– Evidentemente. Siempre juego para ganar.

De repente parecía como si la temperatura de la sala hubiese aumentado diez grados, y a Allie le costó resistir el impulso de enjugarse el rostro con la servilleta de lino.

– Y después de derrotar a su hermano al billar, ¿qué más haría?

– Bueno, suponiendo que el bebé no hubiera hecho aún su entrada en escena, creo que reuniría a lady Risitas, lord Revoltoso y la señorita Cosquillas para jugar una partida de «Adivina el número», antes de que la institutriz se los llevara a todos al cuarto de los niños.

– ¿Debo suponer que se está refiriendo a sus sobrinos?

– Sin duda. -Su sonrisa se hizo más amplia-. A mi madre, hermanos y hermana ya pocas veces se los lleva la institutriz.

– ¿Y usted le pone mote a todo el mundo?

– Me temo que sí. Es una de mis malas costumbres. Seguro que se me ocurre uno para usted en cualquier momento. Así que será mejor que se comporte bien.

– Claro. Me horrorizaría acabar siendo la señora Caída en el Barro, o lady Tropieza con Mesas.

Él rió, y ella le contestó casi sonriendo, lo que la preocupó. Dios, no era fácil mantener a ese hombre a raya.

– Carters me ha dicho que esta tarde se ha aventurado usted hasta la tienda del señor Fitzmoreland -comentó Robert, cuando se le acabó la risa-. Espero que haya encontrado lo que buscaba.

Este comentario sin importancia la devolvió de golpe a la realidad, apagando su frivolidad como agua sobre un fuego. Escrutó el rostro del joven buscando alguna señal de un significado oculto bajo sus palabras, pero lo único que halló fue una ligera curiosidad.

– El señor Fitzmoreland me ha sido de gran ayuda.

– ¿Sabe? Realmente no debería ir por la ciudad en un coche alquilado, aunque lleve un sirviente.

– Como le he dicho -repuso ella alzando la barbilla-, tengo algunos asuntos aquí que debo atender.

– Sí, pero debe tener un medio de transporte adecuado. Daré órdenes para que tenga un carruaje a su disposición a partir de mañana por la mañana. Y estaré encantado de acompañarla a cualquier lugar adonde deba ir.

Ella apretó las manos sobre el regazo.

– Eso no será necesario. Estoy acostumbrada a arreglármelas sola.

La mirada de Robert recorrió el negro vestido de la mujer, y los ojos se le cargaron de simpatía.

– Sólo hago lo que sé que Elizabeth haría si se hallara aquí. En la nota que le he enviado esta tarde, le he prometido solemnemente que cuidaría de usted hasta su llegada a Bradford Hall. -Exageró un escalofrío-. Por favor, acepte el carruaje. No tengo ningún deseo de que Elizabeth me reprenda durante toda la eternidad por permitirle a usted viajar sin el medio de transporte adecuado.

Durante unos instantes se hizo el silencio entre ellos, mientras Allie se debatía entre el deseo de rechazar la oferta y la idea de que no tener que pagar por los coches le ayudaría a mantener sus escasos recursos. Finalmente, la faceta práctica ganó la batalla.

Echó la silla hacia atrás y se puso en pie.

– En tal caso, se lo agradezco. Y ahora, con su permiso, desearía retirarme. Ha sido un día largo y agotador.

Él se alzó al instante, con una mirada preocupada.

– Naturalmente. La veré mañana.

Ella inclinó la cabeza como respuesta y salió apresuradamente de la sala, poseída por la necesidad de escapar de su turbadora presencia. Subió rápidamente por las escaleras, pero incluso mientras cerraba firmemente la puerta de su aposento fue incapaz de relajarse.

Mientras daba vueltas por la habitación, intentó ordenar sus confusos pensamientos. Lord Robert la había alterado. Durante un breve instante, Allie había bajado la guardia, y él había conseguido anidar más allá del muro que tan cuidadosamente había construido a su alrededor. Le había costado mucho crear esas defensas y había pagado un alto precio por su independencia. No necesitaba que ningún hombre cuidara de ella, que le organizara el transporte o la acompañase en sus recados. Y sobre todo no necesitaba a un hombre que le sonriera, o con el que cantar estúpidos duetos, o que la mirara de una manera que resucitaba anhelos femeninos largo tiempo enterrados.

