Allie se apretó el vientre con las manos y suspiró aliviada. Gracias a Dios que lord Robert se había ido. De alguna forma, el joven la hacía sentir falta de espacio aunque los separaran varios metros. Y se negaba a sentirse divertida por el mote que le había puesto a Carters. O al perro de Elizabeth.

No podía decidir qué era peor, si sus amables bromas, que la habían hecho sentir una inesperada e indeseada calidez, o su compasión, que le había provocado un sentimiento de culpa. Se miró el negro vestido. Como el resto del mundo, lord Robert había supuesto que su traje de viuda significaba que aún lloraba la muerte de David. Y como al resto del mundo, no lo había sacado de su error.

¿Cómo podía compartir la humillación de saber que si aún llevaba las ropas de viuda era porque no podía pagarse otras? ¿Que no se las podía permitir porque su marido había resultado ser un criminal, y todo su capital se había agotado por su decisión de indemnizar a la gente a la que su marido había timado?

Claro que llevar los vestidos de luto le proporcionaba otra ventaja, aparte de ahorrarle dinero. Alejaban a cualquier posible pretendiente. Y otro hombre era sin duda la última cosa que quería.

Aun así, odiaba la falta de sinceridad, y sentía remordimientos por tal engaño. Pero apartaba de sí la culpabilidad con firmeza. No cabía ninguna duda de que lord Robert Jamison no era más que cristal tallado: hermoso para contemplar, capaz de retener la atención de cualquiera durante un corto periodo de tiempo, pero sin la mis ligera sustancia detrás del brillante exterior. La sombra de algún secreto le oscurecía la mirada, y según lady Gaddlestone, alguna falta empañaba su pasado. Sí, ya conocía a los de su tipo, y era una experta en tratar con hombres así.

Pero tenía que dejar de pensar en él. Lo primero era un buen baño para librarse de los restos del agua de mar.

Luego necesitaba alquilar un vehículo.

En su casa de Grosvenor Square, Geoffrey Hadmore, conde de Shelbourne, se hallaba sentado ante el escritorio de caoba de su estudio privado. Lentamente, alternaba la mirada entre el deslustrado anillo de plata que descansaba sobre la pulida madera y el hombre que acababa de entregárselo, al tiempo que intentaba dominar la tempestad que se iba formando en su interior. Se enorgullecía de mantener siempre una apariencia de calma, a diferencia de muchos de sus iguales, que eran dados a vulgares estallidos emocionales.

Aun así le costaba no saltar y rodear con las manos el escuálido cuello de Redfern. Su escuálido y estúpido cuello. Alzo el anillo y lo sostuvo entre el índice y el pulgar, luego clavó en Redfern su más gélida mirada.

– ¿Qué es esto, Redfern?

Redtern tuvo la temeridad de mirarlo como si fuera el tonto del pueblo.

– Es el anillo que me pidió que robara a la señora Brown.

– Dime, Redtérn -repuso Geoffrey con una voz mortalmente tranquila, ¿se parece esto en algo a un anillo con un escudo de armas?

Redfern se rascó su escaso cabello gris.

– Ni de lejos. Pero era el único anillo que tenía la dama. Busqué en su camarote con mucho cuidado.

– ¿Estaba este anillo en una caja?

– No, milord.

– Bueno, pues éste no es el anillo correcto -dijo Geoffrey con voz glacial. Has fallado miserablemente en una tarea bien simple: conseguir el anillo y la caja que va con él, y luego librarte de la mujer. ¿Has conseguido el anillo y la caja?

Las mejillas de Redfern se tornaron de color escarlata.

– Al parecer, no.

– ¿Y te has librado de la mujer?

– No, pero no porque no lo haya intentado. Esa maldita mujer siempre estaba con aquel infernal vejestorio de baronesa Y sus chuchos gritones. Pero no se preocupe, milord. Mañana me encargaré de la señora Brown.

Maldición, suponía que debía de estar agradecido a Redfern por haber fallado en sus intentos de matar a la señora Brown. La necesitaba viva hasta que tuviera el anillo, y la caja. Pero una pregunta que le había atormentado todos los días regresó de nuevo: ¿y si ella no tenía el anillo?

Si ella no tenía el anillo… Cerró los ojos con fuerza, intentado, sin lograrlo, contener la avalancha de horribles posibilidades. ¿Y si lo había perdido? ¿O vendido? ¿Y si estuviera en alguna polvorienta tienda de empeños de América, esperando a que alguien lo comprara y descubriera el terrible secreto que podía arruinar su vida?

