Podía ver la propiedad de los Mantini en toda su extensión. Cerca de la casa, a la sombra de los árboles, había un terreno apartado de todas las carreteras, que hacía las veces de cementerio familiar, en el cual debía de hallarse ya Toni.

Se vistió deprisa y notó que la ropa que había usado antes del accidente le apretaba más. Antes de dejar la habitación, tomó el ramo de flores de la boda, el cual había colocado sobre la mesita de noche al acostarse.

No le costó encontrar el camino al cementerio. Allí estaban las tumbas de Giorgio y Loretta Mantini, junto con otras que, a juzgar por su fecha, debían de ser de abuelos, tías y tíos. Y allí también, en el suelo mismo, había una lápida de mármol más nueva que las demás.

Bajo ella yacía lo que quedaba del vital joven que había llenado la vida de Donna con cariños y risas. Donna ya no se imaginaba a sí misma enamorada de Toni; pero el destino de éste la desgarraba de lástima. Toni había sido irresponsable y débil, pero también había sido amable y muy generoso. No se había merecido una muerte así.

Abrazó el ramillete contra el pecho y luego, al colocar las flores sobre la tumba, los ojos se le arrasaron de lágrimas.

– Lo siento -susurró -. Lo siento mucho.

De pronto, tuvo la certeza de que allí había alguien más y, al alzar la vista, se encontró con Rinaldo, el cual la había estado observando. Sin embargo, antes de que Donna pudiera decir nada, él se retiró y desapareció entre las sombras.

Volvieron a encontrarse en el desayuno. Rinaldo ya habla llegado y estaba sentado en la larga mesa en que habían cenado la noche en que ella llegara a aquella casa. Se levantó y le corrió una silla con caballerosidad, frente a él.

– Normalmente no compartiremos los desayunos dijo Rinaldo-. Madrugo mucho para ir a trabajar, antes de que haga demasiado calor. Llegaré a casa a las ocho de la tarde y lo lógico es que nos vean cenar juntos. No te preocupes: no te molestaré en ningún otro momento.

Donna no supo cómo responder a aquel último comentario, aunque Rinaldo no parecía necesitar contestación alguna. Simplemente la estaba informando de cómo había organizado su vida, y ella no podía sino aceptar su plan.

– Necesito que firmes estos papeles -prosiguió Rinaldo, entregándole unos documentos-. He abierto una cuenta corriente en el banco para ti. Mañana mismo la tendrás a tu disposición.

– No necesito tanto -protestó Donna al ver el dinero que había ingresado en la cuenta.

– Tonterías, por supuesto que lo necesitas -afirmó con brusquedad-. Mi esposa tiene que ir bien vestida, y eso cuesta dinero. Por favor, no discutamos por esto.

– Está bien.

– Además, necesitarás comprar cosas para el bebé. Tú firma y ya está. Tengo que irme. Encontrarás un paquete en tu habitación. Ha llegado esta mañana de Inglaterra. Metió los papeles firmados en su maletín y se fue. Donna desayunó poco, un café bebido nada más, y luego subió las escaleras a toda velocidad, ansiosa por abrir el paquete.

Tal como había supuesto, era de un amigo que tenía una llave del piso que había compartido con Toni. Había recogido las cartas que le habían llegado allí y se las había enviado a Roma.

También había un par de enseres pequeños y un recibo con los gastos de la tarjeta de crédito de Toni. Se quedó asombrada al ver a cuánto ascendían su dispendio; ella siempre había sabido que Toni era muy derrochador, pero nunca había imaginado algo así. Sus deudas eran mucho mayores de lo que él le había confesado. Aparte, todavía tenían que pagar los plazos que quedaban pendientes del coche.

No podía pensar con claridad. Lo metió todo de cualquier forma en el paquete, salió al pasillo y entró en la habitación de Piero. Estaba vestido, sentado en la silla de ruedas junto a la ventana, con Sasha sobre su regazo. La cara se le iluminó al verla. Sólo él sentía cariño hacia Donna en aquel mundo hostil y solitario, y con ese amor tendría que soportar los siguientes meses, hasta que naciera su bebé.

Pasó la mañana con Piero. Luego, mientras comía, María le dijo lo que tenía pensado preparar de cena, para asegurarse de que cantaba con la aprobación de la patrona.

– Me parece perfecto -aseguró Donna.

– Grazie, patrona.

María desapareció en un segundo y dejó a Donna con la extraña sensación de que había querido alejarse de ella lo antes posible. Al conocerla aquella primera noche, Donna la había tomado por una mujer afable, pero ahora parecía que siempre la rehuía. ¿También ella la culpaba de la muerte de Toni?