Se rodeó el cuerpo con los brazos y continuó caminando de un lado a otro de la habitación. Dios, lord Robert era incluso más atractivo que David. Todo sonrisas pícaras y ojos burlones. Pero esos ojos podían, en un instante, expresar también compasión, calidez y preocupación. Aun así, Allie había visto señales de secretos ocultos bajo su encanto y sus sonrisas. Y no todas esas sonrisas parecían sinceras.

Igual que David. Y todo lo referente a David había sido mentira.

Pero ella ya no era una ingenua señorita. No volvería a cometer los mismos estúpidos errores.

Se detuvo y se apretó las sienes con la yema de los dedos. Sentía la proximidad de una jaqueca. Su mirada fue hasta la gran cama, pero inmediatamente rechazó la idea de acostarse. A pesar de que todo el cuerpo le dolía de cansancio, dormir no era un plan inmediato. Sabía que lo único que calmaría su inquietud sería el aire fresco.

Cruzó el dormitorio, apartó las cortinas color verde bosque y miró por la ventana hacia el pequeño jardín cuadrado, rodeado de un alto muro de piedra. Tomó el chal, pero se olvidó el sombrero, salió silenciosamente de su dormitorio y en un instante, atravesando la puerta trasera, se encontró en el exterior de la sombría y callada mansión.

En cuanto los pulmones de Allie se llenaron del fresco aire nocturno, los hombros se le relajaron. Comenzó a recorrer lentamente el jardín siguiendo el muro de piedra y disfrutando de la chirriante canción nocturna de los grillos, de la luz de la luna, que salpicaba la hierha, y del olor del humo de las chimeneas mezclado con el penetrante aroma de la tierra del jardín. Después de tres vueltas al perímetro, había conseguido reconstruir firmemente sus tambaleantes defensas. Gracias a David había conocido, aunque demasiado tarde, la fealdad interna que podía ocultar un apuesto exterior. Claro que también era posible que un hombre sin ningún atractivo fuese malvado, pero, por desgracia, Allie sentía una molesta debilidad hacia los hombres hermosos, un defecto de su carácter del que no quería volver a ser presa. Había descubierto por las malas que cuanto más guapos eran, peores resultaban.

Por lo tanto tenía que evitar a lord Robert como si fuera un apestado.

Después de tomar esta decisión, se volvió para cruzar el jardín y regresar a la casa. Pero antes de que pudiera dar un paso, unos fuerres brazos la sujetaron desde atrás. Allie trató de gritar, pero una gruesa mano le tapó la boca.

– ¡Quieta! -le gruñó al oído una voz gutural.

La invadió un pánico mezclado con furia. Luchó contra su captor, pateándole, e intentando apartar la mano que tenía sobre la boca. Consiguió lanzar un medio grito antes de que su agresor le colocara una apestosa mordaza entre los dientes. Allie se revolvió, consiguió soltarse una mano y le arañó el rostro con las uñas. Pero antes de poder disfrutar de su triunfo algo duro le golpeó en la cabeza y el mundo se fundió en negro.

Robert estaba a mitad de camino hacia sus habitaciones cuando se dio cuenta de que se había olvidado el bastón en la mansión. No sabía si regresar a por él o dejarlo para el día siguiente, pero decidió que, como hacía una noche agradablemente fresca y la niebla aún no se había tragado las calles, el paseo le sentaría bien. En realidad no tenía ni el más mínimo deseo de regresar a sus vacías habitaciones y tumbarse en su vacía cama, porque estaba totalmente seguro de que no conseguiría dormir. No, lo único que haría sería pensar en ella.

Y en ella era en la última cosa que quería pensar.

En ella y en sus grandes ojos de color marrón dorado. Y en su sedoso cabello. Y en aquella sombra de sonrisa, Y en lo que parecía ser una finura absolutamente magnífica bajo…

Su vestido de luto.

Enojado consigo mismo, se obligó a centrar su pensamiento en las tareas que pensaba realizar al día siguiente antes de reunirse con ella.

Y tal vez luego una rápida parada en el club.

Para atajar, se metió por las caballerizas situadas detrás de la hilera de casas de Park Lane. Se sobresaltó al oír resonar en el aire lo que parecía un grito. Antes de poder decidir si el ruido había sido un sonido de pasión o de angustia, o incluso si era humano, vio a un hombre con un saco al hombro adentrarse en la calleja de las caballerizas -Robert se inclinó hacia delante e intentó penetrar la oscuridad-, desde lo que bien podía ser el jardín de Austin. ¡Maldición! ¿Qué demonios estaba pasando?