Un dolor agudo se le clavó en los ojos y apretó los dientes, obligándose a concentrase en el problema inmediato. Tenía que descubrir si ella tenía el anillo, ven tal caso, recuperarlo. Y si no lo tenía, aún tendría que averiguar si había descubierto su secreto.

– No vas a matar a la señora Brown. No hasta que yo tenga mi anillo. -¿Dónde se halla ahora?

– La seguí hasta una casa elegante de la ciudad. En Mayfair, en Park Lane. El número seis.

Un ceño unió las cejas de Geotfrey.

– Esa es la residencia del duque de Bradford.

Los ojos de Redfern destellaron al reconocer el nombre.

– Ese era el nombre del tipo del que oí hablar a la señora Brown y a la vieja en el barco. Al parecer, la señora Brown es una gran amiga de la duquesa. Crecieron juntas o algo así. Creo que hasta mencionó que son primas lejanas.

Geoffrey se levantó y caminó sobre la alfombra persa, marrón y dorada, hasta las licoreras de cristal que había cerca de la ventana. Se sirvió un coñac, luego se quedo mirando las profundidades ambar del licor mientras el estómago se le retorcía ante las noticias de Redfern. Era muy mala suerte que la señora Brown tuviera relación con la familia Bradford. Si el duque llegara a enterarse de algo…

Se deshizo de esa idea, descartando la posibilidad. Si la señora Brown planeaba sacarle dinero, no iría a compartir esa información con Bradford, ni con nadie más. Todo el mundo sabía que el duque y la duquesa se hallaban en su casa de campo, esperando el nacimiento de su hijo. Si la señora Brown había viajado a Inglaterra para visitar a la duquesa, entonces ¿por qué no había ido a Bradford Hall? ¿Se habría quedado en Londres para verle a él? ¿Para chantajearlo? De ser así, entonces sin duda debía de tener el anillo.

«En tal caso, no lo tendrá por mucho más tiempo, señora Brown. Y en cuanto el anillo esté en mi poder, su utilidad habrá acabado. Lo mismo que usted.»

Se bebió el coñac, saboreando la lenta quemazón que le bajaba por la garganta, y luego se volvió hacia Redfern.

– Te he contratado, Redfern, porque pensaba que eras discreto y capaz.

Una inconfundible furia brillo en los ojos de Redfern.

– Y lo soy, milord. No lo dude. Sólo he tenido un poco de mala suerte y circunstancias adversas. Pero eso va a cambiar.

– Asegúrate de que así sea. Creo que la señora Brown tiene el anillo. Registra sus pertenencias de nuevo. Exhaustivamente. No debe representar ningún problema, ya que ni el duque ni la duquesa se hallan en su residencia. Saca a la señora Brown de la casa y después encuentra el anillo. -Clavó su mirada en Redfern-. Y cuando lo encuentres, quiero que ella desaparezca.

– Sí, milord.

– Y hazlo esta noche, Redfern.

Allie bajó del carruaje y miró el rótulo pintado que colgaba sobre la puerta del establecimiento de Bond Streer. Antigüedades Firzmoreland.

– Firzmoreland es el mejor anticuario de Londres -le dijo el cochero desde su asiento, haciendo un gesto con la cabeza hacia el rótulo- ¿Debo esperarla?

– Sí, por favor. Sólo serán unos minutos. -Entró en la tienda y parpadeó para acostumbrar los ojos a la tenue luz interior. Ordenadas pilas de libros, jarrones y porcelanas colocados en estanterías que iban desde el suelo hasta el techo, mesas blancas y grandes muebles se hallaban repartidos por el interior, lo que daba al establecimiento la apariencia de un elegante salón. Un hombre de mediana edad, impecablemente vestido, avanzó hacia ella.

– ¿Puedo servirla en algo, señora?

El hombre recorrió con la mirada el vestido de luto de Allie, y era evidente que la estaba valorando, aunque de manera discreta. Sin duda estaba acostumbrado a tratar con una clientela adinerada, y Allie se alegró de haber puesto un cuidado especial en arreglarse el pelo y vestirse con su mejor traje.

– Busco al señor Fitzmoreland -respondió, alzando la barbilla. Él hizo una pequeña reverencia.

– Pues no busque más, señora, porque soy yo. ¿En qué puedo ayudarla?

No había más clientes en la rienda, y Allie se relajó un poco. Abrió el bolso de rejilla, saco un pergamino y se lo tendió.