Dedicó la mayoría de la tarde a echarse una siesta y a escribir a su vecino de Inglaterra. Luego llegó Rinaldo y, después de visitar a Piero, marido y mujer cenaron juntos formalmente. El se mostró educado, pero nada más. A Donna la alivió que Rinaldo se recogiera a su estudio, con la excusa de que se había llevado trabajo para casa.

Ese primer día sirvió de modelo a los que les sucedieron. Alguna vez veía a Rinaldo durante el desayuno, pero normalmente se marchaba muy temprano y Donna se quedaba sola. Pasaba todo el tiempo que podía con Piero, cuyas enfermeras la tomaron al principio por una aficionada con buenas intenciones; cuando supieron que ella misma era enfermera, se relajaron y lo fueron dejando un poco más en sus manos.

Se había propuesto mejorar el estado de salud del abuelo, pero el infarto lo había dejado con una parálisis casi total. A veces lograba esbozar una palabra, pero el esfuerzo lo agotaba y tampoco le servía para hacerse entender: Era un hombre inteligente, de complejos pensamientos, y no poder comunicarse adecuadamente lo frustraba sobremanera.

Donna leía para él, conversaba con él o, simplemente, se sentaba a su lado, escuchando la radio o viendo la televisión. Para su desaliento, Piero no mostraba indicios de recuperación. Se había estabilizado y parecía que tenía que asumir el pasar el resto de su vida encerrado en aquel cuerpo que no le respondía.

Una noche estaba sentado junto a él, oyendo música y acicalando las orejas de Sasha. Era tarde, Rinaldo aún no había regresado, y ella no tardaría en acostarse. Miró a Piero, que estaba tumbado con los ojos cerrados, acaso dormido. Entonces advirtió que los dedos de su mano izquierda estaban siguiendo el ritmo de la música con suavidad.

Donna se emocionó. Hasta entonces. Piero había logrado mover un poco el brazo, pero nunca los dedos. Sin embargo, ahora estaba moviendo cada dedo por separado, lo cual le inspiró una idea.

– Piero -lo llamó, tomó su mano y la colocó sobre la de ella-, ¿puedes dibujar una letra? La que sea.

Lentamente, haciendo un gran esfuerzo de concentración, formó una letra con la punta del dedo sobre la palma de Donna. Una D.

– Otra -le pidió muy contenta.

Formó una o y luego, por propia iniciativa, una n, otra y luego una a. Donna.

– ¡Puedes hablar! -exclamó radiante-. Puedes expresar todo lo que quieras.

Piero empezó a escribir de nuevo sobre la palma de Donna: L, e, n…

– Sí, será lento, pero puedes hablar. Eso es lo que importa.

El abuelo siguió escribiendo: eres muy lista.

– No, tú sí que eres listo. ¡Verás cuando se entere Rinaldo!

– H, a, b, l, e, m, o, s.

Cuando Rinaldo regresó, una hora después, se quedó sorprendido al oír risas provenientes de la habitación de su abuelo. Abrió la puerta y vio a Donna sentada junto a la cama, alzando un vaso de naranjada. Estaba brindando con Piero, quien, con un poco de ayuda, sujetaba otro vaso.

– ¡Por nosotros! -exclamó ella.

– ¿Qué pasa? -preguntó Rinaldo.

– Piero puede hablar -dijo Donna mirando a Rinaldo con una sonrisa-. Mira -añadió, después de quitar el vaso de la mano de Piero.

– G, r, a, c, i, a, s, C, i, e, l, o.

Rinaldo se quedó atónito. Estaba completamente estupefacto. Donna dejó que se sentara junto a su abuelo y se marchó de la habitación para que pudieran hablar a solas.

Era tarde y estaba cansada por la excitación. Fue a su dormitorio directamente y se tumbó, preguntándose si Rinaldo iría a hablar con ella. Pero pronto se le cerraron los ojos, quedando sumida en un profundo sueño.

Cuando Rinaldo salió de la habitación de su abuelo, vaciló en el pasillo. Sabía que los adelantos de su abuelo se debían, en gran medida, a Donna, pues el mismo Piero se lo había dicho; eso y que se alegraba mucho de que ella se hubiera quedado en Villa Mantini. Había preguntado que qué habrían hecho sin ella y Rinaldo, forzando una sonrisa, había respondido que no sabía.