Robert se agachó y corrió por entre las sombras de las caballerizas. El hombre se apresuró hacia un coche de alquiler que lo esperaba, metió el saco dentro y subió. El coche partió al instante, avanzando ligero en la oscuridad.

Robert se incorporó y empezó a correr a toda velocidad. Unos segundos después llegó hasta la verja de la casa de Austin. Sus labios se contrajeron en una dura línea. La verja estaba entornada. Después de comprobar que llevaba el cuchillo bien seguro en la bota, corrió tras el coche. Cuando éste redujo la velocidad para tomar una curva, Robert se colgó detrás.

El coche abandonó el elegante West End y se dirigió hacia el este, hacia los muelles. Robert se agarró con fuerza. Decidió que intentaría evitar un enfrentamiento directo con el bribón que había robado a Austin, pero que si llegaba a ser necesario machacar a golpes al tipo para recuperar lo que pertenecía a su amigo, lo haría. Y además tenía el cuchillo, por si acaso.

El coche lo llevó por un laberinto de callejas. El olor a pescado podrido impregnó el aire, y Robert supo que se estaban acercando a los muelles. Cuando el vehículo empezó a aminorar la marcha, Robert saltó rápidamente, se escondió entre las sombras que proyectaban los edificios de ladrillo y lo siguió a pie. Pasados unos minutos, el coche se detuvo. Robert se apretó contra la pared y contempló cómo el fornido hombre salía del vehículo con el saco a la espalda y desaparecía entre dos edificios. El cochero sacudió las riendas y el coche se alejó. En cuanto lo perdió de vista, Robert salió de las sombras y entró en el callejón en el que había penetrado el hombre.

Lo vio no muy lejos. Le pareció que algo caía del saco antes de que el hombre desapareciera al meterse en lo que parecía una puerta. Robert avanzó con sigilo, forzando sus sentidos para ver u oír cualquier cosa por encima de los lejanos gritos de los homhres y los llantos de los niños. Se agachó y recogió lo que había caído del saco.

Era un zapato. Un zapato negro de mujer. Robert frunció el ceño. ¡Parecía el zapato de la señora Brown! ¿Podría haber sido suyo aquel grito ahogado?

Oyó un ruido cercano y se quedó inmóvil. En el mismo instante en que se daba cuenta de que el sonido se había producido detrás de él, algo le golpeó en la cabeza y perdió la conciencia.

4

Robert fue volviendo lentamente en sí, e inmediatamente se arrepintió de ello. Estaba tendido de lado sobre la cama más dura e incómoda de entre todas las que había tenido la desgracia de probar. Y le dolía todo. Los brazos, las piernas, los hombros… Sentía todo su cuerpo atacado por dolorosos calambres. Excepto las manos y los pies, que no podía sentir en absoluto. Ni el trasero… parecía como si se hubiese quedado sin nalgas.

Pero la cabeza… ¡por todos los Infiernos!, ojalá hubiera sido eso lo que hubiese perdido… Una pandilla de demonios le martilleaba el cráneo con grandes mazas, y juró matarlos a todos en cuanto reuniera las fuerzas suficientes para hacerlo. Dios, fuera cual fuera el licor del que había abusado la noche anterior, jamás volvería a probarlo.

Permaneció absolutamente inmóvil, respirando despacio, y se concentró en dominar la sensación de vaivén en el interior de su cráneo. Cuando lo hubo conseguido un poco, apretó los dientes, abrió un ojo y luego el otro. Una oscuridad completa lo envolvía. ¿Dónde diablos se hallaba? Sus habitaciones nunca eran tan oscuras. Intentó volver la cabeza pero desistió inmediatamente al sentir que una punzada de ardiente dolor le atravesaba el cerebro. Un gemido inaudible surgió de su garganta, rasposa y reseca. Cerró los ojos de golpe y se concentró en vencer las oleadas de náuseas que le sacudían el cuerpo.

Después de lo que le pareció una eternidad, pero que probablemente no fuera más de un minuto, se le calmó el estómago y exhaló un profundo suspiro de alivio. Sus confundidos sentidos registraron los salobres olores de agua de mar, pescado, y el estómago amenazó con rebelarse de nuevo.

Otro gemido resonó en su garganta, pero se forzó a abrir los ojos lentamente. Pasaron unos instantes antes de que se acostumbrara a la oscuridad. No podía distinguir mucho, aparte de las siluetas de lo que parecían cajones apilados. Y no estaba tumbado sobre una cama, sino sobre las bastas tablas de madera que formaban el suelo.