Las manos de la joven se detuvieron de repente y volvió la cabeza. Al verlo, las apartó de las teclas como si le hubieran mordido. Un tono rosado le coloreó las mejillas, y Robert tuvo que contener una sonrisa. Excepto por el traje de luto, parecía una niña a la que hubieran descubierto sisando caramelos en la cocina.

– Lord Robert, no le he oído entrar.

Él avanzó hasta el piano y la saludó con una ligera inclinación.

– Estaba escuchando su concierto. No sabía que tocara usted el piano.

Ella lo miró, y Robert tuvo que tragar aire al detectar en los ojos de la joven lo que parecía un minúsculo destello de picardía.

– Qué amable es usted. Si ha estado escuchando, sin duda Ya habrá notado que no sé tocar. Siempre hubiera querido poder hacerlo. -Lanzó una mirada nostálgica hacia las teclas. Me encanta la música.

– Lo mismo digo. Por desgracia, ni un solo miembro de mi familia posee el más mínimo talento musical, ni para el piano ni para cantar, y me temo que yo tengo el peor oído de todos. Sin embargo, mi filosofía siempre ha sido que si no se puede tocar bien, entonces hay que tocar con entusiasmo, y si no se sabe cantar bien, hay que cantar muy fuerte. Ésa ha sido la causa de muchos momentos embarazosos para mi familia, me temo. -Le sonrió, pero ella no le devolvió la sonrisa. Ni siquiera hizo el menor movimiento con los labios. Conseguir que aquella mujer riera se estaba convirtiendo en todo un reto, lo mismo que con Carters. De repente se sintió invadido por el deseo de ver a la alegre mujer del retrato de Elizabeth. Dígame, señora Brown, ¿sabe usted cantar?

– Soy peor que tocando el piano.

– Excelente. ¿Hacemos un dueto?-Se sentó junto a ella en el banco y flexionó los dedos con exageración. Sólo sé tocar una canción. Es todo lo que mi familia me permitió aprender. Por alguna razón desconocida, de niño, en cuanto me sentaba al piano, siempre parecía surgir una emergencia u otra. Miró a su alrededor, como para asegurarse de que nadie les estaba escuchando y luego le confesó sotto voce-: La verdad es que a pesar de los esfuerzos de mi familia por aplastar mi incipiente talento, conseguí aprender unas cuantas tonadillas más, pero como me temo que las aprendí en los pubs, no son adecuadas para una dama. -Se aclaró la garganta e inclinó la cabeza hacia la partitura. Tocaré las notas altas y usted puede tocar las bajas.

– ¿Preparada?

Cada uno cantó su parte, casi siempre ella varias notas detrás de él. En vez de mejorar mientras progresaba la canción, parecía que sus esfuerzos daban cada vez peores resultados. En la estrofa final, sus voces desafinaban horriblemente:


El sol sus hermosos rasgos reflejaba

Mientras ella, a ver si él osaba, esperaba,

Y él no la decepcionó en eso

Pues sobre sus tiernos labios depositó un beso.

La discordante nota final flotó en el aire y se perdió en el silencio. Conteniendo la risa, Robert movió la cabeza y se volvió hacia ella.

– ¡Caramba! Esto ha sido estupendamente terrible.

– Horrible, sin duda -concordó con ella con una voz un poco entrecortada-. No creo que haya cantado bien ni una sola nota. Y estoy obligado a reconocer que usted tenía razón.

– Claro que sí. ¿En qué?

– Usted, señor, carece totalmente de oído.

Una fugaz, pero esta vez inconfundible, chispa de picardía brilló en sus ojos y el pulso de Robert se aceleró. Un cosquilleo le empezó en la zona del corazón y le bajó rápidamente hasta… los pies. Se compuso y sonrió.

– Y su forma de tocar, señora, no vale un pimiento. -Se frotó las manos y le ofreció su risita más malvada-. Esperaré impaciente el momento en que podamos entretener a la familia con esta canción.

– Saldrán gritando de la habitación.

– En tal caso, sólo tendremos que tocar y cantar más alto.

Un ligerísimo movimiento se produjo en la comisura de los labios de la joven, y él la miró, con el corazón latiendo desbocado. Su mirada bajó hasta los increíbles labios de la mujer y otro cosquilleo lo atravesó, éste directo a la entrepierna. Su atención se centró en el seductor hoyuelo que adornaba la barbilla, mientras su pulgar anhelaba recorrer la ligera hendidura.