Ahora sentía que debía ir a verla y darle las gracias; sin embargo, tenía sentimientos contradictorios que lo dejaban indeciso. Antes había sido más sencillo, cuando sólo sentía hostilidad hacia ella. Aunque, se corrigió, sus sentimientos hacia ella nunca habían sido nada simples.

Llamó a su puerta, pero Donna no respondió. Rinaldo giró el pomo y miró. Donna estaba tumbada sobre la cama, aún con la lámpara de la mesita de noche encendida, como si hubiera intentado permanecer despierta y no lo hubiera logrado.

Rinaldo se acercó sigilosamente a la ventana y la cerró. Antes de apagar la lámpara, la miró un segundo a la cara. Era tan suave e indefensa como la de un niño y, en un segundo de desesperación, deseó saber qué debía pensar de ella en realidad. Pero no lo sabría nunca, pues sólo era capaz de verla a través de unos filtros que todo lo distorsionaban.

Apagó la lámpara y salió sin despertarla. Luego bajó las escaleras y dio un paseo que lo condujo hasta el cementerio familiar. Se retorció de dolor al recordar que Donna había colocado el ramo de flores de la boda sobre la tumba de Toni. La había visitado todos los días, y todos los días le había llevado nuevas flores del jardín de Loretta. Rinaldo miró los pétalos de las flores que Donna había puesto esa mañana, recogió una, se la llevó a la cara y tuvo la sensación de que estaba humedecida de lágrimas.

Donna pasó el día siguiente hablando con Piero. Con su nuevo método para comunicarse, el abuelo fue capaz de decirle por qué no la culpaba del accidente:

– Toni… mal chico. Encantador, cariñoso, pero siempre problemas. Decía muchas cosas, no ciertas. ¿Por qué… accidente? -preguntó el abuelo. Donna dudó, pues no quería herirlo con los detalles. Piero, en cambió, insistió-. Dímelo.

Le refirió lo sucedido en pocas palabras y, después, Piero le agarró la mano para seguir hablando.

– Algo así… me imaginé. No culpa tuya. Él siempre evitaba dificultades.

– Sí, ya me estaba dando cuenta -comentó Donna con tristeza.

– Debes educar a su niño para que sea más fuerte. Rinaldo te ayudará. Es un hombre fuerte; Rinaldo hombre bueno.

– Pero no es capaz de perdonar -replicó Donna-. ¿Por qué es tan insensible?

– Porque no se atreve a mirar en su corazón. Ayúdalo. Tú querías a Toni. Ahora debes querer a Rinaldo. No se deja querer, pero necesita mucho cariño.

Donna sintió un cosquilleo en el estómago. ¿Sería tan difícil querer a Rinaldo? Si lo hubiera conocido antes que a Toni…

Prefirió no seguir pensando. ¿De qué serviría? La actitud de Rinaldo hacia ella seguía siendo de hostilidad y desconfianza. Había aprendido a tenerle algo de respeto, pero seguía siendo tan duro como siempre.

Le había agradecido que hubiera ayudado a Piero a expresarse y, a pesar de asegurarle lo mucho que lo alegraba comprobar que su abuelo iba recobrando interés por la vida, se había mostrado muy tenso al hablar.

Después de descubrir aquel método, Donna había empezado a buscar alguna manera que le facilitara la expresión. Así, le había acercado un alfabeto infantil con todas las letras, para que pudiera formar las palabras que quisiera con sólo ir tocándolas. Pero Sasha, convencido de que se trataba de un juego, golpeaba las letras y confundía a todos. Finalmente abandonaron la idea y le entregaron el alfabeto entero al gato, el cual perdió interés por su juguete acto seguido.

Aunque Rinaldo quería mucho a su abuelo, era demasiado impaciente como para sentarse a su lado mientras él iba deletreando palabras sobre la palma de la mano; así que le compró un procesador de textos con un teclado especial. Pero Piero no parecía sentirse a gusto con el teclado, o quizá es que prefería las personas a las máquinas. Así las cosas, tampoco la idea del procesador prosperó y el abuelo siguió escribiendo sobre la palma de Donna.

Una noche, un mes después de la boda, Donna estaba sentada, esperando la hora de la cena. Aquella tarde, Piero le había repetido insistentemente que Rinaldo necesitaba mucho cariño. Se lo decía con frecuencia y observaba su reacción, como intentando decidir si aún era demasiado pronto para que Donna lo amara. A pesar de sus diferencias, las palabras de Piero la hicieron concebir esperanzas y Donna esperó con impaciencia el regreso de Rinaldo.