¿Estaría con ella en esos momentos, recorriendo con las manos su cuerpo perfecto? ¿Estarían compartiendo palabras y caricias cuyo significado sólo ellos comprendían?
Donna se tapó la cara con la almohada e intentó no imaginar aquellas imágenes que la torturaban. Se sentía traicionada por una supuesta infidelidad de Rinaldo. Había intentado atribuirlo a la susceptibilidad del embarazo, pero el hecho cierto era que no podía olvidar el recuerdo del único beso que le había dado. Se había sentido incendiada por el fuego de la pasión. Con Toni jamás había alcanzado tales cotas de placer y, tenía que reconocerlo, había acabado queriendo a Rinaldo. Pero él sólo le pertenecía a efectos legales.
Cuando ya no lo podía soportar, se levantó y se puso el camisón. La casa estaba en silencio. Bajó las escaleras y salió al jardín de Loretta. Se sentó junto a la fuente y se echó algo de agua sobre su férvida frente para refrescarse, aunque no logró aliviar la fiebre que la consumía por dentro.
Por fin oyó el coche acercarse y luego las pisadas de Rinaldo en dirección al jardín. Debía de haber visto la puerta abierta y había ido a investigar.
– ¿Hay alguien ahí? -Preguntó en la oscuridad-. ¿Donna?, ¿qué haces aquí a estas horas? -añadió después de verla bajo la luz de la luna.
– Es tardísimo -le recriminó ella-. Creía que ibas a volver mucho antes.
– Y yo pensaba que estarías dormida mucho antes – replicó sorprendido-. ¿Acaso te importa adonde vaya o qué esté haciendo?
– Pues sí, creo que es de mi incumbencia saberlo; sobre todo, si estás con Selina hasta las tantas. A nadie se le escapa lo que pasa entre vosotros.
– Entiendo -dijo con cierta agresividad-. ¿Y qué pasa entre nosotros exactamente?
– Tú mantienes a esa mujer -espetó Donna-. Tú le pagas el piso y muchos de sus gastos y…
– Supongo que eso te lo diría Toni -la interrumpió Rinaldo.
– ¿No es cierto?
– ¿Y qué si lo es? Si me da la gana ayudar a una vieja amiga con sus gastos, es asunto mío. No pienso tolerar que te interpongas en lo que no es de tu incumbencia; que te quede claro.
– Y yo no tolero que me tomen el pelo -restalló vehemente-. Tú y yo sabemos por qué nos hemos casado, pero el resto del mundo, no. ¿Cómo crees que me sienta que se rían de mí mientras tú vas por ahí con tu amante?
– ¿Mi amante? Tú das muchas cosas por sentado. Ya te he dicho que es una vieja amiga -explicó con voz de acero-. Te aconsejo que dejes el tema.
– ¿Y si no lo dejo? -preguntó furiosa.
– Te recomiendo encarecidamente que lo hagas, Donna -respondió en un tono tan suave como peligroso.
– ¿Me lo recomiendas o me lo ordenas?
– Lo que prefieras, con tal de que hagas lo que te digo. No discutas conmigo y no intentes imponerme ninguna regla. Resulta ridículo montar una escena de celos en nuestra situación.
– ¿Celos? -Donna se ruborizó, y se sintió alegre de que la oscuridad ocultara su sofoco-. ¿Cómo te atreves a decir eso? A mí me da igual con quién te acuestes.
– ¿Seguro? -Preguntó con crueldad-. Nadie que te hubiera oído durante los últimos minutos pensaría lo mismo.
– Me enfado porque no me gusta que se rían de mí. Ya te lo he dicho.
– ¿Y nada más?
– Por supuesto que nada más.
– Entonces, mientras sea discreto, me das tu consentimiento para tener una amante. ¿Es eso lo que estás diciendo?, ¿que la podría visitar mientras te echaras la siesta, que mientras tú no le enteraras, no habría discusiones?
– Me pregunto qué tal te sentaría si yo adoptara la misma actitud -se rió Donna.
– Eso es totalmente diferente -bramó indignado.
– Pero sólo de momento. En cuanto mi hijo haya nacido, ¿qué me impedirá comportarme como tú?
– Yo te lo impediré. Te comportarás debidamente como mi mujer, porque no toleraré otra cosa. Jamás podrás poner tus ojos en otro hombre.
– Eres prehistórico -lo insultó Donna-. Tú quieres tener toda la libertad del mundo, pero quieres recluirme en un desierto sin amor.
– Tengo toda la libertad del mundo y no pienso darte explicaciones ni dar cuenta de mis actos. Respecto a tu desierto, no veo por qué tiene que ser así. Cuando nazca el niño, podremos reconsiderar los términos de nuestra relación matrimonial.