Aspiró hondo, tragando el aire que tanto necesitaba, y la cabeza se le llenó del delicado perfume de la joven, despertándole los sentidos. Olía maravillosamente. Como a alguna flor, pero no a una que le resultara familiar. Inspiró de nuevo, intentando atrapar la esquiva fragancia, mientras se resistía a la creciente necesidad de inclinarse hacia delante y ocultar el rostro en el atractivo cuello de la mujer.

Ella parpadeó varias veces, luego su expresión se volvió neutra, como si hubiera corrido una cortina, y se levantó rápidamente.

Él permaneció sentado, respirando hondo varias veces el aire, que había perdido el aroma floral, y regañándose a sí mismo.

«Qué mal lo has hecho, estúpido. Finalmente consigues una mínima sonrisa, y ¿qué haces? Primero te quedas mirándole los labios como si estuvieras muerto de hambre y ella fuera una tarta, y luego la olisqueas como si fueras un perro y ella un hueso.»

Por todos los demonios, ¿dónde diantre habían ido a parar sus finos modales? Por no hablar de su decencia. Dios, nunca antes se había considerado un canalla, pero ¿quién si no un canalla sentiría impulsos lujuriosos hacia una triste viuda? Y por mucho que odiara admitirlo, no podía negar que lo que había experimentado era lujuria. Sin duda estaba suficientemenre familiarizado con esa sensación como para reconocerla cuando la sentía. Pero aun así la impresión demoledora que esa mujer le producía era territorio desconocido.

Tal vez no fuera lujuria. Quizá solamente se sintiera… hechizado. Y… satisfecho por esa sombra de sonrisa en los labios de ella. La pobre necesitaba tanto reír. ¿No había dicho exactamente eso lady Gaddlestone? E incluso aunque no lo hubiera dicho, hasta un ciego podría ver que la señora Brown necesitaba un poco de diversión.

Lo que ocurría era que no se había esperado que la simple insinuación de una sonrisa le afectara tanto como si le golpearan en el corazón.

Allie se hallaba sentada ante la larga mesa de caoba e intentaba hacer los honores al delicioso plato de carne con guisantes que tenía ante sí, pero sus pensamientos eran demasiado confusos para permitirle prestar atención a la comida. Mirando a través de las pestañas, observaba disimuladamente al hombre que tenía enfrente.

Lord Robert se afanaba en cortar la carne. Su mirada reposaba sobre sus manos, que sujetaban los cubiertos de plata. Manos fuertes, grandes, de largos dedos. Se había fijado en ellas cuando tocaban el piano. Tenían el aspecto de pertenecer a alguien acostumbrado a la vida al aire libre y no a un caballero ocioso.

Una sensación cálida le cubrió las mejillas al recordar el improvisado dueto. No había sido capaz de resistir su pícara invitación, aunque se había dejado llevar demasiado al cantar con tal abandono. Pero había pasado mucho tiempo desde la última vez que había hecho algo con tanta despreocupación. Por un momento, la euforia la había dominado y se había olvidado de con quién estaba.

Un hombre encantador y apuesto. Un hombre al que casi no conocía. Un hombre que reía con facilidad, pero con una alegría que no siempre se reflejaba en sus ojos… ojos que ella reconocía como cargados de secretos. Un hombre que al mirarla hacía que su corazón latiera con más fuerza.

Igual que David.

David y lord Robert estaban desde luego cortados por el mismo patrón. ¿Cómo había podido abandonarse así? Pero mientras se hacía esa pregunta la respuesta se le hizo evidente.

«Porque David nunca te dejó tocar el piano. Y nunca te habría animado a cantar.»

David le había dicho riendo que cantaba como una rana en un estanque, y ella no podía contradecirle. Aun así, a su familia nunca le había importado que cantase, y excepto su madre, todos cantaban pésimamente. Y eso nunca les había impedido cantar juntos los martes por la noche, velada que habían bautizado como la «noche de la música». David odiaba la noche de la música, y después de casarse, encontró múltiples maneras de tentarla para que se quedara en casa los martes. Lo más frecuente era el que la llevara a la cama y…

Cortó ese pensamiento y lo apartó de su mente. Había disfrutado del lecho conyugal, al menos al principio, pero esa parte de su vida había acabado. Mientras llenaba de guisantes el tenedor, volvió a mirar disimuladamente a lord Robert. Y descubrió que su oscura mirada estaba sobre ella.

– ¿Le agrada la comida? -preguntó él.

– Sí, gracias -contestó, esperando que no se le notara el sonrojo.

