su situación y escucharía a Robert. Pero cuando Allie lo miró por encima del hombro de Robert, sus esperanzas murieron al ver la desesperación y el odio que crispaban los rasgos de Geoffrey. Dios, un simple movimiento del dedo de aquel loco significaría el fin de Robert.

– ¿Quién es? -preguntó Geoffrev en lo que pareció un graznido.

Los hombros de Robert se tensaron.

– No te lo volveré a repetir. Tira el arma.

– Dime quién es -gritó Geoffrey.

– Realmente no hace falta, porque te lo encontrarás cara a en un momento. Pero ya que insistes, te diré que es Michael Evers, el boxeador. Sé que lo conoces, puesto que te he visto en su salón de boxeo.