– No -gritó y lo agarró con fuerza-. No me dejes.
Se recostó contra el asiento delantero y sintió la lucha de su bebé, que ya se estaba abriendo paso hacia el mundo. Rinaldo estaba allí para ayudarlo y en seguida lo acogió en sus manos, se quitó la chaqueta y la enrolló alrededor del diminuto cuerpo.
– Es un niño -anunció maravillado-. No respira -añadió luego con horror.
– Dámelo -Donna extendió los brazos y estrechó a su hijo entre los suyos. Le sopló dentro de la boca, le dio una palmada en el culo y, tal como esperaba y deseaba, el niño rompió a llorar, muestra de que los pulmones habían empezado a funcionar.
Se sintió exhausta, con vértigo y triunfante. Ahí estaba su hijo, por el que tantas peleas había tenido, vivo por fin, a salvo en los brazos de su madre. Era hermoso.
– Toni -susurró Donna-. Mio piccolo Toni, como tu padre.
De pronto sintió mucha pena por Toni, que habría deseado criar a su hijo con todo su corazón, pero jamás podría verlo. Antes había llorado por la tristeza que le producía la pérdida de su novio, pero ahora lloraba por lo que él se había perdido. De nuevo lo estaba viendo, en su trastornada cabeza, sonriendo como tantas veces había sonreído, y a Donna le pareció intolerable que su hijo jamás se viera iluminado con una de esas sonrisas. Toni había amado la vida, se la había dado a su hijo, pero la suya permanecería para siempre bajo una silenciosa lápida de mármol.
Ahora sólo lo veía débilmente. Ya no la llamaba, sino que se estaba despidiendo de ella. Donna se atragantó en sollozos al verlo desaparecer.
Tan sumida estaba en su dolor, que no había reparado en Rinaldo, el cual estaba mirándola fijamente. Se sintió segura junto a él. Sí, Rinaldo estaba allí para secar las lágrimas de Donna, para cuidar de ella.
– Donna -susurró él.
Pero ella no podía oír a Rinaldo. Se estaba despidiendo de Toni por última vez.
– Toni -sollozó-. Toni…
Rinaldo escuchó en silencio. Luego se separó Y se tapó los ojos con las manos.
La luz de un faro entró por una de las ventanas del coche. Rinaldo volvió en sí y miró afuera, donde la ambulancia se había detenido.
En seguida colocaron a Donna sobre una camilla y la llevaron al interior de la ambulancia. Donna no soltaba a su bebé de su regazo.
– ¿Viene con nosotros al hospital, signore? -le preguntó la enfermera.
Rinaldo vaciló. Deseaba con todo su corazón acompañar a su esposa e hijo… ¡no, no era su hijo! Era el hijo de Toni. Donna había llamado a Toni. ¿Habría sido consciente de que era él, Rinaldo, quien la había acompañado durante el parto? Había gritado «¡no me dejes!» y lo había abrazado; pero lo había dicho con los ojos cerrados. ¿Con quién habría estado hablando en realidad?
– No, me quedo con el coche -respondió a su pesar-. Tengo que pedir ayuda.
– Muy bien, signore -la enfermera entró en la ambulancia y cerró la puerta trasera. Rinaldo permaneció de pie, mirando la luz de los faros desaparecer en la oscuridad. Se había quedado solo, en silencio, congelado. Le costaba creer que unos pocos segundos antes, había estado totalmente unido a Donna, ayudándola en la experiencia que más puede acercar a un hombre y una mujer. Pero todo había sido una ilusión. Él sólo la había ayudado a que diera a luz al hijo de Toni, y Donna ya no lo necesitaba más.
Nada más llegar a la clínica llevaron a bebé Toni a una incubadora.
– Pero el niño está bien, ¿verdad? -preguntó Donna con ansiedad. ¿Cuántas veces había tranquilizado ella a otras madres en la misma situación? Pero esa vez era diferente. Tenía que hacer comprender a la enfermera que su niño había nacido en circunstancias mucho más adversas de lo habitual.
– No te preocupes -la tranquilizó la enfermera-. No le pasa nada, pero el accidente ha precipitado su nacimiento un mes. Es mejor que esté en la incubadora de momento.
– ¿Puedes decirle a mi marido… ¿dónde está?
– Se quedó en el coche.
– Ah… sí… Entiendo -balbuceó-. Es un coche caro… lo había olvidado.