– Necesito identificar el escudo de armas dibujado aquí. Me han informado de que usted es un experto en la materia.

– Su acento me indica que es usted americana -repuso alzando las cejas-. ¿Puedo preguntarle de quién ha sido la recomendación?

Formuló la pregunta en un tono perfectamente educado, pero Allie distinguió sin dificultad un matiz de solapado desdén. Sin duda la consideraba una viuda arruinada, desesperada por venderle alguna chuchería barata.

«Si al menos tuviera alguna chuchería que vender…», pensó Allie, y alzó las cejas de la misma manera que había hecho él.

– La duquesa de Bradford…

– ¿La duquesa me recomendó? -Su actitud cambió al instante y él pareció crecer dos centímetros-. Eso es muy amable por su parte.

Allie contuvo las ganas de decirle que en realidad había sido el mayordomo de la duquesa quien había hecho la recomendación, y que si le hubiera dejado acabar la frase, así se lo habría dicho. En vez de ello, se libró del sentimiento de culpa por permitir que el hombre siguiera con su suposición incorrecta.

– ¿Cree que puede ayudarme? -preguntó.

El señor Fitzmoreland observó con atención el dibujo durante unos segundos, luego asintió moviendo despacio la cabeza.

– Estoy seguro de ello. Sin embargo, tardaré un par de días.

– Me preocupa más la discrección que el tiempo.

– Naturalmente.

Los penetrantes ojos del hombre se clavaron en ella como si quisieran descubrir su secreto, pero Allie se obligó a no apartar la mirada.

– Soy la señora Brown y me alojo en la residencia de los Bradford aquí en Londres.

Él inclinó la cabeza.

– Le informaré de los resultados en cuanto averigüe algo.

Allie le dio las gracias y salió de la tienda. Suspiró aliviada al haberse librado de otra fracción del peso que la agobiaba.

Con suerte, pronto sabría a quién pertenecía el aillo. Lo devolvería, y luego por primera vez en tres años, sería libre.

3

Esa noche, poco antes de las ocho, Robert llegó a la mansión para la cena. Como el aire nocturno era placenteramente fresco y aún no se había formado la niebla habitual, había decidido caminar desde sus habitaciones en Chesterfield.

– Buenas noche, Carters -dijo mientras le tendía al mayordomo el bastón, el sombrero y la capa. ¿Cómo se encuentra nuestra invitada?

– Cuando la vi por última vez, al regresar de su recado, mostraba un aspecto muy saludable.

– ¿Recado?

– Sí. A media tarde, la señora Brown me preguntó si conocía a algún afamado experto en antigüedades en la ciudad. Naturalmente, le sugerí que acudiera al señor Fitzmoreland.

Robert alzó las cejas en un gesto de curiosidad.

– ¿Le dijo para qué requería a un experto en antigüedades?

– No, lord Robert. Simplemente me pidió que le indicara uno, luego inquirió sobre el transporte. Ordené un carruaje de alquiler y a un lacayo que la escoltara.

– Ya veo. -Molesto consigo mismo por no haber pensado en ello antes, hizo la anotación mental de poner un carruaje a disposición de la señora Brown-. ¿Y dónde se halla ahora la señora Brown?

– En el salón.

– Muchas gracias. -Robert se dirigió hacia el corredor, y, sus pasos fueron haciéndose más lentos al oír el sonido de la música del piano. Entró en la sala en silencio, luego se apoyó en la puerta y se quedó observando el perfil de la señora Brown.

Ésta se hallaba sentada ante el piano, con la cabeza inclinada sobre las teclas de marfil, con las cejas fruncidas y los labios apretados en un gesto de concentración. De nuevo iba vestida de negro, lo que hacia que la curva de su fina mejilla resultara increíblemente pálida, como una frágil porcelana. Los menguantes vestigios de la luz del día brillaban a través de los altos ventanales y la bañaban en un sutil flujo dorado. Al verla sin el sombrero, Robert se dio cuenta de que su primera impresión había sido errada: su cabello no era simplemente marrón. Su brillante melena era de un profundo color castaño en el que se mezclaban los mechones rojizos. llevaba el cabello recogido en un sencillo moño bajo que le daba un aire regio.

Sus dedos continuaban acariciando las marfileñas teclas, pero Robert no pudo reconocer la melodía. Claro que eso podía ser debido a que -y el rostro de Robert se contrajo en una mueca- tocaba terriblemente mal.