– Tus términos -matizó furiosa.
– Por supuesto que mis términos. Estamos en Italia. Yo no soy uno de esos inglesitos dóciles que a todo dicen «sí, cariño», «sí, mi amor» -se burló Rinaldo. Donna se quedó callada, odiándolo en silencio. Él se acercó y continuó-. Puedes pensar lo que quieras de mí, Donna; pero me perteneces. Ahora y durante el resto de tu vida. Ese es el compromiso que aceptaste al casarte.
– Jamás -protestó virulenta-. Nuestro compromiso es una formalidad. Nunca accedí a ser propiedad tuya.
Rinaldo no respondió, pero Donna entendió en su cara que sobraban las respuestas. Por mucho que se quejara, él era el dueño y ella le pertenecía.
– Eres el demonio -lo insultó con amargura.
– No, sólo soy un italiano con un sentido italiano de la familia -repuso Rinaldo-. Resulta difícil de entender para una inglesa, pero ya te dije una vez que aquí la familia es muy importante. Eres la mujer de un Mantini, llevas a un Mantini en tus entrañas y te comportarás como una buena madre y una buena esposa.
– Seré una buena madre, Rinaldo. De eso puedes estar seguro. Pero tú y yo sólo somos marido y mujer a efectos legales -insistió Donna.
– Ya cambiará eso cuando llegue el momento. ¿O acaso pretendes dormir siempre en tu solitaria cama, abandonándome a otras mujeres?
Tenía las manos sobre los hombros de Donna y la estaba acercando hacia él. Ella intentó liberarse, pero no pudo separarse… ni evitar que Rinaldo abalanzara los labios sobre su boca, estrechándola en un abrazo estrujante.
– ¿Eso es lo que quieres hacer con nuestro matrimonio? -Preguntó Rinaldo susurrante, labio contra labio-. ¿Quieres que nos mantengamos alejados?
Volvió a besarla antes de que pudiera contestar, silenciando cualquier posible protesta.
– No te compartiré -aseguró Donna, desafiante-. No seré una esposa italiana sumisa que hace la vista gorda a todo lo que le apetezca al marido.
– Entonces tendrás que arreglártelas para retenerme en casa, ¿no crees? -se rió Rinaldo.
– ¡Basta ya! -Le rogó Donna-. ¡Suéltame! No tienes derecho a…
– Eres mi esposa. Te sorprendería descubrir los derechos que tengo. Pero reservémonos la pelea para cuando nazca el niño y los dos podamos disfrutar.
– Suéltame.
– Todavía no -susurró de nuevo rozando su boca-. Me perteneces. Te guste o no, tú me perteneces.
– No… -intentó protestar, pero Rinaldo volvió a ahogar sus palabras en un nuevo beso. Donna luchó por reprimir la violencia de sus propios deseos. Era verdad que lo quería, pero no en esas condiciones.
– Dilo -le ordenó-. Di que me perteneces.
– Jamás. Nunca te perteneceré.
– Nunca es mucho tiempo, Donna. ¿De verdad crees que no podré hacerte mía?
– Nunca lograrás que esté de acuerdo -respondió desafiante.
– Eso ya lo veremos -comentó después de que una fugaz expresión de enfado atravesara su cara-. Ahora vete a dormir. Aléjame mientras puedas, mientras puedas usar al hijo de Toni como escudo. Pero recuerda que te estaré esperando.
Extrañamente, la vida empezó a ser más agradable y placentera para Donna, la cual veía cómo, con el paso del tiempo, sus cambios de humor y su susceptibilidad desaparecían y, poco a poco, iba sintiendo una mayor paz interior.
En la villa la querían mucho. Piero la adoraba abiertamente y los sirvientes le habían dado su cariño por cómo cuidaba del abuelo y lo que había hecho por María. También les gustaba que visitara la tumba de Toni todos los días, así como la atención que le dedicaba al jardín de Loretta.
– A ella le habría gustado conocerte -le había asegurado María un día.
Tenía tiempo para estudiar el jardín al detalle y acabó descubriendo que todas las estatuas eran de Rinaldo o de Toni. Toni era el bebé regordete y sonriente que jugaba con las flores y Rinaldo el jovenzuelo serio y con ojos preocupados. Donna se preguntaba si Loretta lo había esculpido con esa expresión a propósito, o si simplemente se trataba de una casualidad.
Por su parte, tampoco había vuelto a tener quejas de Rinaldo. No había salido más con Selina hasta tarde y, si la había visitado mientras Donna se echaba la siesta, ésta no se había dado cuenta. Siempre estaba en casa a su hora y se comportaba con educación; pero vivía en un mundo aparte al que Donna no tenía acceso.