Un nubarrón oscureció el corazón de Donna. Durante aquellos dramáticos minutos del parto, se había sentido cerca de él. Cuando el dolor la había atravesado, Rinaldo había estado a su lado para darle ánimos. Pero todo había sido una ilusión; él sólo estaba preocupado por el bebé, no por ella. Ahora que el hijo de Toni había nacido, Rinaldo no la quería para nada más.
Deseó que el mundo se detuviera. Era normal sentirse débil después de dar a luz, pero ese agotamiento tan enorme era nuevo para ella. Empezó a ver borrosa la cara de la enfermera. Donna no podía verla con claridad, pero sí distinguió su expresión de preocupación.
Mientras esperaba a que el taller remolcara el coche, Rinaldo paseó carretera arriba y abajo. Había recuperado su abrigo, pero había dejado la chaqueta en la ambulancia, protegiendo al bebé, y le costaba no quedarse frío. Se arrepintió de no haber obedecido su primer impulso y no haber ido con Donna. Pero ella ya no lo necesitaba ni lo quería. Sin embargo, ¿no habrían cambiado las cosas si la hubiera acompañado?
Llamó a la clínica desde el móvil y se alarmó al enterarse de que el bebé estaba en una incubadora.
– Es una precaución normal cuando un niño nace prematuramente -lo serenó la enfermera.
– ¿Cómo está mi mujer?
– La signora Mantilli está tan bien como cabe esperar después de lo sucedido -respondió con vaguedad.
– ¿Qué demonios significa eso? -preguntó con impaciencia.
– Empezó a sangrar mucho antes de llegar a la clínica.
Por suerte, su grupo sanguíneo es muy común y no ha habido problemas para hacerle una transfusión de sangre.
– ¿Su vida corre peligro? -inquirió apretando el auricular.
– No hay por qué alarmarse innecesariamente… ¿Hola? ¿Signor Mantini?
La enfermera estaba hablando sola. Rinaldo dejó las llaves en el contacto del coche para que el mecánico las viera y empezó a correr hacia la carretera principal. Le llevó bastante tiempo pasar por un tramo de suelo resbaladizo, pero por fin alcanzó la parte sin hielo y miró a lo lejos, con la esperanza de que alguien apareciera.
Cuando por fin vio los faros de un vehículo, se puso enfrente de éste, gesticulando como un loco. El conductor tardó en verlo, pero Rinaldo no se apartó. En el último momento, la furgoneta se detuvo. El conductor sacó la cabeza por la ventanilla y le dedicó un rosario de bellos exabruptos.
– Sí, ya lo sé -atajó Rinaldo con urgencia-. Tienes razón, pero tengo que ir a la clínica rápidamente. Mi mujer acaba de tener un niño…
El conductor abrió la puerta en el acto y retiró unas cajas que tenía en el asiento del copiloto. La furgoneta olía a perejil y el conductor, un hombre de mediana edad, de bigote poblado y alta voz, le dijo que era transportista de verduras. Luego empezó a hablar de su maravillosa familia: de sus cinco hijos, de su mujer… Hasta su suegra era maravillosa.
– ¿Es el primero? -le preguntó.
– ¿El primero? Ah, sí, nuestro primer hijo.
– Nuestro primero nació también en navidades.
Aquellas navidades fueron maravillosas. No ha habido otras igual.
Así siguió el resto del camino, sin parar de hablar alegremente, sin darse de cuenta de que estaba sometiendo a su acompañante a una tortura. Cuando llegó al hospital, se despidió de Rinaldo, rechazó el dinero que éste le ofreció y siguió su camino cantarinamente.
Donna estaba tumbada, con los ojos cerrados, la cara pálida y suero en un brazo. Se sentó a su lado, insultándose sin parar. ¿Cómo había sido capaz de dejarla marchar por culpa sólo de su maldito orgullo? La miró fijamente a la cara, deseando que despertara, pero Donna no podía oír los mensajes silenciosos que Rinaldo le estaba gritando con el corazón. Se había ido a algún sitio al que él no estaba invitado.
Quizá estuviera Toni con ella y Donna no quisiera volver a la realidad. Los celos lo poseyeron. Era el mismo sentimiento que había experimentado la primera noche que ella fue a Villa Mantini, cuando la había mirado a los ojos y había adivinado que no había en el mundo otra mujer como ella y que su infantil e inmaduro hermano se la había arrebatado.
Había sido tal su frustración, que se había comportado cruelmente con ella y con Toni. Había hecho lo posible por separarlos. Y en un momento delicioso, en el jardín, había sabido que Donna podría ser de él. También ella lo había sabido. Rinaldo lo había visto en sus ojos. Pero luego lo había rechazado y lo había acusado de intentar seducir a la mujer de su hermano.