– Según creo, Elizabeth mencionó que tiene un hermano y una hermana.

– Dos hermanos y una hermana. Todos menores que yo. -Sintió una oleada de cariño-. Los chicos son gemelos y los llamamos los diablos idénticos.

– ¿Qué edad tienen?

– Dieciséis años. Mi hermana cumplirá los veinte este mes. -Se le escapó un suspiro nostálgico-. Los echo mucho de menos. Echo en falta el ruido y el alegre caos que siempre reinaba en nuestro hogar. Ha pasado… mucho tiempo desde la última vez que estuve con ellos.

El tomó un sorbo de vino y asintió.

– Lo entiendo. Aunque tengo mis propias habitaciones aquí en la ciudad, no puedo pasar mucho tiempo sin ver a mi familia. A veces me vuelven loco, sobre todo Caroline, pero también son mi mayor alegría. Y si es ruido y caos lo que busca, en Bradford Hall encontrará más del que podría imaginar.

Allie tragó saliva para aliviar la tensión en su garganta.

– Estoy impaciente.

Robert miró hacia el techo y negó con la cabeza.

– Puede que cambie de opinión una vez esté allí. Puego imaginarme lo que está ocurriendo en este mismo momento. Austin pasea de arriba abajo con el ceño fruncido y el pelo alborotado de tanto mesárselo, exigiendo saber cada ocho segundos cuándo dará a luz Elizabeth. Caroline le está diciendo a su hija de dos años, Emily, que deje de perseguir a los gatitos, y Emily no le hace ningún caso y mira a su padre, Miles, quien, con una media sonrisa, le anima a continuar.

»Mi hermano William, su esposa Claudine y su hija Josette están dibujando, lo que no augura nada bueno para William, que es un pésimo artista. Sin duda mi madre ha llevado a James, el hijo de Austin y Elizabeth, al jardín, donde sus gordezuelas manitas estarán decapitando las mejores rosas de su mamá mientras su abuela le sonríe embobada. -Hizo una mueca cómica-. Madre solía poner el grito en el cielo con sólo que Austin, William o yo nos atreviéramos a mirar las rosas.

Un dolor punzante se apoderó de Allie ante el panorama que le estaba dibujando.

– La verdad es que suena mucho más tranquilo que a lo que yo estaba acostumbrada -dijo-. Jonathan y Joshua constantemente traían a casa algún animal herido, hasta que papá finalmente les cedió un pequeño cobertizo al que llamó la enfermería, sin parar de refunfuñar que nunca había visto tantas palomas, patos y ardillas cojos en su vida. Y no hablemos de los sapos, las serpientes y las colonias de hormigas.

»Mi hermana Katherine parecía un ángel, pero andaba siempre con rascadas en las rodillas y los codos, porque se unía a Jon y Josh en sus aventuras. Mamá se limitaba a sonreír, ofreciendo abrazos y besos, colocando vendajes cuando hacía falta y soltando algún que otro sermón. Le encantaba vernos correr, nadar y jugar. Tenía una hermana mayor que se había pasado la mayor parte de su vida confinada en la cama, y le gustaba darnos rienda suelta en nuestras vigorosas actividades. -La añoranza la invadió-. Mamá siempre olía a pan recién hecho.

– Y supongo que usted era el miembro tranquilo de la familia, la que mantenía a raya a los demás -dijo Robert sonriendo maliciosamente.

Allie negó con la cabeza.

– La verdad, creo que era la peor de todos. Siempre tenía ramitas en el pelo, manchas de hierba en el vestido y la cara sucia. Y como era la mayor, me temo que servía de ejemplo a los otros.- Dejó el tenedor sobre la mesa y se olvidó de la comida-. Dígame, si estuviera con su familia ahora, ¿qué estaría haciendo? ¿Jugando con los gatitos, dibujando o estropeando las rosas?

Robert apretó los labios y alzó la barbilla.

– Hummtn… Tengo que decir que nada de eso. Seguramente habría retado a Austin al billar en un vano intento de alejar su mente de Elizabeth durante un rato antes de que desgastase totalmente la alfombra favorita de madre.

– ¿Y lo conseguiría?

– Al final sí. Pero no hasta que lo hubiera irritado poniendo en tela de juicio su valentía por negarse a enfrentarse con un jugador tan hábil -se aclaró la garganta con exagerada modestia- como yo.

– Ya veo. ¿Y ganaría usted?

Una sonrisa lenta s, devastadora se fue dibujando en el rostro de Robert, y Allie sintió que la atravesaba un rayo ardiente.