A medida que el día del parto se acercaba, el servicio fue mimándola más y más, constantemente pendiente de ella. Por primera vez en su vida, se veía rodeada del calor y el cariño de una familia; una enorme familia que incluía a todos los miembros de Villa Mantini.
Se mudó a su nueva habitación, vecina a la del futuro niño, lo cual seguía permitiéndola seguir de cerca los movimientos de Rinaldo, pues el dormitorio de éste se hallaba justo enfrente. Sabía cuándo se acostaba, por lo general muy tarde, y sabía también cuándo se paraba delante de su puerta sin llegar a entrar a hacerle una visita.
La tregua seguía en pie. Cuando Rinaldo se enteró de que a Donna la encantaba ir a la ópera, la llevó a ver una representación en el Caracalla Baths, un enorme teatro al aire libre creado sobre las ruinas de una sauna romana de la antigüedad. Donna tenía mucha imaginación y fue capaz de figurar el aspecto de aquel edificio tal como habría sido dos mil años atrás, con los más insignes miembros del Imperio Romano asándose en la sauna.
El programa describía brevemente la historia del Caracalla y contenía sus correspondientes ilustraciones. En una de ellas aparecía un militar romano de perfil, orgulloso de haber conquistados alguna provincia, con una corona de laureles en la cabeza. Su rostro tenía facciones angulosas y su expresión era de arrogancia y consciencia de superioridad, al más puro estilo romano clásico.
Entonces miró de reojo a su marido y se encontró con un perfil tan semejante que se quedó asombrada. La expresión arrogante y de superioridad se había transmitido genéticamente a lo largo de dos mil años de Historia. Rinaldo descendía de una raza que había dominado el mundo entero, y eso aún se notaba. Puede que fuera una tontería, pero Donna creyó comprender mejor a su marido.
También comprendió otras cosas: la Italia con la que había soñado, colorida, alegre y soleada, sólo era una de las muchas caras de Italia. También estaba la Italia de las pasiones salvajes y oscuras, representada en ese momento en el escenario: Sangue, marte e vendetta, es decir, Sangre, muerte y venganza. Si los italianos revivían tales dramas en las óperas era porque éstos formaban parte de sus raíces más profundas.
Las atormentadas pasiones de la obra destruyeron la calma de Donna, que esa noche tuvo una pesadilla: seguía en el coche y éste se movía descontrolado; ella luchaba por recuperar la dirección del volante, pero Toni estaba a su lado, gritando que no quería volver a casa; él agarraba el volante y había un forcejeo; Donna no podía vencer a Toni y…
– ¡No! -Gritó Donna-. ¡Toni, no!
– Calma -le susurró una voz al oído-. Donna, despierta. No pasa nada.
No podía soportarlo más. Rompió a llorar, sollozando con impotencia, y se dejó abrazar por Rinaldo.
– Tranquila -la serenó él-. Sólo ha sido una pesadilla. Ya pasó.
– No -lloraba Donna-. Nunca pasará.
Rinaldo encendió la lámpara de noche, lo cual dio a la habitación una luz penumbrosa. Luego volvió a abrazar a Donna, a quien no paraban de caerle lágrimas por las mejillas.
– Soñaba con el accidente -susurró ella-. Lo estaba reviviendo.
– Creo que tienes esta pesadilla con frecuencia -comentó Rinaldo.
– Sí, ¿cómo lo sabes? -preguntó sorprendida.
– Te oigo gritar por la noche. Normalmente sólo das uno o dos gritos; pero esta noche estabas muy nerviosa y al final he venido.
– A veces me da miedo dormirme. Toni está ahí… pero cuando lo llamo desaparece y sólo está su tumba.
– ¿Todavía lo echas de menos? -preguntó Rinaldo gravemente.
Donna se sentía demasiado débil para discutir en esos momentos. Sólo podía gimotear como una niña pequeña.
– Siempre fue muy amable conmigo -respondió.
Rinaldo se quedó callado y sólo entonces se dio cuenta Donna de que estaba reposando su cabeza contra su pecho desnudo. Un pecho musculoso de piel suave, que se hinchaba y desinflaba con la respiración. Sólo llevaba los pantalones del pijama, cuyo fino tejido dejaba ver con claridad sus caderas y muslos. Su pecho despedía una fragancia cálida y agradable.
– Sí -dijo por fin-. Era muy amable. Mi hermano nunca pensaba en el mañana, igual que los niños. Pero se reía y cantaba y llenaba la casa de alegría con su vitalidad.
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