Su embarazo había sido un golpe muy difícil de encajar. El amargo resentimiento hacia el destino, que se había reído de él presentándole a Donna cuando ya era demasiado tarde, lo había movido a atacar a los dos, a hacerlos huir y… Rinaldo se tapó la cara con las manos, incapaz de soportar su culpabilidad.
Se levantó y fue hasta la ventana para intentar conjurar aquellos pensamientos, estirando las piernas. Pero no lo logró. Una y otra vez retrocedía a aquel primer encuentro, cuando la había visto en la fuente, admirando la belleza del jardín de Loretta. Ya entonces pertenecía a Villa Mantini. Toni lo había visto. Piero lo había visto. Pero la presencia de Donna sólo había supuesto un tormento para él.
– Donna -le susurró al oído con ansiedad, arrodillado junto a la cama-. Donna, ¿me oyes?
Pero seguía quieta y callada, en un mundo secreto al que él no tenía acceso.
Capítulo 10
Todo era cálido y acogedor; todo un suave y agradable deslizarse hacia la nada.
Pero Donna no podía dar el último paso. Alguien se lo impedía. Alguien la estaba llamando, pidiéndole que regresara. Unos dedos poderosos le agarraban la mano, negándose a dejarla marchar.
– Donna, te necesito… Quédate conmigo, Donna… No podía ver su cara. Sólo sentía el firme abrazo de su mano, su voz susurrándole al oído.
– Te necesito, Donna. Te necesito.
Entonces abrió los ojos y descubrió que había vuelto a la vida. Estaba en la habitación de una clínica, rodeada de aparatos, con suero en el brazo. De pie, desde la pared, la miraba Rinaldo.
En cuanto vio que Donna despertaba, fue a la puerta y llamó a la enfermera, que acudió, muy sonriente.
– Así está mucho mejor. Nos has dado un buen susto.
– Mi bebé -susurró Donna.
– Tu bebé está bien. Lo hemos puesto en una incubadora por prevención, pero no le pasa nada. En realidad, estábamos más preocupados por ti. Han hecho falta tres transfusiones para que te estabilizaras.
– ¿Qué ha pasado?
– No podíamos frenar la hemorragia. Perdiste mucha sangre y te desmayaste.
Rinaldo se acercó a la cama. Tenía ojeras de no dormir, pero la espera ya había acabado y merecía la pena ver a Donna despierta.
– Siento como si hubiera estado muy lejos -comento esta.
– Lo has estado -respondió él con suavidad-. Durante dos días has permanecido en coma. Pensé que no lograrías recuperarte.
– Por poco -dijo Donna lentamente-. Era muy raro, como si todo estuviera dispuesto, pero en el último momento no pudiera marcharme. ¿Dos días?, ¿has estado aquí todo ese tiempo?
– Sí, claro que he estado aquí -respondió tras una pausa, lamentando no haberla acompañado desde el principio-. ¿Donde si no, estando mi mujer y mi hijo en peligro?
– Claro… ¿De verdad que Toni está bien? ¿Lo has visto?
– Varias veces. Está perfectamente. A pesar de las circunstancias en que nació, no parece que haya ningún problema con él.
– ¿Las circunstancias en que…? Ah, sí. Nació en el coche, ¿no? -recordó entonces que Rinaldo había preferido quedarse en el coche, en vez de acompañarla a la clínica. Se preguntó cuánto habría tenido que esperar la llegada de la grúa, pero se sintió demasiado cansada para preguntar.
Un repentino sentimiento de desolación la invadió.
Debería estar disfrutando un momento maravilloso un momento que tal vez los acercara el uno al otro. Pero recordar que la había dejado ir sola en la ambulancia había arruinado la magia de tan dichosa ocasión. ¿Cómo había sido tan estúpida de creer que las manos que la habían rescatado de la muerte habían sido las de Rinaldo? Volvió a cerrar los ojos pesadamente.
Rinaldo la miraba en silencio. Se sentía agotado.
Desde que dos días antes llegara al hospital, no había pegado ojo. No se había atrevido, para dar fuerzas a Donna constantemente. Había estado a su lado, animándola con todo su corazón para que siguiera viva, suplicándole, rogándole, ordenándole que se quedara con él.
Ahora se preguntaba de qué había servido todo. Ella no lo había reconocido y Rinaldo tenía la descorazonadora sospecha de que Donna había salido del coma en contra de su voluntad. ¿Qué la había mantenido con vida durante aquellas oscuras horas en las que había vagado por un valle de sombras?, ¿a quién había echado de menos?
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